5 de des. 2014

el halcón maltés

“Spade tomó el encendedor de piel de cerdo y níquel que se había caído al suelo, lo hizo funcionar y se puso en pie, con el cigarrillo en una esquina de la boca. Se quitó el pijama. La suave gordura de brazos, piernas y torso, la caída de los hombros poderosos y redondeados, daban a su cuerpo el aspecto de un oso. De un oso afeitado: no crecía vello en el pecho. Tenía la piel suave y rosada de un niño chico.
Se rascó la nuca y comenzó a vestirse. Se puso una combinación de camiseta y calzoncillos, calcetines grises, ligas negras y zapatos color de cuero oscuro. Así que se hubo atado los zapatos, tomó el teléfono, llamó al 4500 de Graystone y pidió un taxi. Se puso luego una camisa blanca con rayas verdes, un blanco cuello blando, una corbata verde, el traje gris que había llevado durante el día, un amplio abrigo de tela esponjosa y un sombrero color gris oscuro. En el momento en que se metía en el bolsillo el tabaco, las llaves y el dinero, sonó el timbre de la puerta.
En el lugar donde Bush Street sirve de techumbre a la Stockton, antes de bajar hacia el Barrio Chino, Spade pagó y despidió el taxi. La niebla nocturna de San Francisco, sutil, pegajosa y penetrante, esfuminaba la calle. A unas yardas de distancia de donde Spade había despedido el taxi, un pequeño grupo de hombres miraba hacia un callejón. Dos mujeres y un hombre estaban parados en la otra acera de Bush Street, mirando también hacia el callejón. Se veían caras en las ventanas.

Spade cruzó la acera sorteando las entradas enrejadas que se abrían sobre escaleras ruines y desnudas, llegó hasta el pretil y, apoyando las manos sobre el húmedo caballete, miró hacia abajo, a la Stockton Street.
Del túnel que tenía a sus pies surgió repentinamente un automóvil, cual ráfaga de estruendos, como si le hubieran disparado, y se alejó veloz. Cerca de la boca del túnel había un hombre hecho un burujo sobre los talones, ante un cartel que anunciaba una película y una marca de gasolina, en el hueco que quedaba entre las casas de dos pisos. El hombre estaba doblado casi hasta el suelo para poder mirar por debajo de la cartelera. Una mano abierta puesta sobre la acera y otra que se agarraba al bastidor verde del anuncio le mantenían en tan grotesca postura forzada, en un extremo del cartel, ojeando por la angostura de pocas pulgadas que quedaba entre el anuncio y el edificio contiguo. La casa del otro lado tenía un muro lateral, gris y sin ventanas que daba al solar de detrás del anuncio. Unas luces parpadeaban en la acera, y unas sombras humanas se movían entre ellas. Spade dejó el pretil y echo a andar Bush Street arriba, hacia el callejón en donde estaba el grupo. Un policía uniformado, que mascaba goma debajo de una placa esmaltada en la que se leía Burritt Street en letras blancas sobre un fondo azul oscuro, extendió el brazo y preguntó:
            -¿Qué busca usted aquí?
            -Soy Sam Spade. Tom Polhaus me ha llamado por teléfono.
            -¡Claro que es usted Spade! -dijo el guardia bajando el brazo-. Así, de golpe, no le reconocí. Bueno, pues allí los tiene usted -añadió señalando con rápido ademán con el pulgar-. Mal asunto.
            -Sí que es malo -dijo Spade al mismo tiempo que echaba a andar por el callejón.


            A medio camino, no lejos de la boca del callejón, estaba parada una ambulancia de color oscuro. Al otro lado de la ambulancia, a la izquierda, el callejón acababa en una valla, formada por listones horizontales sin cepillar, que llegaba hasta la cintura. El callejón descendía en fuerte pendiente desde la valla hasta el cartel de anuncio de la Stockton Street.
El larguero superior de la valla estaba arrancado de uno de los postes y colgaba del que había en el extremo opuesto. Como a cinco yardas de la cima de la pendiente se veía una piedra achatada que sobresalía. En el recoveco que formaba con el piso al salir estaba Miles Archet, caído, de espaldas. Dos hombres se hallaban de pie junto a él. Uno de ellos dejaba caer sobre el muerto el chorrito luminoso de una linterna eléctrica. Otros hombres provistos de luces subían y bajaban la cuesta.
Uno de los hombres le saludó con un “Hola, Sam” y trepó hasta el callejón precedido por su sombra, que corrió delante de él cuesta arriba. Era un tipo barrigudo, alto, de ojillos sagaces, boca de labios gruesos y mejillas en las que azuleaba la barba afeitada con descuido. Tenía manchada de barro oscuro los zapatos, las rodillas, el mentón y las manos.
            -Imaginé que querrías verlo antes que nos lo llevásemos -dijo al salvar la valla rota.
            -Gracias, Tom -dijo Spade-. ¿Qué ha ocurrido?



Apoyó un codo en el poste de la valla y miró hacia los hombres de abajo, devolviendo el saludo a los que le saludaban con la cabeza.

Tom Polhaus se punzó con un sucio dedo la tetilla izquierda y dijo:

            -Le acertaron en el mismo corazón… con esto -y sacó del bolsillo del gabán un revólver chato y se lo alargó a Spade. Tenía barro embutido en todos los entrantes de la superficie-.Un Webley. Es inglés, ¿no?
            Spade quitó el codo del poste y se inclinó para examinar el arma, pero no la tocó:
            -Sí; un revólver Webley-Fosbery, automático. Eso es. Calibre 38, ocho tiros. Ya no los fabrican. ¿Cuántas balas le faltan?
            Tom volvió a pincharse el pecho con el dedo y añadió:
            -Una.
            -Debía de estar muerto cuando rompió la valla. ¿Has visto esto antes? -preguntó alzando el revólver.

            Spade afirmó con la cabeza y dijo sin mostrar interés:
            -He visto revólveres Webley-Fosbery.
            Y luego dijo, hablando rápidamente:
            -Le mataron aquí ¿eh? Estaba de espaldas a la valla, en donde estás tú ahora. El que le disparó estaba aquí -pasó por delante de Tom, dando la vuelta, y alzó una mano a la altura del pecho con el brazo extendido y el dedo índice apuntando-: hace fuego contra él y Miles cae contra la valla, se lleva la parte superior al caer a través de ella y rueda por la cuesta hasta que esa piedra lo detiene. ¿Fue así?
            -Así fue -Tom respondió muy despacio, juntando las cejas-: el fogonazo le chamuscó el abrigo.
            -¿Quién lo encontró?
            -El guardia de ronda, Shilling. Bajaba por Bush Street y en el momento en que llegó a este lugar un automóvil viró y arrojó hasta aquí la luz de los faros. Shilling vio rota la valla, subió para investigar y le encontró.
            -¿Y el coche que dio la vuelta?
            -No sabemos nada de él, Sam. Shilling no le prestó atención, pues no sabía que hubiese ocurrido algo. Dice que por aquí no pudo salir nadie mientras él bajaba de Powell, pues le hubiera visto. La otra salida es por debajo del anuncio de Stockton. Nadie pasó por allí. La niebla ha embarrado el piso y las únicas señales que hay son las hechas por Miles al caer y por el revólver al rodar.
            -¿Nadie oyó el tiro?
            -¡Por el amor de Dios, Sam! ¡Acabamos de llegar! Alguien tiene que haber oído el disparo. Ya lo encontraremos.
            Dio media vuelta y pasó una pierna por encima de la valla:
            -¿Bajas para verlo antes de que se lo lleven?
            -No -dijo Spade.
            -Tom, a caballo sobre la valla, se detuvo y miró a Spade con ojuelos de extrañeza.
            -Ya lo has visto tú -dijo Spade-. Todo lo que yo pudiera descubrir ya lo habrás visto.
            Sin dejar de mirar a Spade, Tom asintió con expresión de duda y pasó de nuevo la pierna por encima de la valla, en dirección contraria.
            -Miles llevaba su revólver en la pistolera de la cadera -dijo-. No ha sido disparado. Tenía abrochado el abrigo. Llevaba encima ciento sesenta y tanto dólares. ¿Estaba trabajando en algo?
            Spade vaciló un momento y asintió.
            -¿Bien? -preguntó Tom.
            -Estaba siguiendo a un sujeto llamado Floyd Thursby -dijo Spade; y describió a Thursby tal y como miss Wonderly se lo había descrito a él.
            -¿Por qué
            Spade metió las manos en los bolsillos del abrigo y miró a Tom, guiñando los ojos soñolientos.         
            -¿Por qué? -repitió Tom impacientemente.
            -Es un inglés, quizá. No sé exactamente qué se trae entre manos. Estábamos tratando de averiguar en dónde vive.
            Spade sonrió ligeramente y sacó una mano del bolsillo para dar una palmada sobre el hombro de Tom:
            -No me apures -dijo, y volvió a meter la mano en el bolsillo-. Voy a darle la noticia a la mujer de Miles.
            Se dio la vuelta. Tom, con gesto de mal humor, abrió la boca, la cerró sin hablar, carraspeó, borró de la cara el malhumorado gesto y dijo con una especie de ronca dulzura:
            -Es triste que lo mataran así. Miles tenía defectos, como todos los tenemos, pero seguro que también tendría cualidades.
            -Seguro que sí -asintió Spade en un tono de voz que no quería decir absolutamente nada, y salió del callejón.

            Spade utilizó un teléfono de un drugstore que permanecía abierto toda la noche en la esquina de las calles Bush y Taylor.
            -Preciosa -dijo un poco después de lograr la comunicación-, a Miles le han pegado un tiro… Sí, sí, está muerto… Bueno, no te excites… Sí… Tendrás que darle a Iva la noticia… No, no; antes me aspan. Lo tienes que hacer tú… Buena chica… Y no la dejes que vaya por la oficina… Dile que la veré, en cualquier momento… Sí, pero no me comprometas a nada… Eso es. Eres un ángel. Adiós.
            El despertador barato marcaba las tres y cuarenta cuando Spade volvió a encender el globo suspendido del techo. Dejó caer el abrigo y el sombrero, fue a la cocina y regresó a la alcoba con un vaso y una botella grande de Bacardí. Se sirvió una copa y se la bebió de pie. Dejó la botella y el vaso sobre la mesa, se sentó en la cama mirando hacia ellos y lió un cigarro.
            Se había bebido ya el tercer vaso de Bacardí y estaba encendiendo el quinto cigarrillo cuando sonó el timbre de la puerta. Las manecillas del despertador marcaban las cuatro y treinta minutos.
            Spade suspiró, se levantó de la cama y fue hasta la puerta del cuarto de baño. Apretó el botón que, en la tabla del teléfono interior, abría desde arriba la puerta de la calle.
            -¡Maldita sea esa…! -masculló, mirando airadamente a la tablilla negra del teléfono, respirando entrecortadamente mientras su rostro se sonrojaba apagadamente.
            Se oyó en el pasillo el rechinar y golpeteo de la puerta del ascensor al abrirse y cerrarse. Spade suspiró de nuevo y se dirigió hacia la puerta. Oyó pasos recios y apagados sobre la alfombra exterior, los pasos de dos hombres. Se le alegró el talante. Sus ojos ya no expresaban contrariedad alguna. Abrió la puerta rápidamente.
            -Hola Tom -le dijo al detective alto y barrigudo con quien había estado hablando en la Burritt Street-. Hola teniente -le dijo al hombre que acompañaba a Tom-. Pasad.”
El Halcón Maltés
Dashiell Hammett
(fragment)


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