ponte di Rialto |
“Brunetti decidió ir a casa
andando, para disfrutar de las estrellas y de las calles solitarias. Se paró
delante del hotel, calculando distancias. El plano de la ciudad que cada
veneciano tiene impreso en la mente le indicaba que el camino más corto era por
el puente de Rialto. Cortando por campo San Fantin y un laberinto de
callejuelas, saldría al puente. No se cruzó con nadie y tenía la extraña
sensación de encontrarse solo en la ciudad dormida. En San Luca, pasó por
delante de la farmacia, uno de los pocos lugares que estaban abiertos toda la
noche, además de la estación, donde dormían los sin hogar y los locos.
Ya estaba al borde del agua, con
el puente a la derecha. Qué típicamente veneciano: visto desde lejos, parecía
altivo e ingrávido, pero al acercarte lo veías firmemente asentado en el barro
de la ciudad.
Al otro lado del puente, cruzó el
mercado, ahora desierto. Generalmente, pasar por aquí era un calvario, porque
tenías que abrirte paso a empujones y codazos. La calle estaba abarrotada de
rebaños de turistas que se apretujaban entre los puestos de verduras a un lado
y las tiendas de souvenirs de la peor especie al otro; pero ahora tenía toda la
calle para sí y podía caminar a su aire. Delante de él, en el centro de la
calzada, una pareja se abrazaba pegándose por las caderas, ciegos a la belleza
que los envolvía, pero, quizá, inspirados por ella.
A la altura del reloj, dobló hacia la
izquierda, contento de estar casi en casa. Al cabo de cinco minutos, llegaba a
Biancat, la floristería, su tienda favorita, cuyos escaparates ofrecían todos
los días a la ciudad una explosión de belleza. Esta noche, a través del húmedo
cristal, resplandecían rosas amarillas en grandes cubos y, detrás, se adivinaba
una nube de pálido jazmín. Pasó deprisa por delante del segundo escaparate,
lleno de misteriosas orquídeas, una flor que siempre le había parecido un poco
caníbal.”
Muerte en la Fenice
Donna Leon
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