“...esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros
pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas
de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron
su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el
jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más
allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas;
un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando
puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el
bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como
instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por
una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos,
pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar
un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder
rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie,
porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía
no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de
la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público,
frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más
que un ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y ciertos escritores
de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas interesantes
y hasta divertidas. No es gracioso que le asesinen por tan poca cosa, y que su
muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización. Y todo esto sigue sin ser
suficiente.
En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea tragedia
pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea piedad e ironía, y puede
ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero por estas calles bajas tiene que
caminar el hombre que no es bajo él mismo, que no está comprometido ni asustado.
El detective de esa clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el protagonista,
lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un
hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien trajinada, un
hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo, y por cierto
que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre de este mundo, y un hombre lo bastante
bueno para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo que
podría seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen.
Si es un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.
Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería detective.
Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un
cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta
con deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la
correspondiente y desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo
consiste en que uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar
haberle conocido. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco
ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los
fingimientos y con desprecio por la mezquindad. El relato es la aventura de
este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le
ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de
conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por derecho propio,
porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera bastantes hombres como él,
creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin embargo no
demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él.”
El simple arte de matar (1950)
Raymond Chandler
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