“Un anciano
en la popa de un barco. En los brazos sostiene una maleta ligera y a una
criatura, todavía más ligera. El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe,
porque el resto de las personas que lo sabían están muertas.
De pie en la
cubierta, ve alejarse su país, el país de sus antepasados y sus muertos,
mientras la criatura duerme en sus brazos. El país se aleja, se hace infinitamente
pequeño, y el señor Linh lo ve desaparecer en el horizonte durante horas, pese
al viento que sopla y lo zarandea como a una marioneta.
El viaje dura
mucho tiempo. Días y días. Y el anciano pasa todo ese tiempo en la popa del
barco, con la mirada puesta en la estela blanca que acaba fundiéndose con el
cielo, escrutando la lejanía en busca de la orilla invisible.
Cuando
quieren hacerlo entrar en su camarote, se deja llevar sin decir nada, pero poco
después vuelven a verlo en la cubierta, con la pequeña maleta de cuero a sus
pies, agarrado a la borda con una mano y sujetando al bebé con la otra.
Una correa
rodea la maleta para evitar que se abra, como si en su interior hubiera cosas
de mucho valor. En realidad sólo contiene ropa usada, una fotografía casi
borrada por el sol y un saquito de tela en que el anciano ha metido un puñado
de tierra. Eso es todo lo que pudo llevarse. Y al bebé, claro. Es un bebé
tranquilo. Una niña. Cuando el señor Linh subió a bordo con una multitud de
gente parecida a él, hombres y mujeres que lo habían perdido todo, que fueron
reagrupados a toda prisa y se dejaron conducir, la niña tenía seis semanas.
Seis semanas.
Lo mismo que dura el viaje. Así que cuando el barco llegue a su destino la niña
tendrá el doble de edad. Y el anciano, la sensación de haber envejecido un
siglo.
A veces le
susurra una canción, siempre la misma, y la niña abre los ojos, y también la
boca. El anciano la mira y ve algo más que el rostro de una recién nacida. Ve
paisajes, mañanas luminosas, el lento y apacible paso de los búfalos por los
arrozales, las alargadas sombras de los enormes banianos a la entrada de su
aldea, la bruma azulada que desciende de las colinas al atardecer, como un chal
deslizándose lentamente por unos hombros...
La leche que
le da a la niña le rebosa de los labios. El señor Linh todavía no tiene
costumbre. Es torpe. Pero la niña no llora. Vuelve a dormirse, y él sigue contemplando
el horizonte, la espuma de la estela y la lejanía, en la que hace mucho que no
ve nada.
Por fin, un
día de noviembre, el barco llega a su destino. Pero el anciano no quiere bajar.
Abandonar el barco es como abandonar definitivamente lo que todavía lo une a su
tierra. Así que dos mujeres lo acompañan al muelle con gestos suaves, como si
se tratara de un enfermo. Hace mucho frío y el cielo está encapotado. El señor
Linh aspira el olor del nuevo país. No huele nada. No hay ningún olor. Es un
país sin olor. Aprieta a la niña contra su pecho y le canta al oído la canción.
En realidad, también la canta para él, para oír su propia voz y la cadencia de
su lengua.
El señor Linh
y la niña no están solos. En el muelle hay centenares de personas como ellos.
Viejos y jóvenes esperando dócilmente, junto a su escaso equipaje, a que les
digan adónde ir y pasando un frío como nunca han pasado. Nadie habla. Son
frágiles estatuas de rostro triste que tiritan en absoluto silencio.
Una de las
mujeres que lo ha ayudado a bajar del barco vuelve a acercarse a él. Le hace
señas de que la siga. El anciano no entiende sus palabras, pero sí sus gestos.
Le enseña la niña. Ella lo mira, parece dudar y por fin sonríe. El anciano se
pone en marcha y la sigue.
Los padres de
la niña eran los hijos del señor Linh. El padre de la niña era su hijo.
Murieron durante la guerra que asola el país desde hace años. Una mañana fueron
a trabajar a los arrozales, con la niña, y por la noche no volvieron. El
anciano corrió a buscarlos. Llegó jadeando al arrozal. Ya no era más que un
enorme agujero lleno de lodo, y al lado vio un búfalo despanzurrado, con el yugo
partido en dos como una brizna de paja. También vio el cuerpo de su hijo y el
de su nuera, y un poco más lejos a la niña, envuelta en sus pañales, con los
ojos muy abiertos e ilesa, y a su lado una muñeca, su muñeca, tan grande como
ella, pero decapitada por un trozo de metralla. La niña tenía diez días. Sus
padres le habían puesto Sang Diu, que en el idioma del país quiere decir
«Mañana dulce». Le habían puesto ese nombre y luego habían muerto. El señor
Linh recogió a la niña. Y se fue. Decidió irse para siempre. Por la niña.”
La nieta del señor Linh
Philippe Claudel
Salamandra, Barcelona, 2008
Págs. 9-12
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