8 de des. 2014

la barcelona de Méndez

Francisco González Ledesma
"El cementerio de Montjuïc no es como el de Pueblo Nuevo, donde aún se conservan lápidas con poesías, estatuas que lloran y muertos que guardan la última factura de su acreedor o la última carta de su amada. El cementerio de Montjuïc está hecho para muertos al por mayor, para muertos industriales. Ya se ha comido la fachada que da al mar, casi se desploma sobre el Estadio Olímpico y acabará comiéndose todos los pinos de la montaña, a menos que los talen antes para hacer un aparcamiento de coches.
Méndez fue al cementerio aquella tarde. Como hacía cada dos meses, quería visitar la tumba del primer hombre al que mató.
Era una tarde de otoño, triste y suave, donde las lápidas parecían recién lavadas por la lluvia, en el tronco de cada ciprés parecía estar grabado el nombre de una mujer que ya se había ido, y el mar tenía un brillo de plata vieja. No era extraño que Méndez visitase la tumba cada dos meses, puesto que el alquiler del nicho lo pagaba él. Era el último deber que creía tener para con el hombre al que había matado. Se plantaba ante la sepultura, hacía como si rezase una oración, saludaba con una suave inclinación y se iba. Méndez hacía eso porque no era partidario del olvido eterno para con los muertos y porque durante algún tiempo había creído que nadie más que él iría a visitar aquella tumba.
Se equivocaba. Había visto allí flores con cierta frecuencia. En teoría, el muerto no tenía a nadie, pero, por lo que parecía, había alguien que todavía se acordaba de él.
Méndez no imaginaba quién podía ser, pero esa tarde tuvo la oportunidad de descubrirlo. Era una mujer joven, casi una muchacha. La vio depositar una rosa como las que Méndez se había encontrado otras veces, hacer un leve gesto con la cabeza y alejarse con paso firme. Ella no vio al policía porque este se había mezclado intencionadamente con un grupo que asistía a un sepelio. Cuando ella hubo doblado la esquina, Méndez volvió sobre sus pasos y regresó junto a la tumba. Sus ojos se clavaron en la lápida, que decía sencillamente: “FERNANDO VEZ”. Nada de fechas o testimonios de cariño. Cosa lógica, después de todo, porque Fernando Vez había sido un atracador de bancos.
Méndez lo recordaba perfectamente: recordaba aquella mañana, a primera hora, cuando las tiendas estaban todavía a medio abrir. Era ya el sexto atraco de Fernando Vez, quien golpe a golpe había conseguido una auténtica fortuna. Pero todas las carreras tienen un final: esta vez estaba acorralado ante la entrada del banco y se disponía a disparar contra la cabeza del rehén. Méndez estaba seguro de que lo haría.
Claro que lo recordaba. Como en un fogonazo, Méndez oyó su propia voz:
— ¡Suéltalo o te mato!
Méndez nunca hablaba en broma, Méndez era de la vieja escuela del gatillo. Adivinó instantáneamente que el atracador había perdido los nervios y que iba a disparar.
¡BANG!

Lo apuntó al hombro derecho. Méndez podía rememorar la escena a pesar de haber pasado tanto tiempo. Pensó que con eso sería suficiente para que soltase el arma. En cambio, no pensó que su viejo revólver tenía demasiado retroceso y se alzaba mucho al disparar, no pensó que siempre se arrepentiría de aquello, no pensó que se estaba haciendo viejo.
La cabeza de Fernando Vez se había abierto en dos mitades. No pudo disparar al rehén, no pudo ni siquiera darse cuenta de que moría. Soltó su arma y cayó como un fardo.
Méndez recordaba haber pensado entonces: “Si no tiene quien lo entierre, yo le pagaré la tumba”.
El inspector se movió ahora, dejando atrás el cortejo fúnebre en que se había amparado, y regresó junto a la tumba donde descansaba la rosa. Al lado mismo había otro nicho con otra lápida. Y esa sí que tenía inscripción: “GUILLERMO SUÁREZ. INSPECTOR DE POLICÍA. MUERTO EN EL CUMPLIMIENTO DEL DEBER”.
Méndez hundió la cabeza.
No todas las cosas que están escritas tienen por qué ser ciertas, ni siquiera las que están escritas en las lápidas. Guillermo Suárez no había muerto exactamente en el cumplimiento de su deber, aunque tampoco eso era mentira. Había muerto al caer de una ventana durante una operación que en principio no entrañaba peligro.
Pero era un buen hombre, era casi un gran hombre. Los ojos de Méndez, que al fin y al cabo era un sentimental sin futuro, se empañaron ligeramente al recordar al compañero más bueno que había conocido.
Volvió de nuevo la cabeza hacia el mar, que seguía teniendo un brillo de plata vieja. Allí estaba el tiempo, el maldito tiempo que nos mira mientras se diluye en el aire. Guillermo Suárez había querido salvar a Fernando Vez cuando este había salido del reformatorio después de un violento robo. “Tú no tienes familia, muchacho, ni tienes quien te eduque; quizá toda tu vida has necesitado un padre”.
Y así fue como Guillermo Suárez quiso cambiar a Fernando Vez y le permitió vivir en su casa. Así fue como lo quiso convertir en un hombre honrado, así fue como pasó el maldito tiempo.
Méndez volvió a hundir la cabeza.
Por eso él había pagado el entierro, por eso había querido que las dos tumbas estuvieran juntas.
Cuando todo aquello pasó, Vez tenía dieciocho años. Suárez tenía cuarenta, y una mujer de la misma edad.
Ahora Méndez no tuvo bastante con hundir la cabeza; tuvo que cerrar los ojos.
En la tumba de Fernando Vez había siempre una rosa. En la de Guillermo Suárez nunca hubo nada, nunca hubo un recuerdo de nadie. Pero lo más trágico no era eso, lo más trágico era que la mujer que regularmente depositaba flores en la tumba de al lado, en la del atracador, era su propia hija.

Los años, los condenados años lo corrompen todo... Méndez llegó hasta el borde del paseo, encima de otro bloque de nichos, y desde arriba, a mucha distancia, sus ojos de águila aún pudieron distinguir a Lorena Suárez, que a la salida del cementerio se introducía en un coche de lujo. Lorena, que apenas tenía edad para conducir, pero que disfrutaba de un piso propio y una vida llena de pequeños lujos.
Los ojos de Méndez se achicaron, se hicieron duros y fríos. En su cabeza apareció surgiendo del pasado el piso pequeño de la calle de Blay, donde había nacido Lorena Suárez. Recordó el pequeño balcón donde había dos geranios, un rayo de luz y un garabato infantil. Rescató la imagen del bueno de Guillermo Suárez, que leía su periódico mientras disfrutaba de ese pequeño haz de alegría que atravesaba los cristales, y la de su mujer, que tenía unos ojos quietos donde se habían ahogado muchas ilusiones.
Pensó en los dormitorios del pequeño piso que él había conocido, la luz quieta, el silencio que se había ido tragando todas las palabras, y las camas que estaban allí para tapar un secreto. Pensó de nuevo en la mujer de Suárez y en las sábanas que lo ocultan todo. Pensó en Fernando Vez, el atracador juvenil que aún no lo tenía todo perdido. “Estás aquí para educarte y convertirte en un hombre, muchacho.”
Pensó de repente en los dos. En Fernando y la mujer. En la quietud de las tardes de descanso en el balcón mientras una muchacha entona una canción, los años descansan en los portales y el sol acaricia las calles con su lengua.
Sí. Pensó de repente en Fernando y la mujer, en la soledad, en la complicidad de los ojos y en la de los sexos.
Méndez tuvo un estremecimiento.
Ahora lo comprendía todo. Lorena Suárez, la que todos creían hija de Guillermo Suárez, era hija biológica de Fernando Vez, y ella lo sabía. La madre también, claro, pero la madre ya estaba muerta. Y también debió descubrirlo en algún momento el desgraciado policía que acabó arrojándose desde una ventana en acto de servicio. Al menos así revistió de dignidad una muerte a la que debió acudir guiado por el dolor y la vergüenza.
Méndez repasó mentalmente los sucesivos atracos del joven después de irse de la casa; el botín que no fue recuperado jamás; la cómoda posición de la que disfrutaba Lorena Suárez. Todo tenía de repente una sórdida lógica. El mundo es de una crueldad infinita, pensó Méndez. Siempre una flor en una tumba y un pedazo de olvido en la otra.”

Peores maneras de morir
Francisco González Ledesma

 Barcelona, 1927. 
Escriptor i periodista especialitzat en novel·la policíaca

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