“Su mente estaba clara como un día de invierno, un día tan
silencioso y sin sombras como cuando acaba de caer la nieve. Penetraban en ella
ruidos estridentes, estrépito de cacharros y gritos. Y esto la asustaba. Era
como el llanto de la cama contigua, que rasgaba la blancura.
Eran muchos los que lloraban donde estaba ella.
Hacía cuatro años que había perdido la memoria Y apenas unos años que había perdido las
palabras. Y ahora veía y oía, pero sin poner nombres a las cosas ni a las
personas, con lo cual éstas y aquéllas perdían sentido.
Acababa de llegar a la tierra blanca donde no existe el tiempo. No
sabía dónde estaba su cama o cuantos años tenía. Pero encontró una manera nueva
de comportarse y de apelar a la compasión con humildes sonrisas. Como una niña.
Y, también como los niños, era muy sensible a los sentimientos, a todo cuanto
vibra sin palabras entre las personas.
Se daba perfecta cuenta de que iba a morir. Y esto era en ella una
consciencia, no una idea.
Eran sus parientes quienes la sostenían.
Su marido venía a verla a diario. Y, con él, su falta de palabras
no le impedía establecer contacte. Su marido tenía más de noventa años, de modo
que también él estaba llegando al límite. Pero él no quería, no quería morir,
ni pensarlo. Como siempre había sabido ejercer un firme dominio de su propia
vida y de la de ella, libraba ahora una dura lucha contra lo inevitable. Le
daba masaje en la espalda, le doblaba y estiraba las rodillas, le leía en voz
alta el periódico del día. Y ella no tenía nada que oponer. Su relación había
sido larga y compleja.
Lo peor, sin embargo, era cuando iba a verla su hija, la que vivía
lejos, en otra ciudad. La vieja, que no tenía idea del tiempo y la distancia,
se llenaba de desasosiego en vísperas de esa visita. Era como si, al amanecer,
al despertar, presintiera la llegada del coche que se comía los kilómetros, y
de la mujer que iba al volante y abrigaba una absurda esperanza.”
Las
hijas de Hanna
Marianne
Fredriksson
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