25 de des. 2017

o.henry

O. Henry es el seudónimo del escritor norteamericano William Sidney Porter (1862–1910), que alcanzó fama y es recordado por sus relatos cortos. Henry aportó una fórmula técnica, trick–story, el cuento que se resuelve sorpresivamente para el lector en las dos o tres últimas líneas.  Con todo, el verdadero valor de los relatos de no sólo descansa en esta brillante pirueta formal,  sino en la inusual destreza para combinar, en su justa medida, diversas dosis de ironía, humor e ingenuidad, siempre bajo el prisma de un vivísimo sentido de lo humano al cual no escapa ninguno de sus personajes, todos ellos dotados (al igual que su estilo, seco, ágil, rápido y eficaz, rabiosamente periodísticos) de caracteres sencillos, familiares y tiernos, sin empaques.

Los cuentos de O. Henry son testigos excepcionales de la inmigración masiva, de la mecanización e industrialización de los Estados Unidos,  de la incipiente cultura de la abundancia y del surgimiento de las grandes ciudades.  A través de la dicotomía campo–ciudad y de unos personajes modelados por el darwinismo social, O. Henry construye un mundo urbano dividido en víctimas y depredadores.

El sueño

“La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.  Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño,  es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte.  Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa.  En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y  Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche.  Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte.  Desde que estaba ahí,  tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa;  otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción;  el tercero,  un cobarde,  se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla.  Se preguntó cómo responderían por él su corazón,  sus piernas y su cara; porque ésta era su noche.  Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor,  en la celda de enfrente,  estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo.  Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y,  señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien,  Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.

—Así me gusta,  señor Murray.  Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres.  La semana que viene es mi turno.  Así me gusta.  Recuerde,  señor Murray,  yo gané el último partido de damas.  Quizás volvamos a jugar otra vez.

La estoica broma de Carpani,  seguida por una carcajada ensordecedora,  más bien alentó a Murray;  es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.

Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron.  Dos eran guardias; el otro era Frank —no,  eso era antes— ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston,  amigo y vecino de sus años de miseria.

—Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo,  al estrechar la mano de Murray.

En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.

Murray sonrió levemente y arregló unos libros y un lapicero en la mesa.  Hubiera querido hablar, pero no sabía que decir. Los presos llamaban a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nuevo de ancho,  Calle del Limbo.  El guardia habitual de la Calle del Limbo,  un hombre inmenso,  rudo y bondadoso,  sacó del bolsillo un porrón de whisky y se lo ofreció a Murray diciendo:

—Es costumbre,  usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.

Murray bebió profundamente.

—Así me gusta —dijo el guardia—. Un buen calmante y todo saldrá bien.

Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron.  La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos,  lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla,  a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen.  El hombre que mata abiertamente,  en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana,  a la araña y a la serpiente.  Por eso solo tres saludaron abiertamente a Murray,  cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin que al intentar una evasión habían matado a un guardia y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos.  Los otros cuatro guardaban humilde silencio.

Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...


[Aquí en medio de una frase, “El Sueño” quedó interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos sin embargo el final: Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto,  la cámara,  los espectadores,  los preparativos de la ejecución,  le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso.  ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a  su lado están su mujer y su hijo.  Comprende que el asesinato,  el proceso,  la sentencia de muerte,  la silla eléctrica,  son parte de un sueño. Aún trémulo,  besa en la frente a su mujer.  En ese momento, lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.]”


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