“Al fin he podido leer la papelería de Iván. Más de quinientos folios mecanografiados, plagados
de tachaduras y añadidos, pero cuidadosamente
ordenados en tres sobres de Manila que también había rotulado con mi nombre
completo: Daniel Fonseca Ledesma, como para evitar la menor confusión.
Mientras iba leyendo, sentía cómo el propio Iván salía de su piel
y dejaba de ser una persona que escribía para convertirse en un personaje
dentro de lo escrito: en su historia, mi amigo emerge como un condensado de
nuestro tiempo, como un carácter a veces exageradamente trágico, aunque con un indiscutible aliento de
realidad. Porque el papel de Iván es el representar a la masa, a la multitud
condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una
generación y como prosaico resultado de una derrota histórica.
Aunque traté de evitarlo, y
me revolví y me negué, mientras leía fui sintiendo cómo me invadía la
compasión. Pero solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece, y
mucha: la merece como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas
cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los
manipulan hasta hacerlos mierda. Ése ha
sido nuestro sino colectivo, y al carajo
Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía
que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas
sociales y suprahumanas. ¿ÍY las
personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron
a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños,
vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía
pervertida?”
El hombre que amaba a los perros
Leonardo Padura
Tusquets, Barcelona 2011
Pág. 569-570
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