“Confesiones de una máscara
viene a ser una autobiografía apasionada y catártica, en la que se descubren
las esencias ocultas del joven autor: el sadismo, la homosexualidad... Asimismo,
delata una fuerte influencia de una obra de Osamu Dazai editada un año atrás, Ya no humano, la novela-confesión de un hombre frustrado que
orienta sus pasos hacia el nihilismo en el Japón de la posguerra.
Dazai (1909-1948) y Mishima parecen hijos de un mismo y terrible avatar.
Ambos se mostraban descontentos con la democracia impuesta por los americanos
tras la derrota, con un Emperador que había dejado de ser el descendiente de la
diosa Amaterasu para transformarse en un simple mortal. En esto, curiosamente, chocaban
con la mayoría del pueblo japonés, encantado con el nuevo régimen de libertad y
creciente bienestar del que ahora disfrutaban.
De igual modo, ambos trataron en su obra el declinar del viejo orden: Dazai
desde su izquierdismo militante, Mishima desde su heterodoxia, ya teñida de imperialismo.
Ambos eligieron, en suma, la misma estética de la autodestrucción, si bien
Dazai prefirió el alcohol y las drogas a la férrea disciplina practicada por su
admirador.
En todo caso, el suicidio de Osamu Dazai, luego de cuatro intentos frustrados,
influyó decisivamente en el ánimo de Mishima, el único con los arrestos
suficientes para criticar el estilo del reverenciado autor de obras como Tsugaru o Los cien paisajes del monte Fuji cuando éste se encontraba
completamente alcoholizado. Cuentan los testigos que el joven Mishima miró
gravemente a los ojos del maestro para decirle: “Señor Dazai, a mí no me gusta
su literatura”. Quizá en ese instante Mishima no fue del todo sincero, pero su
reacción es comprensible, sobre todo si se tiene en cuenta que el lamentable
estado del maestro Ozamu le repelió sobremanera. Tanto es así que a partir de
entonces se mostró cada vez más resuelto en la idea de alcanzar la sublimidad
estética a través del sacrificio honorable.
Mishima concluye en 1950 Sed de amor.
El elogio de la crítica es generalizado. Un año más tarde, publica Colores prohibidos e inicia el que será
su primer viaje a Occidente gracias al apoyo del diario Asahi Shimbun. A su regreso, Mishima es un hombre nuevo, inquieto
por alcanzar el éxito literario, pero también por cultivar su físico y
mostrarlo como una obra de arte más. De ahí en adelante, frecuenta los
gimnasios y practica el culturismo con auténtica devoción.
Escribe El pabellón de oro
cuando ya sus obras conocen varias traducciones. Por la misma época, sus lazos
con el teatro se estrechan, y no ceja en su empeño de revitalizar el clásico
Nō.
Fruto de su matrimonio con Yoko
Sugiyama, nace su primera hija, Noriko.
Mishima inicia por esta época un disciplinado entrenamiento en el arte del
kendo, la esgrima japonesa.
En la sociedad japonesa, se inicia un periodo de conflictos y revueltas que
produce en Mishima reacciones de particular agudeza: a obras como Después del banquete siguen otras como Patriotismo, la estremecedora narración
de los últimos momentos del teniente Shinji Takeyama, muerto según el ritual
del seppuku en presencia de su esposa Reiko.
Por donde quiera que vaya, la polémica acompaña al escritor, tanto por su heterodoxia
política, siempre incomprendida, como por su exhibicionismo provocador. Escribe
sus artículos en la revista Hihyō a
lo largo del año 1965. Es precisamente uno de los colaboradores habituales de
la publicación, el extraño Rintarō Nichinuma,
quien señala a Mishima un camino ya intuido por él: “Muérase –le dice–. Su
literatura debe alcanzar la perfección absoluta mediante el suicidio”.
Mishima conoce su candidatura al premio Nobel cuando prepara el primer
volumen de la tetralogía El mar de la
fertilidad. Son momentos de renovada inquietud política para el escritor;
sus amigos Seiji Tsutsumi y Kôshiro Izawa llegan a escucharle que
planea presentarse a las elecciones.
Hastiado de los círculos literarios en Japón, decide viajar a la India en
compañía de su mujer. En una tierra de maestros del misticismo y de terribles
injusticias sociales, Mishima prefiere la compañía de los militares hindúes de
alta graduación, interesado por conocer los secretos de la organización
castrense.
A Mishima le aguardan en Tokio los jóvenes y desquiciados guerreros que
integran su ejército particular, la Sociedad
del Escudo. Ni que decir tiene que los escritores más sensatos observan a
esta organización radical con desdén e incomodidad. Comienza el año 1968, y
Mishima se enfrasca en la lectura de textos clásicos del Confucianismo como Nihon Yōmeigaku No Tetugaku, del filósofo Tetsujiro
Inoue. Apenas un año más tarde dirá a Izawa: “Ya no quiero el premio Nobel
y tampoco necesito puesto honorario alguno. No es época de desear cosas así”.
Defiende en un simposio organizado por la Nihon Bunka Kaigi la ponencia
titulada Ciudadano y sociedad: Ilusión
de una nación sin poder. La tesis alrededor de la que articula su discurso
propone una sociedad en la que la iniciativa individual esté garantizada. Según
Mishima, cuando los poderes materiales alcanzan la psicología profunda de los
individuos, todo el sistema se escora hacia el desastre. Como ejemplo de
fracaso en este sentido el escritor propone los Estados Unidos, aunque bien
sabe que su propio país camina en una dirección similar.
El 6 de marzo de 1970, envía una carta demencial a Fusao Hayashi en la que dice: “Con esta paz me parece que Japón
comienza a dormirse. Si el país, tal como imagino, descuida lo esencial y se
torna un Japón enmascarado, la fisonomía del verdadero Japón se olvidará. Esto
es algo que me duele en lo más hondo”. ¿Acaso Mishima cree que una actitud
belicosa es la única forma de expresar la esencia japonesa? Algo de ello hay en
su pensamiento, sin duda, aunque sus conciudadanos no estén por la labor.
Desde hace unos meses, ha unido su destino al de su obra magna, El mar de la fertilidad. La última
entrega llegará a la editorial el mismo día de su muerte. Impulsado por vientos
de otra era, Mishima ultima junto a algunos miembros de la Sociedad del Escudo
los preparativos del que será su drama final. En la mañana del 25 de noviembre,
el maestro y tres de sus discípulos –entre ellos Masakatsu Morita, el amante de Mishima– entran en el despacho del
general de las Fuerzas de Defensa, Mashita.
Inmovilizan al militar y exigen que Mishima sea escuchado. Desde el parapeto
del cuartel, observado por una multitud de curiosos asombrados, el escritor
comienza un delirante discurso que será silenciado por los constantes insultos
de los soldados de la guarnición.
Oídos por los japoneses del momento –tan moderados como conservadores– las palabras
de Mishima suenan a proclama destemplada: habla de heroísmo exaltado, de
lealtad al Emperador y de orgullo nacional. Finalmente, las burlas del público hacen
mella en su ánimo. Es entonces cuando el escritor decide poner fin a la estremecedora
representación mostrando la sinceridad de su espada. Hunde el filo en su
vientre, pero la muerte tarda demasiado en llegar. En el éxtasis del dolor, su
cabeza se desprende gracias al oportuno tajo que le propina uno de sus
asistentes.
Mishima ha sido tachado, antes y después de su muerte, de fanático ultraderechista.
Desde el punto de vista político, su postura inquieta mucho a los liberales
japoneses, y también disgusta profundamente a la derecha moderada.
En todo caso, la auténtica fuente de inspiración ideológica de Mishima no
es el fascismo italiano, como tampoco lo es el nacionalsocialismo –pese a sus
simpatías por alguna sociedad germanófila durante su juventud– o el
neoimperialismo asumido por algunos japoneses desde la posguerra. Muy al
contrario, las ideas que iluminan el pensamiento de Mishima proceden de un tiempo
anterior a la llegada de los occidentales, cuando la clase guerrera nipona aún
seguía el dictado de Confucio: “Conocer aquello que es justo y no hacerlo demuestra
la falta de valor”.
Hijos de una educación espartana, aquellos samurais seguían los preceptos
del Bushido, el código caballeresco
vigente en las islas hasta el periodo de apertura a Occidente. En el combate,
los caballeros no sólo medían su valentía con el acero; también tenían
oportunidad de mostrar su talla espiritual y aun intelectual. Así ocurrió, por
ejemplo, en la batalla del río Koromo, a fines de siglo XI. Sadato, jefe del
Ejército del Este, huía acosado por Yoshile, general enemigo, cuando éste le
advirtió del deshonor en que estaba cayendo. Recitó Yoshile un verso y Sadato, volviendo
grupas su caballo, le respondió con otro aún más hermoso. Después de esto,
Yoshile, emocionado por el temple de su contrincante, dejó partir a Sadato. Hermoso,
¿no es cierto? Por supuesto, este tipo de planteamientos se mueven en el campo
del imaginario colectivo. Dicho de otro modo: es como si un escritor occidental
creyera en las bondades del código caballeresco que reflejan las novelas del
Ciclo Artúrico.
Pese a las desigualdades sociales y a la pobreza generalizada, este
espíritu se mantuvo vivo en la fantasía de Japón hasta el fin de la Segunda
Guerra Mundial gracias al Hagakure,
una obra debida a quien fuera asistente de Nabeshima Mitsushigue hasta 1700, el
maestro Jōchō Yamamoto (1659-1719). Era
el jefe de los Nabeshima nieto del gran samurai Naoshigue, héroe de la batalla de
Sekigahara y fundador del clan. Muerto Mitsushigue, quiso Yamamoto seguir su señor
en el último viaje, pero le fue negado el privilegio del seppuku, y por ello resolvió
hacerse monje. Y fue precisamente en su retiro de Kurotshi Baru donde un
pupilo, Tashiro Tsuramoto, recogió sus palabras a lo largo de siete años hasta
completar el Hagakure, el breviario de ética samurai que siglos después guiaría
la vida de Yukio Mishima.
De toda su obra, tres son los textos que nacen con una mayor influencia de
las enseñanzas del Hagakure. A saber: Colores
Prohibidos (1951), Las vacaciones
del novelista (1955) y Sobre el
Hagakure (1967). Pero si en el grueso de su obra esta contribución se
revela sólo tangencialmente, en la vida de Mishima la inspiración del Hagakure
es una constante casi obsesiva… como bien puede desprenderse sus palabras: “El
shogun Teika Fujiwara dice que el verdadero camino de la poesía supone cuidarse
a uno mismo. Con otras palabras: el auténtico sentido del arte es la vida
misma”.
El escritor confesó por vez primera en público su devoción por el texto de Yamamoto
en Las vacaciones del novelista, un
artículo vehemente, deudor de aquellos apasionantes comentarios sobre el
Bushido que en 1900 escribió Inazo Nitobe.
“Comencé a leer el Hagakure –dice Nitobe– durante la guerra, y todavía hoy lo
leo de cuando en cuando. Es un libro extraño de una moralidad sin par; su
ironía no es la deliberada ironía de un cínico sino una ironía que surge
naturalmente de la diferencia entre el conocimiento de la propia conducta y la
decisión a tomar”.
En Sobre el Hagakure Mishima
defiende la idea de sobresalir en la pluma y la espada. El escritor sospecha
que en toda obra literaria “se oculta siempre un punto de cobardía”, por lo que
resuelve experimentar en la realidad todo lo que hasta entonces sólo se ha
atrevido a plasmar en sus obras. “El mundo espontáneo y hermoso del Hagakure
–dirá– siempre remueve la ciénaga literaria”. Hasta el último día de su vida,
Mishima tendrá siempre presente la regla sagrada, feroz y ciega del código de
Yamamoto: “Cuando hay que decidir entre una opción de vida y una opción de
muerte, debemos escoger siempre la muerte”.
por Guzmán Urrero
1/5/2008
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