“—Ése es el jardín donde trabaja Ben Weatherstaff —dijo Mary.
— ¿Ése? —preguntó el niño.
Unos metros más y Mary volvió a susurrar algo.
—Aquí es donde el petirrojo sobrevoló la tapia —dijo.
— ¿Aquí? — exclamó Colin—. ¡Cuánto me gustaría que viniese ahora!
—Y ahí —dijo Mary con un solemne placer, señalando un lugar bajo un lilo—,
ahí es donde se posó el petirrojo encima de un montoncito de tierra, y me
indicó dónde estaba la llave.
Entonces Colin se irguió en la silla.
— ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Ahí? —gritó, y sus ojos eran tan grandes como los del
lobo de la historia de Caperucita Roja. Dickon
se quedó muy quieto, y la silla se paró.
—Y aquí —dijo Mary, adentrándose en el macizo de matas que había cerca de
la hiedra—, aquí es donde fui a hablar con el petirrojo cuando me piaba desde
lo alto del muro. Y ésta es la hiedra que se movió hacia un lado con el viento
—y la niña sujetó el telón verde que allí pendía.
— ¡Ah! ¿De verdad, de verdad? —dijo Colin, jadeante.
—Y aquí está el tirador, y aquí la puerta. ¡Venga, Dickon, empuja la silla,
entremos deprisa!
Y Dickon así lo hizo; de un solo empujón, fuerte, vigoroso y espléndido,
introdujo la silla en el jardín.
Colin, sin embargo, se había hundido entre los
cojines y, aunque suspiraba de puro deleite, se había tapado los ojos con las
manos y así los mantuvo para no ver nada hasta hallarse dentro del jardín; la
silla se detuvo como por arte de magia, y la puerta se cerró. Y en ese momento
el niño retiró las manos y se puso a mirar a su alrededor, tal como hicieron
los otros dos la primera vez que entraron en el jardín secreto: sobre los muros
y la tierra y los árboles, sobre las ramas y los zarcillos que pendían, habíase
deslizado el hermoso velo de diminutas y tiernas hojas; y en el césped bajo los
árboles, y en las urnas grises de los cenadores; y aquí y allí y en todas partes,
había retoques y salpicaduras de oro y morado y blanco; y en los árboles
brotaban el color rosado y el color de la nieve; y se oía el batir de alas, y
el tenue y delicado sonido de los trinos y zumbidos; y había tantos, tantos
aromas. Y el sol le calentaba el rostro al niño como si fuera una mano que estuviera
acariciándole. Mary y Dickon se quedaron con los ojos fijos en él,
maravillados. Y Colin parecía tan distinto, tan extraño, porque sobre él reptaba
un brillo sonrosado, cubriéndole el rostro y el cuello marfileños, las manos,
todo.
—¡Me pondré bien! ¡Me pondré bien! —gritó—.
¡Mary! ¡Dickon! ¡Me pondré
bien! ¡Y viviré para siempre jamás!
El jardín secreto
Frances Hodgson Burnett
Traducción de Isabel del Río Salvador
Siruela, 2010
Pág. 217-218
“Generalmente sé
abriga demasiado a los niños, y de un modo especial en sus primeros años. El obrar de esta forma les priva de
endurecerse para el frío y para el calor; el frío muy intenso jamás les
incomoda si los dejan expuestos a él desde muy temprano, pero el mucho calor
les produce una extenuación inevitable porque el tejido de su cutis, todavía
muy tierno, no permite el paso suficiente a la transpiración. Por tal causa es
de notar que mueren más niños en el mes de agosto que en ningún otro del año.
De aquí que la comparación de los pueblos del Norte con los del Mediodía nos
prueba que se hace más robusto el niño que soporta el exceso de frío que el que
soporta el exceso de calor. Pero a medida que el niño crece y que sus fibras se
fortalecen se le debe acostumbrar paulatinamente a resistir los rayos solares,
y gradualmente se irá endureciendo para que no le afecten los ardores de la
zona tórrida.
Locke, en medio
de los preceptos varoniles y sensatos que nos ofrece, incurre en contradicciones
impropias de un pensador tan consciente. El que quiere que se bañen los niños
en verano en agua helada, prohíbe que cuando estén sudando beban agua fría y
que se acuesten en el suelo en sitios húmedos36. Pero si quiere que los zapatos
de los niños se llenen de agua, sea cual sea el tiempo, ¿no permite lo mismo
cuando los niños tengan calor? ¿Y no se puede hacer del cuerpo, con relación a
los pies, las mismas inducciones que hace él de los pies con relación a las
manos, y del cuerpo con relación al rostro? Si queréis, le diría, que todo el
hombre sea rostro, ¿por qué tenéis en mal concepto el que diga yo que sea todo
pies?
Para impedir que
los niños beban cuando tienen calor, él prescribe que se les acostumbre a comer
un trozo de pan antes de beber. El que tenga que dar de comer al niño cuando en
realidad tiene sed, en verdad es muy extraño, puesto que sería lo mismo darle
de beber cuando tenga hambre. Nunca creeré que nuestros primeros apetitos estén
de tal forma desordenados hasta el punto de que no puedan ser satisfechos sin
que nos expongamos a la muerte. Si fuere así, el linaje humano se habría
destruido cien veces antes de que supiera lo que había de hacerse para
conservarlo.
Cada vez que
Emilio tenga sed, quiero que se le dé de beber, pero agua pura y sin ninguna preparación,
ni siquiera la de templarla, aunque esté sudoroso, y aunque estemos en el más fuerte
rigor del invierno. La única precaución que recomiendo es la de distinguir la
calidad de las aguas. Si el agua es de río, dádsela tal como sale; si es de
fuente, es preciso que se deje algún tiempo al aire antes de beberla. En la
estación del calor están calientes los ríos, lo que no sucede con las fuentes,
las cuales no han recibido el contacto del aire; es preciso esperar a que el
agua corresponda a la temperatura atmosférica. En invierno, por el contrario,
el agua de las fuentes es menos dañosa que el agua de los ríos, pero no es ni
natural ni frecuente que uno sude en invierno, sobre todo estando al aire
libre, ya que el aire frío, pegando continuamente sobre la piel, rechaza el
sudor y evita que se abran los poros de forma suficiente para darle paso libre.
Pero no pretendo que Emilio haga ejercicios en invierno junto a un buen fuego,
sino fuera, a la intemperie, en pleno campo, en medio de los hielos. Mientras se
calienta haciendo y tirando pelotas de nieve, dejémosle que beba cuando tenga
sed, que continúe haciendo ejercicios después de beber y no temamos ningún
accidente. Y si por alguna otra causa o ejercicio comienza a sudar y tiene sed,
que beba frío incluso en ese tiempo. Haced de suerte que vaya lejos y que poco
a poco busque su agua. Con el frío que sentirá durante el camino se habrá
refrescado, v cuando beba no tendrá ya ningún peligro. Sobre todo tomad estas
precauciones sin que él se dé cuenta.”
Emilio o la educación
Jean Jacques Rousseau
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