Francisco
González Ledesma
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"El cementerio
de Montjuïc no es como el de Pueblo Nuevo, donde aún se conservan lápidas con
poesías, estatuas que lloran y muertos que guardan la última factura de su acreedor
o la última carta de su amada. El cementerio de Montjuïc está hecho para
muertos al por mayor, para muertos industriales. Ya se ha comido la fachada que
da al mar, casi se desploma sobre el Estadio Olímpico y acabará comiéndose todos
los pinos de la montaña, a menos que los talen antes para hacer un aparcamiento
de coches.
Méndez fue al
cementerio aquella tarde. Como hacía cada dos meses, quería visitar la tumba
del primer hombre al que mató.
Era una tarde
de otoño, triste y suave, donde las lápidas parecían recién lavadas por la
lluvia, en el tronco de cada ciprés parecía estar grabado el nombre de una
mujer que ya se había ido, y el mar tenía un brillo de plata vieja. No era
extraño que Méndez visitase la tumba cada dos meses, puesto que el alquiler del
nicho lo pagaba él. Era el último deber que creía tener para con el hombre al
que había matado. Se plantaba ante la sepultura, hacía como si rezase una
oración, saludaba con una suave inclinación y se iba. Méndez hacía eso porque
no era partidario del olvido eterno para con los muertos y porque durante algún
tiempo había creído que nadie más que él iría a visitar aquella tumba.
Se
equivocaba. Había visto allí flores con cierta frecuencia. En teoría, el muerto
no tenía a nadie, pero, por lo que parecía, había alguien que todavía se
acordaba de él.
Méndez no
imaginaba quién podía ser, pero esa tarde tuvo la oportunidad de descubrirlo.
Era una mujer joven, casi una muchacha. La vio depositar una rosa como las que
Méndez se había encontrado otras veces, hacer un leve gesto con la cabeza y
alejarse con paso firme. Ella no vio al policía porque este se había mezclado
intencionadamente con un grupo que asistía a un sepelio. Cuando ella hubo
doblado la esquina, Méndez volvió sobre sus pasos y regresó junto a la tumba.
Sus ojos se clavaron en la lápida, que decía sencillamente: “FERNANDO VEZ”. Nada
de fechas o testimonios de cariño. Cosa lógica, después de todo, porque
Fernando Vez había sido un atracador de bancos.
Méndez lo
recordaba perfectamente: recordaba aquella mañana, a primera hora, cuando las
tiendas estaban todavía a medio abrir. Era ya el sexto atraco de Fernando Vez,
quien golpe a golpe había conseguido una auténtica fortuna. Pero todas las
carreras tienen un final: esta vez estaba acorralado ante la entrada del banco
y se disponía a disparar contra la cabeza del rehén. Méndez estaba seguro de
que lo haría.
Claro que lo
recordaba. Como en un fogonazo, Méndez oyó su propia voz:
— ¡Suéltalo o te mato!
Méndez nunca hablaba en broma, Méndez era de la vieja escuela del
gatillo. Adivinó instantáneamente que el atracador había perdido los nervios y
que iba a disparar.
¡BANG!
Lo apuntó al
hombro derecho. Méndez podía rememorar la escena a pesar de haber pasado tanto
tiempo. Pensó que con eso sería suficiente para que soltase el arma. En cambio,
no pensó que su viejo revólver tenía demasiado retroceso y se alzaba mucho al
disparar, no pensó que siempre se arrepentiría de aquello, no pensó que se
estaba haciendo viejo.
La cabeza de
Fernando Vez se había abierto en dos mitades. No pudo disparar al rehén, no
pudo ni siquiera darse cuenta de que moría. Soltó su arma y cayó como un fardo.
Méndez
recordaba haber pensado entonces: “Si no tiene quien lo entierre, yo le pagaré
la tumba”.
El inspector
se movió ahora, dejando atrás el cortejo fúnebre en que se había amparado, y
regresó junto a la tumba donde descansaba la rosa. Al lado mismo había otro nicho
con otra lápida. Y esa sí que tenía inscripción: “GUILLERMO SUÁREZ. INSPECTOR
DE POLICÍA. MUERTO EN EL CUMPLIMIENTO DEL DEBER”.
Méndez hundió
la cabeza.
No todas las
cosas que están escritas tienen por qué ser ciertas, ni siquiera las que están
escritas en las lápidas. Guillermo Suárez no había muerto exactamente en el
cumplimiento de su deber, aunque tampoco eso era mentira. Había muerto al caer
de una ventana durante una operación que en principio no entrañaba peligro.
Pero era un
buen hombre, era casi un gran hombre. Los ojos de Méndez, que al fin y al cabo
era un sentimental sin futuro, se empañaron ligeramente al recordar al
compañero más bueno que había conocido.
Volvió de
nuevo la cabeza hacia el mar, que seguía teniendo un brillo de plata vieja.
Allí estaba el tiempo, el maldito tiempo que nos mira mientras se diluye en el
aire. Guillermo Suárez había querido salvar a Fernando Vez cuando este había
salido del reformatorio después de un violento robo. “Tú no tienes familia,
muchacho, ni tienes quien te eduque; quizá toda tu vida has necesitado un padre”.
Y así fue como
Guillermo Suárez quiso cambiar a Fernando Vez y le permitió vivir en su casa.
Así fue como lo quiso convertir en un hombre honrado, así fue como pasó el
maldito tiempo.
Méndez volvió
a hundir la cabeza.
Por eso él
había pagado el entierro, por eso había querido que las dos tumbas estuvieran
juntas.
Cuando todo
aquello pasó, Vez tenía dieciocho años. Suárez tenía cuarenta, y una mujer de
la misma edad.
Ahora Méndez
no tuvo bastante con hundir la cabeza; tuvo que cerrar los ojos.
En la tumba
de Fernando Vez había siempre una rosa. En la de Guillermo Suárez nunca hubo
nada, nunca hubo un recuerdo de nadie. Pero lo más trágico no era eso, lo más trágico
era que la mujer que regularmente depositaba flores en la tumba de al lado, en
la del atracador, era su propia hija.
Los años, los
condenados años lo corrompen todo... Méndez llegó hasta el borde del paseo,
encima de otro bloque de nichos, y desde arriba, a mucha distancia, sus ojos de
águila aún pudieron distinguir a Lorena Suárez, que a la salida del cementerio
se introducía en un coche de lujo. Lorena, que apenas tenía edad para conducir,
pero que disfrutaba de un piso propio y una vida llena de pequeños lujos.
Los ojos de
Méndez se achicaron, se hicieron duros y fríos. En su cabeza apareció surgiendo
del pasado el piso pequeño de la calle de Blay, donde había nacido Lorena Suárez.
Recordó el pequeño balcón donde había dos geranios, un rayo de luz y un
garabato infantil. Rescató la imagen del bueno de Guillermo Suárez, que leía su
periódico mientras disfrutaba de ese pequeño haz de alegría que atravesaba los
cristales, y la de su mujer, que tenía unos ojos quietos donde se habían
ahogado muchas ilusiones.
Pensó en los
dormitorios del pequeño piso que él había conocido, la luz quieta, el silencio
que se había ido tragando todas las palabras, y las camas que estaban allí para
tapar un secreto. Pensó de nuevo en la mujer de Suárez y en las sábanas que lo
ocultan todo. Pensó en Fernando Vez, el atracador juvenil que aún no lo tenía
todo perdido. “Estás aquí para educarte y convertirte en un hombre, muchacho.”
Pensó de
repente en los dos. En Fernando y la mujer. En la quietud de las tardes de
descanso en el balcón mientras una muchacha entona una canción, los años
descansan en los portales y el sol acaricia las calles con su lengua.
Sí. Pensó de
repente en Fernando y la mujer, en la soledad, en la complicidad de los ojos y
en la de los sexos.
Méndez tuvo
un estremecimiento.
Ahora lo
comprendía todo. Lorena Suárez, la que todos creían hija de Guillermo Suárez,
era hija biológica de Fernando Vez, y ella lo sabía. La madre también, claro,
pero la madre ya estaba muerta. Y también debió descubrirlo en algún momento el
desgraciado policía que acabó arrojándose desde una ventana en acto de
servicio. Al menos así revistió de dignidad una muerte a la que debió acudir
guiado por el dolor y la vergüenza.
Méndez repasó
mentalmente los sucesivos atracos del joven después de irse de la casa; el
botín que no fue recuperado jamás; la cómoda posición de la que disfrutaba
Lorena Suárez. Todo tenía de repente una sórdida lógica. El mundo es de una
crueldad infinita, pensó Méndez. Siempre una flor en una tumba y un pedazo de
olvido en la otra.”
Peores maneras
de morir
Francisco
González Ledesma
Barcelona,
1927.
Escriptor i periodista especialitzat en novel·la policíaca.
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