“Un frío brutal inunda por completo al señor Bark. Se queda
paralizado unos segundos, durante los cuales vuelve a ver el accidente, la
sonrisa del señor Taolai, el coche abalanzándose hacia él, golpeándolo con violencia
pese al frenazo, el impacto, el anciano volando por los aires y aterrizando
pesadamente en el suelo con un ruido de madera partida.
El señor Bark tiembla. Los curiosos se arremolinan alrededor del
cuerpo. El conductor permanece en el coche, anonadado. El señor Bark echa a correr,
aparta a los mirones, se abre paso entre la gente con gestos exasperados...
Llega junto a su amigo. El anciano está tumbado sobre un costado, encogido. La
bata azul, extendida a ambos lados de su cuerpo, parece la corola de una enorme
flor. Junto a ella, un saquito de tela desgarrado ha derramado sobre el asfalto
una tierra oscura y porosa. También hay una fotografía, sin duda caída de un
bolsillo, que el señor Bark reconoce.
Cae de rodillas y recoge la fotografía. Le gustaría coger a su
amigo en brazos, hablarle, decirle que aguante, que la ambulancia está en
camino, que se lo llevaran, lo cuidarán, lo curaran, que pronto podrán reanudar
sus paseos, ir a restaurantes, a la orilla del mar, al campo, que jamás se
separaran, lo jura.
Los ojos del señor Taolai están cerrados. De una herida invisible
en la parte posterior del cráneo le mana un poco de sangre, que sigue la
pendiente de la calzada como un vacilante arroyo y acaba separándose en cinco
hilillos distintos: parece el esbozo de una mano con sus cinco dedos. El señor
Bark contempla esa mano que fluye y dibuja la vida de su amigo, la vida que
abandona su cuerpo. Curiosamente, ver el dibujo que traza la sangre del señor
Taolai sobre el asfalto le recuerda vagamente un sueño que tuvo unas noches
antes, un sueño que trataba de un bosque, de una fuente, de un atardecer, de
agua fresca y olvido.
Posa la mano en el hombro del anciano, como tantas veces antes, y
se queda así un largo momento. Muy largo. Nadie se atreve a molestarlo. Luego
se levanta lentamente. Los curiosos lo miran intrigados. Retroceden. Y cuando
uno de ellos se aparta como lo haría ante algo muy bello y luminoso, el señor
Bark ve a sus pies a Sandiú, la preciosa muñequita de la que su
amigo el señor Taolai jamás se separaba y a la que dedicaba todo su tiempo y
todas sus atenciones, como si se tratara de una niña de carne y hueso. Se le
encoge el corazón al contemplar la muñeca de hermoso cabello negro. Lleva el
vestido que le había regalado a su amigo para ella y tiene los ojos muy
abiertos. No se ha hecho nada. Ni un rasguño. Solo parece un poco asombrada y
expectante.
El hombre gordo se agacha y la recoge con cuidado.
—Sandiú —le murmura al oído sonriendo, pese a que las lágrimas
empiezan a nublarle los ojos. Luego se acerca a su amigo, se arrodilla de nuevo
y le coloca la muñeca en el pecho. La sangre ha dejado de manar. El señor Bark
cierra los ojos. De pronto siente un inmenso cansancio, un cansancio como no ha
sentido jamás. Mantiene los ojos cerrados. No tiene ganas de volver a abrirlos.
Qué dulce es la noche, la noche de la mirada... Qué bien se está. Ojalá durará.
Ojalá no acabará.
—Sang Diu... Sang Diu...
El señor Bark sigue con los ojos cerrados.
—Sang Diu... Sang Diu...
Oye la voz perfectamente, pero se dice que es un sueño. Y no
quiere que acabe.
—Sang Diu... Sang Diu...
La voz no calla. Al contrario, se hace más fuerte. Incluso suena
dichosa. El señor Bark abre los ojos. Junto a él, el anciano lo mira y sonríe.
Rodea con los brazos a Sang Diu, le acaricia el pelo con una mano mientras
tiende la otra ansiosamente hacia su amigo. Trata de levantar la cabeza.
— ¡No se mueva, señor Taolai! ¡Sobre todo, no se mueva! —exclama
el señor Bark, y suelta una gran carcajada, una carcajada tan grande como él,
una carcajada interminable—. ¡La ambulancia llegará enseguida, no se mueva!
El anciano ha comprendido. Vuelve a posar la cabeza en el asfalto
suavemente. El hombre gordo le coge la mano. El calor que le llega a través de
ella es maravilloso. Al señor Bark le dan ganas de abrazar a todo el mundo, a
todos aquellos desconocidos con los que unos momentos antes se habría liado a puñetazos.
Su amigo está vivo. ¡Vivo! Sí, se dice, puede que la vida sea también esto. De
vez en cuando un milagro, oro y risas, y de nuevo la esperanza cuando crees que
a tu alrededor todo es destrucción y silencio.
Cae la tarde. El cielo tiene un tono lechoso oscuro y acariciante.
El señor Linh siente el liviano peso de Sang Diu sobre su pecho y tiene la
sensación de que le trasmite sus jóvenes fuerzas. Se siente renacer. No será un
maldito coche lo que acabe con él. Ha sobrevivido al hambre y la guerra. Ha
cruzado los mares. Es invencible. Posa los labios en la frente de la pequeña.
Ha encontrado a su amigo. Le sonríe. Le dice buenos días varias veces. El señor
Bark le responde « ¡Buenos días! ¡Buenos días!», y esas palabras repetidas se
convierten en una especie de canción interpretada a dúo.
Llegan los enfermeros, se abren paso hasta el accidentado y lo
colocan en la camilla con extremo cuidado. El anciano no parece sentir dolor.
Los camilleros se lo llevan a la ambulancia. El señor Bark le coge la mano sin
dejar de hablarle. Es el comienzo de una primavera muy hermosa. Los primeros
días. El anciano mira a su amigo y le sonríe. Estrecha la hermosa muñeca entre
sus delgados brazos, la estrecha como si su vida dependiera de ello, la
estrecha como estrecharía a su nieta, silenciosa, tranquila y eterna, una hija
del alba y de oriente.
Su única nieta.
La nieta del señor Linh.”
La nieta del señor Linh
Philippe Claudel
Salamandra, Barcelona, 2008
Págs. 122-126
hope she died
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