por Yukio
Mishima
“Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco
tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los
Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o
tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una
semana: Antología”. Recortó un óvalo en
la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra “poemas” en la primera
página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May, 1940”.
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos
años. “La algarabía es por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio.
Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es
posible”, tenía que decir siempre “sí”.
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había
empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de
asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema
aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran
bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus
ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a
través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la
ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los
duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el
aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a
una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la
oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus
patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como
una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor
artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el
gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el
nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente
que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la
soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo
en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su
genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le
parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin
motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él
deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el
nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía
que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían
algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que
era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo
exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se
convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo
blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de
los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo.
Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar:
“No hay poesía en eso”.
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió
rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas
siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios
desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del
asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La
bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de
fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio
un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La
plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo
intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior…
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a
mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una
caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el
frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al
abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como “súplica”, “maldición” y “desdén”.
El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le
había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier
hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas
sobre los poetas románticos en el “Diccionario de la literatura mundial”: En
sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y
bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben
morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un
quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la
muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, “La tumba de Keats”: “Despojado de la vida
cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires”.
Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre
los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en
la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma.
Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente:
que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento
y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le
parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada
encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente,
habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su
nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del
maestro. “Ya sabes de qué se trata”, le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se
puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero
en las cenizas muertas del “hibachi”. Cuando el muchacho entró, el monitor le
dijo “siéntese”, cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus
poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre
la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de
clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a
Schiller. Pero conocía sus retratos. “No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más”.
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco
años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que
se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin
tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser
amigos.
R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l’Isle Adam, se
sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una
nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además,
había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió
envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi
todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al
estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no
pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa
ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de
la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido
tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema
que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería
inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los
episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían
parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las
que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte
años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la
sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las
suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría
que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de
dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin
importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta
clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de
soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la
vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba
todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el
artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y
consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él
mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al
interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en
una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un
pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se
hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello
hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no
nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los
poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba
una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar,
las fuentes de su poesía a la palabra “genio”, y no podía creer que hubiera en
él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería
llamarlo “genio” y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un
poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía
frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente
de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un
destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no
le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le
impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse
entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir
nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera
agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el
muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese
tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente.
Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los
“Juegos de la Liga”. Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de
penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los
rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste.
“¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?” Le
sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las
cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección
diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían
eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el
tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente
en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis
que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había
creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de
experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por
vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer
en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le
permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir.
Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya
había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas
veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir
con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero,
¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: “Las
palabras”.
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera
genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras
que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con
distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un
empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle
a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta
algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que
un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero
estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior.
Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía
sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior
incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la
desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía
que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba
para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en
disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la
“humillación”, la “agonía”, la “desesperanza”, la “execración”, la “alegría del
amor”, la “pena del desamor”.
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en
hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser
se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía
nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: “Eso es
dolor, es algo que conozco”.
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho
caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con
quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían
sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club
Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír
ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano
en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de
madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la
ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento
desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de
los poetas).
-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el
atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha
vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o
cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus
plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo.
Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a
medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más… Fue un
sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi
demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría
decir?
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de
pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía
con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con
indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa.
La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y
alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un
tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de
ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas,
lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y
manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión
literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a
regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El
muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de
molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es… -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro.
Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de
otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a
verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. “He aquí a
alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos”. No era un
bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía
malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras
de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que
un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía
triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el
aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la poesía.
-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la
mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada
mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la
venganza.
-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en
un momento como este?
-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero
sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la
poesía, lo podrían salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio es la
misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un
genio?
-Porque era un genio.
-Entonces…
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pero ni él mismo la
comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe
era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, “Tú no comprendes todavía”, lo había herido profundamente. A
sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad.
Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había
surgido en su mente: “No es un genio. Se enamora”.
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio
nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y
Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y
el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la
confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito,
todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los
libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No
podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes.
No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo
recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza
extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza,
terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás.
Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la
puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande
como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. “Mi frente
también es abultada”, se dijo. “Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma
cosa”.
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la
ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de
la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni
en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual,
estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en
ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo.
Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió
un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo.
“Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía”, pensó el muchacho por
primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había
sido poeta.”
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