O. Henry es el seudónimo del escritor norteamericano
William Sidney Porter (1862–1910), que alcanzó fama y es recordado por sus relatos
cortos. Henry aportó una fórmula técnica, trick–story,
el cuento que se resuelve sorpresivamente para el lector en las dos o tres
últimas líneas. Con todo, el verdadero
valor de los relatos de no sólo descansa en esta brillante pirueta formal, sino en la inusual destreza para combinar, en
su justa medida, diversas dosis de ironía, humor e ingenuidad, siempre bajo el
prisma de un vivísimo sentido de lo humano al cual no escapa ninguno de sus
personajes, todos ellos dotados (al igual que su estilo, seco, ágil, rápido y
eficaz, rabiosamente periodísticos) de caracteres sencillos, familiares y
tiernos, sin empaques.
Los cuentos de O. Henry son testigos excepcionales
de la inmigración masiva, de la mecanización e industrialización de los Estados
Unidos, de la incipiente cultura de la
abundancia y del surgimiento de las grandes ciudades. A través de la dicotomía campo–ciudad y de
unos personajes modelados por el darwinismo social, O. Henry construye un mundo
urbano dividido en víctimas y depredadores.
El sueño
“La psicología vacila cuando intenta explicar las
aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño,
“gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a
registrar el sueño de Murray. Una de las
fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar
meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a
muerte. Un foco eléctrico en el cielo
raso del comedor iluminaba su mesa. En
una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La
electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio
de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido
y peleando como un lobo en una trampa; otro,
no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una
tabla. Se preguntó cómo responderían por
él su corazón, sus piernas y su cara;
porque ésta era su noche. Pensó que ya
casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había
matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado
a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad
musical, llamó:
—Y, señor
Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que
la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de
piedra.
—Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir
como hombres. La semana que viene es mi
turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una
semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los
cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres
avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank —no, eso era antes— ahora se llamaba el reverendo
Francisco Winston, amigo y vecino de sus
años de miseria.
—Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la
cárcel —dijo, al estrechar la mano de
Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia
entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y un
lapicero en la mesa. Hubiera querido
hablar, pero no sabía que decir. Los presos llamaban a este pabellón de
veintitrés metros de longitud y nuevo de ancho, Calle del Limbo. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky y se lo
ofreció a Murray diciendo:
—Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo.
No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
—Así me gusta —dijo el guardia—. Un buen calmante
y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo
supieron. La Calle del Limbo es un mundo
fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados
sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla, a las nueve. Hay también, en las muchas calles
del Limbo, una jerarquía del crimen. El
hombre que mata abiertamente, en la
pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso solo tres saludaron abiertamente a
Murray, cuando se alejó por el corredor,
entre los guardias: Carpani y Marvin que al intentar una evasión habían matado
a un guardia y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un
tren, no quiso levantar las manos. Los
otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y
casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres,
entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...
[Aquí en medio de una frase, “El Sueño” quedó
interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos sin embargo el final: Murray,
acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con
inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de
un error espantoso. ¿Por qué lo han
sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.]”
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