2 de febr. 2018

el tren de los huérfanos, 2



“El tren entra en la estación con un chirrido agudo de frenos y soltando una gran vaharada de vapor. Carmine está callado, mirando boquiabierto los edificios y cables y gente al otro lado de la ventanilla, tras cientos de kilómetros de campos y árboles.

Nos levantamos y empezamos a reunir nuestras pertenencias. Dutchy coge nuestras maletas y las pone en el pasillo. Por la ventanilla veo a la señora Scatcherd y el señor Curran en el andén, hablando con dos hombres de traje y corbata y tocados con sombrero negro, con varios policías tras ellos. El señor Curran estrecha sus manos, luego mueve la mano hacia nosotros cuando bajamos del tren.

Quiero decirle algo a Dutchy, pero no se me ocurre nada. Tengo las manos húmedas. Es una sensación de anticipación terrible no saber en qué nos estamos metiendo. La última vez que me sentí así estaba en las salas de espera de Ellis Island. Estábamos cansados y mamá no se encontraba bien, y no sabíamos dónde íbamos ni qué clase de vida tendríamos. Sin embargo, ahora me doy cuenta de todo lo que daba por hecho: tenía una familia. Creía que, ocurriera lo que ocurriese, estaríamos juntos.

Un policía toca un silbato y extiende el brazo en el aire. Entendemos que hemos de formar una fila. Noto el peso de Carmine en mis brazos y su respiración caliente, ligeramente acre y pegajosa por la leche de esta mañana, en mi mejilla. Dutchy lleva nuestras maletas.

—Deprisa, niños —nos apremia la señora Scatcherd—. En dos filas rectas. Muy bien.

Su tono es más suave que de costumbre, y me pregunto si es porque estamos junto a otros adultos o porque ya sabe lo que ocurrirá a continuación.

—Por aquí.

La seguimos por una amplia escalera de piedra, con nuestros zapatos de suela dura resonando en los peldaños como un redoble de tambor. En lo alto de la escalera enfilamos un pasillo iluminado por lámparas brillantes de gas y entramos en la sala de espera principal de la estación, no tan majestuosa como la de Chicago, pero impresionante de todos modos. Es grande y brillante, con grandes ventanas de múltiples paneles. Delante, el vestido negro de la señora Scatcherd se hincha detrás de ella como una vela. La gente señala y susurra, y me pregunto si saben por qué estamos aquí. Y entonces localizo un cartel pegado en una columna. En grandes letras mayúsculas sobre papel blanco dice:

SE BUSCAN
CASAS PARA NIÑOS HUÉRFANOS.
UN GRUPO DE NIÑOS SIN HOGAR DEL ESTE LLEGARÁ A LA ESTACIÓN TERMINAL DE MILWAUKEE EL VIERNES 18 DE OCTUBRE.
LA DISTRIBUCIÓN SE EFECTUARÁ A LAS 10 DE LA MAÑANA.
ESTOS NIÑOS SON DE EDADES DIVERSAS Y DE AMBOS SEXOS QUE HAN QUEDADO SOLOS EN EL MUNDO...

— ¿Qué te dije? — murmura Dutchy, siguiendo mi mirada—. Bazofia sensiblera.

— ¿Sabes leer? —pregunto con sorpresa, y él sonríe.

Como si alguien hubiera girado una manivela en mi espalda, soy propulsada hacia delante, con un pie delante del otro. La algarabía de la estación se convierte en rugido sordo en mis oídos. Huelo algo dulce — ¿manzanas caramelizadas?— al pasar un carrito de comida. Tengo el pelo lacio y mustio, y siento un hilillo de sudor en la espalda.

Carmine pesa una barbaridad. Qué extraño, pienso, estoy en un lugar donde mis padres nunca han estado y que nunca verán. Qué extraño que esté aquí y ellos ya no estén.

Toco la cruz de Claddagh que llevo al cuello.

Los niños mayores ya no parecen tan duros. Sus máscaras se han caído; veo miedo en sus caras. Algunos están moqueando, pero la mayoría se esfuerzan por permanecer en silencio y comportarse como se espera de ellos. Por delante de nosotros, la señora Scatcherd está al lado de una gran puerta de roble, con las manos enlazadas. Cuando la alcanzamos, nos reunimos en un semicírculo, las niñas mayores sosteniendo bebés y los niños más pequeños de la mano. Los chicos mayores tienen las manos en los bolsillos.

La señora Scatcherd inclina la cabeza.

—María, Madre de Dios, te suplicamos que proyectes un ojo benevolente sobre estos niños, que los guíes y bendigas mientras hacen su camino en el mundo. Somos tus humildes servidores en Su nombre. Amén.

—Amén —repiten con rapidez unos pocos píos, y el resto los imitamos.

La señora Scatcherd se quita las gafas.

—Hemos llegado a nuestro destino. Desde aquí, el Señor lo quiera, os dispersaréis en familias que os necesitan y os quieren. —Se aclara la garganta—. Ahora recordad: no todos encontraréis una familia enseguida. Es algo que cabe esperar y por lo que no hay que preocuparse. Si no os eligen ahora, simplemente subiréis al tren con el señor Curran y conmigo y viajaremos a otra estación a una hora de aquí. Y si no encontramos sitio allí, seguiréis con nosotros hasta la siguiente ciudad.

Los niños que me rodean se mueven como un rebaño inquieto. Mi estómago está hueco y tembloroso.

La señora Scatcherd asiente.

—Muy bien, señor Curran, ¿estamos listos?

—Lo estamos, señora Scatcherd. — Y se inclina hacia la gran puerta para empujarla con el hombro.

Estamos en la parte posterior de un gran salón con paneles de madera sin ventanas, llena de gente que se agolpa y filas de sillas vacías. Cuando la señora Scatcherd nos conduce al centro del pasillo hacia un estrado bajo situado en el frente, un silencio invade la multitud y luego crece un murmullo. La gente del pasillo se aparta para dejarnos pasar. Quizá, creo, alguien aquí me querrá. Quizá tendré una vida que nunca me habría atrevido a imaginar, en una casa luminosa y acogedora con mucha comida: pastel caliente y té con leche con tanto azúcar como quiera. Pero estoy temblando cuando subo los peldaños del estrado. Nos alineamos por altura, del más bajo al más alto, algunas todavía con bebés en brazos.”


El tren de los huérfanos
Christina Baker Kline
traducción de Javier Guerrero
Ediciones B, 2015
Pág. 87-90 

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