21 de febr. 2013

Leopardo al sol, 1

 "Una parte significativa de las novelas producidas en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX se caracteriza por una profunda preocupación en analizar el significado y el impacto de la violencia dentro del orden social. Este interés procede del hecho de que, durante este período, Colombia ha atravesado por momentos de agitación en los cuales las acciones violentas han adquirido un alcance que ha impregnado los espacios de lo imaginario y lo discursivo.

Entre 1955 y 1980, varios novelistas emprendieron la tarea de evaluar artísticamente el período conocido como "Época de la violencia," el largo conflicto (1948 – 1958) entre liberales y conservadores que culminó con una enmienda constitucional la cual asignaba gobiernos compartidos y alternados a los dos grupos políticos por un período de 16 años. Aunque no siempre constituyeron un modelo de logros artísticos, las más de 70 novelas que diseccionan los efectos de la guerra civil constituyen uno de los múltiples intentos de aproximarse al fenómeno.

A partir de la década de los setenta, otro fenómeno aparece en el seno de la sociedad colombiana y, por extensión, en el panorama literario. En los últimos 30 años,  el tráfico ilegal de drogas se ha convertido en una inquietud crucial  y sus efectos han alcanzado casi todos los aspectos de la realidad colombiana. Considerando la cercana relación entre las producciones artísticas y las corrientes sociales no resulta sorpresivo que algunos de los escritores que empezaron a publicar sus obras en los años comprendidos entre 1960 y 1980 (Gabriel García Márquez, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Vallejo), y un grupo de nuevos autores (Jorge Franco Ramos y Laura Restrepo, entre otros) se hayan dado a la tarea de promover una reflexión artística sobre el impacto de la industria del narcotráfico y del deterioro social que ésta ha causado. Novelas como El divino (Gustavo Álvarez Gardeazábal, 1985), Leopardo al sol (Laura Restrepo, 1993), La virgen de los sicarios (Fernando Vallejo, 1994), Noticia de un secuestro (Gabriel García Márquez, 1996), Rosario Tijeras (Jorge Franco Ramos, 1999) y Delirio (Restrepo, 2004), han desarrollado una lectura ética de los conflictos generados por el tráfico de estupefacientes en un intento de racionalizar las causas y diseccionar sus efectos en la sociedad colombiana.  (…)

La narrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX ha mostrado una fuerte inclinación a un análisis de la violencia con marcada raigambre sociológica. No obstante, esta reflexión no se detiene en la descripción del objeto de estudio, sino que, a la vez, intenta puntualizar  que, aunque las manifestaciones de violencia han sido un fenómeno recurrente en los últimos 50 años, éstas son una problemática promovida por grupos marginales, no representativos de cualquier concepto imaginario de "ser colombiano", (porque) la violencia en el dominio del Otro al situar a sus ejecutores en las márgenes de la sociedad, no sólo desde una perspectiva moral, sino porque los mismos parecen hallarse más allá de toda comprensión racional.

La consecuencia más inmediata de este extrañamiento en el espacio literario es el despliegue de un conflicto en el que la voz narrativa marca su distanciamiento de los individuos que generan o personifican las imágenes de violencia; simultáneamente, los mecanismos utilizados intentan ofrecer una explicación de las causas del fenómeno que, por lo general, libran de toda responsabilidad a los estamentos sociales que configuran la ideología y el discurso del narrador.  En estas circunstancias, el elemento más llamativo a nivel argumental es la atracción que tanto los capos de la mafia como los ejecutores de sus programas de intimidación y represalias ejercen sobre una colectividad que se enfrenta a una disyuntiva entre principios éticos contradictorios: el soporte que los individuos que están fuera de la ley ofrecen para un potencial progreso económico (individual y social) versus las consecuencias adversas que su oposición a las normas atraen para la comunidad.
Un primer aspecto a considerar en esta producción de alteridad es la constante demarcación de que los individuos que constituyen el centro del relato poseen características que los hacen diferentes.  Para empezar, sus actividades ilegales los sitúan en el exterior del grupo social, por variadas razones, sicarios, mulas y capos carecen de una genealogía,  son criaturas de un presente efímero que no se concreta en ningún tipo de futuro.

Una segunda marca de otredad se centra en la imagen física de los individuos involucrados en las actividades ilegales. Nos encontramos con personajes cuya excepcional belleza desarticula las barreras morales de las personas con las que entran en contacto.  Las personas que trabajan en el negocio de las drogas producen integraciones que se consideraban impensables en la sociedad colombiana: riqueza sin tradición, clase o gusto estético (rompe la idea de que la riqueza se obtiene por herencia o por talento empresarial); nuevos criterios de comportamiento moral (religiosidad y menosprecio por la vida humana, o religiosidad entrelazada con el crimen); notable desprecio por el valor asignado al linaje y, por extensión, al  significante "padre", en contraposición a la importancia que recibe la madre.

Metaforización de la violencia en la nueva narrativa colombiana
Luis C. Cano
(Extracto)


" Ese que está ahí, sentado con la rubia. Ese es Nando Barragán.
Por la penumbra del bar se riega el chisme. Ese es. Nando Barragán. Cien ojos lo miran con disimulo, cincuenta bocas lo nombran en voz baja.

—Ahí está: es uno de ellos.

Dondequiera que van los Barraganes los sigue el murmullo. La maldición entre dientes, la admiración secreta, el rencor soterrado. Viven en vitrina. No son lo que son sino lo que la gente cuenta, opina, se imagina de ellos. Mito vivo, leyenda presente, se han vuelto sacos de palabras de tanto que los mientan. Su vida no es suya, es de dominio público. Los odian, los adulan, los repudian, los imitan. Eso según. Pero todos, por parejo, les temen.

—Sentado en la barra. Es el jefe, Nando Barragán.

La frase resbala por la pista de baile, rebota en las esquinas, corre de mesa en mesa, se multiplica en los espejos del techo. Bajo la luz negra se hace compacto el temor. La tensión, filuda, corta las nubes de humo y destiempla los boleros que salen de la rocola. Las parejas dejan de bailar. Los rayos de los reflectores refulgen azules y violetas, presagiando desastres. Se humedecen las palmas de las manos y se eriza la piel de las espaldas.
Desentendido del cuchicheo y ajeno al trastorno que produce su presencia, Nando Barragán, el gigante amarillo, fuma un Pielroja sentado en uno de los butacos altos de la barra.

-¿De qué color es su piel?

-Amarilla requemada, igual a la de sus hermanos.

Tiene el rostro picado de agujeros como si lo hubieran maltratado los pájaros y los ojos miopes ocultos tras unas gafas negras Ray-Ban de espejo reflector. Camiseta grasienta bajo la guayabera caribeña. Sobre el amplio pecho lampiño brillado por el sudor, cuelga de una cadena la gran cruz de Caravaca, ostentosa, de oro macizo. Pesada y poderosa.

-Todos los Barraganes usan la cruz de Caravaca. Es su talismán. Le piden dinero, salud, amor y felicidad.

-Las cuatro cosas le piden, pero la cruz solo les da dinero. De lo demás, nada han tenido ni tendrán.

Frente a Nando, en otro butaco, cruza desafiante la pierna una rubia corpulenta, formidable. Está enfundada a presión en un enterizo negro de encaje elástico. Es una malla discotequera tipo chicle, que deja ver por entre la trama del tejido una piel madura y un sostén de satén, talla 40, copa C. Sus ojos, sin color ni forma propios, parpadean dibujados con pestañina, delineador y sombra irisada. Echa la cabeza hacia atrás y la melena rubia le azota la espalda con rigidez pajiza, revelando la negrura indígena de las raíces. Se mueve con sensualidad desencantada de gata callejera y la envuelve una misteriosa dignidad de diosa antigua.
Nando Barragán la mira y la venera, y su rudo corazón de guerrero se derrite gota a gota como un cirio piadoso encendido ante el altar.

          -Los años no te han dañado. Estás bella, Milena."

Leopardo al sol
Laura Restrepo
Pág. 11-13




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