Raymond Chandler escribió un relato que titulaba: “El hombre que amaba a los perros”. En el
mismo contaba la historia de un asesino
profesional que sentía una extraña predilección por los canes y que es el
relato que Iván Cárdenas, el escritor protagonista de la novela de Padura, está
leyendo en un atardecer de marzo de 1977 en la playa cubana de Santa María del
Mar cuando se cruza en su vida Jaime López, que pasea en ese momento a dos
espléndidos galgos rusos y que Iván bautizará como el hombre que amaba a los
perros.
“En 1932 Raymond
Chandler tiene 44 años, está casado con una mujer que le lleva dieciocho y
le han despedido de su trabajo por tener problemas con la bebida y
complicaciones con las secretarias.
Decide aprovechar la ocasión para cambiar de vida e intentar una vez más una
carrera literaria en la que también había fracasado. Empieza a escribir un tipo
diferente de literatura del que antes había intentado. Se trata de narraciones
policíacas al estilo de las de Dashell Hammett. En diciembre de 1933 publica su
primer cuento en Black Mask, la
mejor de las revistas baratas de gran tirada especializadas en narraciones
policíacas .A lo largo de su carrera, Chandler escribe veintitrés cuentos en
revistas especializadas, pero sólo
quince se editan en forma de libro durante la vida de su autor, tanto en El simple arte de matar (1950), como en
otras colecciones. Las ocho restantes únicamente se editan en forma de libro en
1964, cinco años después de su muerte. La razón de este hecho reside en la poca
imaginación de Chandler, en las múltiples dificultades que tiene para escribir
y en su extremada honradez, que sucesivamente le llevan a utilizar estos ocho
cuentos como parte de sus tres primeras novelas y a creer que es una
deshonestidad su reedición.
El sueño
eterno (1939), su primera novela,
se basa en Asesino en la lluvia
(1935) y El telón (1936). Su segunda
novela, Adiós, muñeca (1940), se
apoya en El hombre que amaba los perros
(1936), ¡Busquen a la muchacha! (1937)
y El jade del mandarín (1937). Y La dama del lago (1943), su cuarta
novela, pero comenzada a escribir en tercer lugar, está integrada por Bay City Blues (1938), La dama del lago (1939) y No hubo crimen en las montañas (1941).
{Aquí se
publicó en 1978, los cinco primeros cuentos} bajo el título genérico Asesino en
la lluvia, con una introducción de Philip Durham (…) y descubre al estudioso la compleja forma de
escribir de Chandler.
Cada uno de estos cuentos es un borrador para sus
novelas, donde ensaya métodos narrativos, siempre en torno a un punto de vista
único ostentado por un narrador, y prueba nombres para ese narrador, que
sucesivamente pasa de ser anónimo a llamarse Carnady, John Dalmes, John Evans
para terminar llamándose Philip Marlowe, al tiempo que es un terreno de cultivo
donde se va forjando su personalidad. Mucho más lejos que esto, las tres
novelas citadas no sólo se apoyan en los cuentos indicados, parten de sus
tramas para agrandarlas y enriquecerlas, sino que en una complicadísima
operación especialmente reagrupan varios personajes en uno, entremezclan
capítulos enteros de diferentes cuentos con otros nuevos, hasta alcanzar un
resultado que es la suma de los cuentos iniciales con unos pocos elementos
nuevos.
Los resultados conseguidos en estos primeros
cuentos de su carrera literaria son muy homogéneos. Son muy iguales, denotan un
alto grado de profesionalidad y, como queda indicado, tienen un parentesco
directo con sus novelas. En ellos aparece su peculiar forma narrativa, aunque
esté en embrión su particular y hábil manera de dialogar y, lo que es más
importante, la personalidad de Marlowe todavía no existe. El alto grado de
nostalgia que emana de ese particular detective, que trabaja por muy poco
dinero, que recibe grandes palizas en su intento de ayudar a cuantos le
reclaman y que tanto al final como durante el transcurso de sus aventuras se
encuentra solo -en gran medida transposición de la personalidad del propio
Chandler y máximo atractivo de sus novelas-, no aparece, se está fraguando y
todavía no ha llegado al papel.”
Augusto
Martínez Torres
El
País, 4 de octubre de 1978
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