“Pero si
resultaré daño, dará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por
mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por
cardenal”
Éxodo, 21 (23-25)
“Nando Barragán
camina por el desierto una docena de días y de noches sin detenerse ni para
dormir ni para comer, con el cadáver de Adriano Monsalve al hombro. En el
Horizonte, a su derecha, ve aparecer doce amaneceres tenidos de rojo sangre y a
su izquierda ve caer doce atardeceres del mismo color. Es un vía crucis el que
padece en el reino soberano de la nada, con la conciencia enferma y el muerto a
cuestas, pesado como una cruz. Extensiones sin fin de arena ardiente le queman
los pies y el sol calcinante le ciega los ojos y le revienta la piel. No
encuentra en el trayecto agua que calme su sed ni sombra que apacigüe su
alucinación. Ni paz para su alma arrepentida.
—Esos sucesos,
¿son leyenda o fueron reales?
—Fueron
reales, pero de tanto contarlos se hicieron leyenda. O al revés: fueron leyenda
y de tanto contarlos se volvieron verdad. Es lo de menos.
El cadáver se
conserva intacto durante la travesía. Fresco y ufano, como si nada, sin
despedir olor ni registrar rigor. Muy acomodado a lomo de su primo, que
desfallece. El muerto parece vivo y el vivo parece muerto. Se hacen compañía en
las jornadas interminables por esas arenas desoladas que empiezan donde se
termina el mundo; se asocian para
resistir la desmesurada soledad. Inclusive conversan entre ellos, aunque no
gran cosa, el mismo dialogo repetido hasta el sonsonete.
Perdóname,
primo, por haberte matado.
—Cara la vas a
pagar. Quédate con la viuda, pero también con la culpa.
—No las
quiero, ni la una ni la otra.
Al fondo profundo
del desierto, donde ya no llega el ruido del mar, encuentran lo que han venido
a buscar: un rancho pobre en el corazón de un nudo de vientos despistados. Es cuadrado
con dos puertas abiertas, una hacia el norte y otra hacia el sur. Los
ventarrones se cuelan dentro aullando como alma en pena: silban, lloran, se
enrollan y se revuelcan unos con otros, como en pelea de gatos o visita de
novios, y al rato se desentienden y se largan, desierto adentro, cada viento
por su lado.
Nando entra al
rancho, coloca a Adriano bien estirado en el piso de tierra y se sienta a su
lado, a esperar. Como es la primera vez que descansa en tantos días, se hunde
en un sueño movedizo y ondulante, como los médanos, y ve la aparición.
—Se le
apareció algo espantoso. Un ser sobrenatural...
A decir
verdad, solo sueña con un anciano común y silvestre, con la única
particularidad de su avanzadísima edad. Su viejera precolombina castigada por
la artritis y la arterioesclerosis.
—Tío, maté a
mi primo Adriano Monsalve —confiesa sonámbulo Nando Barragán.
—Ya veo
—contesta el viejo.
—Sólo tú
conoces las leyes de la tradición. Vine hasta acá para que me digas qué debó
hacer.
—Ante todo
llévate a este muchacho de aquí. No se lo regales a la arena, que lo va a
arrastrar. Entiérralo hondo, en tierra seca y negra, y vuelve después.
Nando obedece
a ojo cerrado y con fe ciega y viaja con su muerto al hombro hasta que
encuentra suelo noble y acogedor. Se despide para siempre de Adriano y a su regreso,
que tarda mucho, ve al anciano que lo espera en el mismo lugar, batiéndose
contra el huracán que se quiere llevar al cielo su cuerpo desnudo, raquítico,
apenas cubierto en sus peores partes por chiros, como un Gandhi o un niño de
Bangladesh. En esa facha impresentable, el Tío dictamina la más implacable de
las sentencias. De su boca desdentada y envueltas en mal aliento, salen las
palabras que habrán de sumir a Barraganes y Monsalves en un infierno en la
tierra:
—Has derramado
sangre de tu sangre. Es el más grave de los pecados mortales. Has desatado la
guerra entre hermanos y esa guerra la heredarán tus hijos, y los hijos de tus
hijos.
—Es demasiado
cruel —protesta Nando—. Yo quiero lavar mi culpa por las buenas.
—Entre
nosotros la sangre se paga con sangre. Los Monsalve vengaran a su muerto, tu pagarás
con tu vida, tus hermanos los Barraganes harán lo propio y la cadena no parará
hasta el fin de los tiempos —rabia el anciano encarnizado, fanático, decidido a
no ceder ante las súplicas.
—Si voy donde
un sacerdote —intenta argumentar Nando—, me bendice y me pone una penitencia en
padrenuestros, rosarios, ayunos y azotes. Yo la cumplo y quedo en paz con Dios.
—No hay cura
que valga ni bendición que sirva. Por aquí no viene la Iglesia desde los
tiempos de Pablo VI, que pasó volando en un avión hacia el Japón y nos hizo
adiós con la mano. Esta es una tierra sin Dios ni evangelios, aquí solo vale lo
que dijeron los ancestros.
—Puedo buscar
un juez que me juzgue y me aprisione. Pago mis años de condena y vuelvo a la libertad,
en paz con los hombres.
—Hasta acá no
llega juez, ni abogado, ni tribunal. Ésos son lujos de extranjeros. Nuestra
única ley es la que escribe el viento en la arena y nuestra única justicia es
la que se cobra por la propia mano.
Las cosas
siempre han sido y serán tal como las dice el Tío, viejo profeta dueño de
verdades y experto en fatalismos, y Nando Barragàn se rinde ante la evidencia
milenaria, abrumadora. Agacha la cabeza, traga saliva amarga, clava la mirada
en el piso y asume de una vez por todas su suerte despiadada.
El anciano le
revela entonces el código de honor, las leyes transmitidas de generación en
generación, las reglas de la guerra que debe respetar.
—Barraganes y
Monsalves no podran seguir viviendo juntos -dictamina solemne, y por su boca
chimuela habla la raza-. Tendrán que abandonar la tierra donde nacieron y
crecieron, donde están enterrados sus antepasados: serán expulsados del
desierto. Una de las familias irá a vivir a la ciudad, la otra, al puerto, y no
podrán transgredir el territorio del adversario. Si matas a tu enemigo, deberás
hacerlo con tu propia mano; nadie podrá hacerlo por ti. La pelea será de hombre
a hombre, y no por encargo. No debes herirlo si está desarmado o descuidado, ni
sorprenderlo por detrás.
—¿Cuándo podré
vengar a mis muertos? -pregunto Nando, de espaldas al viento, decidido a asumir
su papel en la pesadilla como si esta fuera la única realidad.
-Solamente en
las zetas: a las nueve noches de su muerte, el día que se cumpla un mes, o en
el aniversario. En las zetas tus enemigos te estarán esperando, y no los sorprenderás
desprevenidos. Cuando el muerto sea de ellos actuarás de la misma manera, y en
las zetas tú también te defenderás, y a los tuyos, porque ellos vendrán.
—¿Es todo?
—No lastimarás
a los ancianos, a las mujeres o a los niños. El castigo de la guerra es solo
para hombres.
—Dime como debó
enterrar a mis muertos.
—Con su mejor
ropa, puesta por la mano de quien más los quiso. Los colocarás boca abajo en el
cajón, y al sacarlos de tu casa, sus pies deben ir hacia adelante.
—¿Quién ganará
esta guerra?
—La familia
que extermine a todos los miembros varones de la otra.
—¿Hay algo que
pueda hacer para evitar tanta desgracia?
—Nada. Ahora
vete y que cada quien muera en su ley.
El Tío se
vuelve soplo, se deshace en suspiros, se pierde entre el huracán, como pedo en
la tormenta. Nando Barragán sale por la puerta del norte y avanza en línea recta
por la inmensidad amarilla y sin fronteras, a encontrarse con su raza para
guiarla por el camino de su condena.”
Leopardo al sol
Laura Restrepo
Pág. 29-33
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