“...a esta hora de la noche en la que el
resto de la ciudad estaba oscura y dormida. Venecia, que fuera la capital de la
disipación de todo un continente, se había convertido en una ciudad provinciana
y dormilona que, después de las nueve o las diez de la noche, prácticamente
dejaba de existir. Durante el verano, mientras los turistas pagaban y el sol
brillaba, desempolvaba sus fastos de cortesana, pero en el invierno era una
vieja cansada, amiga de acostarse temprano, y dejaba sus calles silenciosas a
los gatos y a los recuerdos.
Pero, para Brunetti, éstas eran las horas en
las que más bella estaba la ciudad, las horas en las que él, veneciano hasta la
médula, podía vislumbrar vestigios de la gloria de antaño. La noche ocultaba el
musgo que cubría las escalinatas de los palazzi del Gran Canal, tapaba las
grietas de las iglesias y disimulaba los desconchados de la yesería de las
fachadas de los edificios públicos. Al igual que muchas mujeres de cierta edad,
la ciudad necesitaba de la penumbra para aparentar la belleza perdida. La barca
que, de día, repartía detergente o coles, por la noche, era una forma nebulosa
que navegaba hacia un destino misterioso. Las nieblas, tan frecuentes en estos
días invernales, transformaban a personas y objetos y hasta podían convertir a
los adolescentes melenudos que vagaban por las calles compartiendo un
cigarrillo en misteriosos fantasmas del pasado.
El comisario levantó la mirada a las
estrellas, que se veían claramente sobre la calle sin iluminar, y percibió su
belleza.”
Muerte en la Fenice
Donna Leon
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