“Allí encuentra sola a su madre, Severina. También ella viste de entrecasa,
como si fuera un día cualquiera: una manta larga de algodón negro estampado en
flores blancas, una toalla sobre los hombros, delantal de hule atado a la
cintura y pies descalzos. Se ha lavado la cabeza con jabón Cruz Azul contra los
piojos y Nando puede verla con el cabello suelto, lo cual sucede rara vez.
Aunque Severina ha permanecido toda la vida encerrada entre la
casa, con excepción de las periódicas visitas al cementerio, sus hijos nunca la
ven desarreglada ni recién levantada, ni saben a qué horas se acuesta, ni qué
necesita, ni la han oído quejarse, ni llorar, ni reírse: su privacidad es
impenetrable. Se ha ocupado de manejar las debilidades de los demás, pero ha
permanecido hermética en relación con las propias. Cuando los otros se emborrachan
ella se mantiene sobria; cuando están enfermos los asiste; cuando se derrumban
la sienten entera; cuando se extravían la encuentran plantada en el centro;
mientras derrochan, ella ahorra cada centavo; cuando el mundo familiar se viene
al piso y se deshace, ella recoge los fragmentos y vuelve a pegarlos.
Severina conoce a los suyos por dentro y por fuera, pero a ella no
logra descifrarla nadie. Se ha convertido en un enigma, el de la fragilidad
todopoderosa. Siempre está ahí, siempre ha estado ahí, imperturbable como una
roca prehistórica, y sin embargo es irreal como el tiempo y el espacio. En su
aguante milagroso y en su misterio de esfinge radica el secreto de su
autoridad.
Perdió a su esposo por muerte natural y a siete de sus doce hijos
por muerte violenta, y de tanto ver morir se ha vuelto un ser de otra materia,
un habitante de esferas más allá del dolor y la humana contingencia. Asume su
destino con un fatalismo heroico, o paranoico, al menos incomprensible. Aunque
es la principal víctima de la guerra contra los Monsalves, jamás les ha pedido
a sus hijos que le pongan fin.
Los años le han mermado y encanecido el pelo pero aún lo conserva
largo hasta la cintura. Nando la observa desenredarlo con un peine de dientes
apretados y se percata de que maneja las hebras escasas con los mismos ademanes
enérgicos que años antes necesitaba para lidiar la magnífica cascada. “Ya está
vieja”, piensa, y se sorprende al comprobar que su madre es susceptible al paso
del tiempo.
-Tengo hambre, mamá.
Ella va hasta la estufa prendida de carbón -nunca ha querido estrenar
la eléctrica que los hijos le mandaron instalar- y le sirve al primogénito una bandeja hasta
los bordes de fríjoles de cabecita negra y un vaso repleto de Old Parr.
-Nando
Barragàn vivía con temor de que lo envenenaran y por eso no probaba bocado que
no fuera preparado por su propia madre.
-La verdadera
razón era otra: era una persona inculta, incapaz de probar un plató que le
pareciera nuevo o raro.
Encerrados en la cocina, madre e hijo se olvidan de la fiesta que
retumba lejos, como feria de otro pueblo. Nando se sienta a la mesa pesada y
curtida en la que la familia ha comido, amasado la harina de maíz y planchado
la ropa duran te veinte años. Severina
se le acerca por detrás y con sabiduría de domador de fieras le soba el cuero
cabelludo con las yemas de los dedos, como suele hacerle desde pequeño cada vez
que quiere apaciguarlo.
-Ahora sí, explícame por qué te casas con ella. Dame una sola
razón -le pide.
-Porque un hombre debe tener esposa -contesta el, y se concentra
en la tarea de devorar los fríjoles, pasándolos con tragos calientes de whisky
vivo.
-La vas a destrozar, Nando.”
Leopardo
al sol
Laura
Restrepo
Pág. 112-114
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