18 d’ag. 2023

sender, obres 6

 

Crónica del alba

Ramón J. Sender


(1942-1966) Alianza Editorial, 2016

1.680 páginas

por Guzmán Urrero Peña
Centro Virtual Cervantes



    "Si la palabra memoria repercute en muy variados órdenes literarios, y en todos ellos deja tras de sí las huellas de sus pasos, a nadie se le oculta que Sender tiene mayor vigor cuando conmemora en sus páginas el pasado. Y así como Borges defiende que todo libro es una confesión, no es raro que el aragonés proceda muchas veces ocultándose tras sus personajes, hablando por su boca como un ventrílocuo haría con su marioneta. Luego —ya se ha dicho más de una vez— ordena, aumenta o mengua su anecdotario para someterlo al troquel novelesco, y de ese modo convierte la proyección biográfica en literatura.

    Memoria y narración acaban siendo una misma cosa para un lector que también es confidente, sobre todo si atendemos al denso ciclo narrativo de Crónica del alba (1942-1966), donde el personaje Pepe Garcés, prisionero en el campo de Argelés, se puede equiparar a su creador por dos de sus propiedades, a saber, la puramente sensible y que casi irradia emotividad, y la que cabría llamar circunstancial, armonizada en los mismos paisajes donde se resolvió la vida de Sender. Después de las comparaciones, no ha de extrañar que diversos estudiosos hayan insistido en considerar el ciclo como una crónica (también periodística) alta por su calidad narrativa y noble por su certeza autobiográfica, más aún cuando la mistificación se entrelaza con la sinceridad. En esta línea, la presencia en la trama del mismo escritor (albacea de Garcés y personaje al cabo) no hace sino complicar gozosamente un juego de espejos en cuyos brillos y refracciones va perfilándose la España contemporánea en su atmósfera y episodios.

    Desde el periodo anterior a la guerra civil hasta el estallido de ésta, la existencia de José Garcés se sostiene lo largo de nueve libros (tres tomos), a saber: Crónica del alba, Hipogrifo violento, La Quinta Julieta, El mancebo y los héroes, La onza de oro, Los niveles del existir, Los términos del presagio, La orilla donde los locos sonríen y La vida comienza ahora. De todos ellos, resulta especialmente hermoso el tramo que comprende la infancia aragonesa del protagonista y su amor por Valentina. Así lo pone de manifiesto Francisco Carrasquer en su artículo «Sender por sí mismo», donde escribe lo siguiente: «Pues lo que es por falta de memoria y amor no quedará la patria (chica) de Sender, porque la ha memorizado con muchos cientos de páginas y la ha amado como nadie a través de su madre implícitamente y muy explícitamente por mor de Valentina, de la que hace en su primer tomo de Crónica del alba una joya literaria luciendo en un joyero cuasi biográfico de una poesía penetrante y conmovedora» (Sender en su siglo, p. 281).

    Resuelta en la página escrita, la incorregible barbarie del hombre cobra fuerza a medida que avanza el relato. Sobre esa imagen amarga, el narrador ideado por Sender evoluciona con serena melancolía, perspectiva ideológica y primorosa fusión de inteligencia y apasionamiento. Aunque respetuoso con la claridad formal, el escritor sabe cuándo ha de dosificar su talento poético, y con esa energía elabora estructuras más complejas, donde da expresión a emociones extasiadas, sensuales y también feroces.

    Por las cosas dichas puede verse cuáles son los motores que impulsan la obra senderiana y la virtud de todas sus partes (litigio de dudas íntimas, donde el sentido se engaña con frecuencia, y exposición ficticia y literal de lo vivido, donde el alma literaria se ejercita en su oficio).

    Usando mucha cautela en esta pista filosófica, Juan Carlos Ara Torralba apunta nuevas razones en «Ocasión del vacío: la escritura de Ramón J. Sender (1901-1982)». Así, el ensayista no se contenta con el trazo impresionista y define el influjo dominante en la doctrina novelesca del aragonés: «En la pertinaz persecución del sentido, del espacio vacío e inefable, Sender —ciertamente el primer fugitivo de su misma escritura, evadido imposible de la memoria— encontró su lugar, que no fue otro que la propia literatura, la persistencia redundante. Era su modo de tratarse —de retratarse—, un tantico tozudo y un mucho de solitario obcecado, tal como él mismo trataba a sus protagonistas. Por ello es fácil percibir en la literatura senderiana, al quite de pocas páginas, una especie de impaciencia por la revelación» (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 612, p. 118)."

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