“Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva.
Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la
nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza
ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre
con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su
propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal
y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones
diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa
mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de
un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo
por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que
las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han
estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el
sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico al que él había
llegado, por así decirlo, a contracorriente.
Pero la dificultad aún crece más — sean cuales sean el país y la
civilización de que se trate— cuando la vida del escritor ha sido tan variada,
rica, impetuosa y a veces tan sabiamente calculada como su obra, que tanto en
la una como en la otra advertimos los mismos fallos, las mismas marrullerías y las
mismas taras, pero también las mismas virtudes y, finalmente, la misma grandeza.
Inevitablemente se establece un equilibrio inestable entre el interés que
sentimos por el hombre y el que sentimos por su obra. Ya se acabó el tiempo en
que se podía saborear Hamlet sin preocuparse mucho de Shakespeare: la burda
curiosidad por la anécdota biográfica es un rasgo de nuestra época, decuplicado
por los métodos de una prensa y de unos media que se dirigen a un público que
cada vez sabe leer menos. Todos tendemos a tener en cuenta, no solamente al
escritor, que, por definición, se expresa en sus libros, sino también al
individuo, siempre forzosamente difuso, contradictorio y cambiante, oculto aquí
y visible allá, y, finalmente —quizás sobre todo— al personaje, esa sombra o
ese reflejo que el propio individuo (y éste es el caso de Mishima) contribuye a
proyectar a veces, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los
cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es
el de cualquier vida.
Hay ahí muchas posibilidades de errores de interpretación. Hagamos caso omiso
de ellas, pero recordemos siempre que la realidad central hay que buscarla en
la obra: en ella es donde el escritor ha preferido escribir, o se ha visto
forzado a escribir, lo que al fin y al cabo importa. Y, sin duda alguna, la muerte
tan premeditada de Mishima es una de sus obras. Sin embargo, una película como Patriotismo,
un relato como la descripción del suicidio de Isao en Caballos desbocados,
proyectan su luz sobre el final del escritor y lo explican en parte, mientras
que la muerte del autor a lo sumo autentifica las obras sin explicarlas.
Es indudable que algunas anécdotas de infancia y de juventud, al parecer reveladoras,
merecen ser retenidas en un breve sumario de esta vida, pero esos episodios
traumatizantes nos llegan en su mayor parte a través de Confesiones de una máscara
y se encuentran también, diseminadas con formas diferentes, en unas obras
novelescas más tardías, elevadas al rango de obsesiones o de puntos de partida
de una obsesión inversa, definitivamente instaladas en ese poderoso plexo que
rige todas nuestras emociones y todos nuestros actos. Interesa ver cómo esos
fantasmas crecen y decrecen en la mente de un hombre igual que las fases de la
luna en el cielo. Y es indudable que algunos relatos contemporáneos más o menos
anecdóticos, algunos juicios emitidos en vivo, como una instantánea imprevista,
sirven a veces para completar, para verificar o contradecir el autorretrato que
el propio Mishima ha hecho de esos incidentes o de esos momentos-choque.
Sólo a través del escritor podemos oír sus vibraciones profundas, como cada
uno de nosotros oye desde dentro su voz y el rumor de su sangre. Lo más extraño
es que muchas de esas crisis emocionales del niño o del adolescente Mishima
nacen de una imagen sacada de un libro o de una película occidental a los que
el joven japonés, nacido en Tokyo en 1925, se abandonó. El muchachito que se
deshace de una bella ilustración de su libro de estampas porque su criada le
explica que se trata, no de un caballero, como él cree, sino de una mujer
llamada Juana de Arco, experimenta el hecho como engaño que le ofende en su
masculinidad pueril: lo interesante para nosotros es que fuese Juana la que le
inspiró esa reacción, y no una de las numerosas heroínas del Kabuki disfrazada
de hombre. En la famosa escena de eyaculación ante una fotografía del San Sebastián
de Guido Reni, el excitante hallado en la pintura barroca italiana se comprende
tanto mejor cuanto que el arte japonés, incluso en sus estampas eróticas, nunca
conoció como el nuestro la glorificación del desnudo. Aquel cuerpo musculoso,
pero en el límite de sus fuerzas, postrado en el abandono casi voluptuoso de la
agonía, no lo habría dado ninguna imagen de un samurai entregado a la muerte:
los héroes del Japón antiguo aman y mueren con su caparazón de seda y de acero.
Otros recuerdos-choque son, por el contrario, exclusivamente japoneses. Mishima
no olvida el del bello «cosechador del suelo nocturno», eufemismo poético que
quiere decir vendimiador, figura joven y robusta que desciende por la colina
con el resplandor del sol poniente. «Esta imagen es la primera que me atormentará
y la que me ha aterrado toda la vida». Y el autor de Confesiones de una máscara
probablemente no se equivoca al unir el eufemismo mal explicado al niño con la
noción de no sabemos qué Tierra a la vez peligrosa y divinizada.
Pero cualquier niño europeo podría
enamorarse de la misma manera de un sólido jardinero cuya actividad totalmente
física y cuyas ropas, que permiten adivinar las formas del cuerpo, le alejan de
una familia demasiado correcta y demasiado estirada. Tiene un sentido análogo,
pero turbador como la embestida que describe, la escena del hundimiento de las
verjas del jardín, un día de procesión, por los jóvenes portadores de
palanquines cargados de divinidades shinto, bamboleadas de un lado a otro de la
calle sobre aquellos hombros vigorosos; el niño, confinado en el orden o en el
desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre
él el gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando
para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta
entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que
reaparecerán después con la forma del «Dios Salvaje» que se encarna en el Isao
de Caballos desbocados y, más tarde, en El ángel podrido, hasta que la
visión del gran vacío búdico lo borra todo.
Ya en su novela de principiante, La sed de amar, cuya protagonista es
una joven medio loca de frustración sensual, la enamorada se arroja durante una
procesión orgiástica y rústica sobre el torso desnudo de un joven jardinero y halla
en ese contacto un momento de violenta felicidad. En Caballos desbocados ese
recuerdo reaparece también, con mayor evidencia, aunque decantado, casi
fantasmal, como esos crocos de otoño cuyas flores brotan abundantemente en
primavera y reaparecen luego, inesperadas, menudas y perfectas, al final del
otoño, en forma de muchachos que sacan y extienden con Isao unas carretadas de
lirios sagrados en el recinto de un santuario, y que Honda, el mirón-vidente, contempla, como el propio Mishima, a través de
una perspectiva de más de veinte años.
En ese tiempo, el autor había experimentado una vez en persona ese delirio
de esfuerzo físico, de fatiga, de sudor, de enmarañamiento gozoso en una multitud,
cuando decidió colocarse la faja frontal de los portadores de palanquines
sagrados durante una procesión. Una fotografía nos lo muestra muy joven
todavía, y por una vez sonriente, con el kimono de algodón abierto por el
pecho, igual en todo a sus compañeros de carga. Sólo un joven sevillano de hace
algunos años, en la época en que el turismo aún no había ganado por la mano a la
fiebre religiosa, habría podido sentir
la misma embriaguez enfrentando, en una de las blancas calles andaluzas, el
paso de la Macarena con el de la Virgen de los Gitanos. De nuevo aparece la
misma imagen orgiástica de Mishima, aunque esta vez descrita por un testigo,
durante uno de los primeros grandes viajes del escritor, perplejo dos noches
seguidas ante el magma humano del Carnaval de Río, y no decidiéndose hasta el
tercer día a sumergirse en aquella muchedumbre enroscada y amasada por la
danza. Pero aún es más importante el momento inicial de rechazo o de miedo vivido
por Honda y Kioyaki, cuando huyen ante los gritos salvajes de los esgrimidores
de kendo, que Isao y el propio Mishima lanzaron más tarde a pleno pulmón. “
Marguerite Yourcenar
Mishima o la visión del vacío
1980
traducción: Enrique Sordo
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