Los buenos amigos
Use Lahoz
Destino, 2016
páginas: 736
Sinopsis:
"Corren los años cincuenta y con
tan solo ocho años Sixto Baladia verá como los felices días en su pueblo natal
de Aragón llegan a su fin. Después de
que la inesperada y repentina muerte de sus padres en un incendio le deje
huérfano, sus tíos, acuciados por la falta de posibilidades económicas, lo
enviarán al orfanato de San José de la Montaña, en la gran ciudad, siempre más próspera que la
mayoría de las provincias del interior de España. Ahí es donde dará comienzo de nuevo su vida, y
conocerá a Vicente Cástaras, un niño poco mayor que él, carismático y
embaucador, que pronto se convertirá en su líder, su inseparable amigo y su
protector. Pero el tiempo pasa veloz, y al crecer los que en su día fueron amigos del
alma, casi como hermanos, verán como los primeros amores crearán
recelos, fisuras y sentimientos de traición que los separarán para siempre. O así, por
lo menos, lo creen ellos.
El azar hará que sus vidas
vuelvan a cruzarse treinta años después, y la nostalgia de aquellos primeros
años en los que fueron inseparables pronto se convertirá para Sixto en una pesadilla
de la que querría poder despertar, una
persecución silenciosa en la que los roles de cada uno volverán a la
superficie, y los conceptos de amistad, fidelidad, éxito y triunfo serán puestos en cuestión. “
Fragmento:
“Decía el tío Benigno que el
único requisito para ser admitido en el orfanato de Barcelona era llevar tres o
cuatro mudas, cubiertos de alpaca y un
colchón. Hacía un mes que lo repetía
cada noche mientras devoraba la cena, entre
tragos de vino y quejas, pringando el porrón con las manos grasientas; y
también antes de acostarse, cuando susurraba a solas buscando la cama, ya con el pijama puesto y su mujer acostada.
Siempre que salía el tema, una sospecha desconcertaba a su sobrino Sixto,
que arrugaba la frente como si intentara
adivinar el futuro. Tenía nueve años, y por nada del mundo quería abandonar el
pueblo. Allí estaban sus amigos, las eras, los corrales, el monte, las cabras; y también los inviernos ante las brasas del
hogar y los veranos de sequía y de aire seco con carreras, escondites y pillerías. Allí había crecido,
había comulgado y había trapicheado con el Quílez y el Aurelio. Allí se quedarían ellos a sufrir el campo, el ganado, la cebada y el trigo si el año era generoso en
lluvias, como habían hecho antes sus
padres. Pero él no. Huérfano como era, las horas en aquella casa —por ley de vida—
estaban contadas. Eran muchas las veces
que había oído debatir a los tíos: no tenemos para alimentar otra boca, qué hacemos con esto ahora, menuda cruz nos ha
tocado...
—Es hijo de mi hermana, ¡joder!,
que en paz descanse —clamaba el tío Benigno cuando le venía el arrepentimiento—.
Y, mientras yo viva a un hijo de mi hermana no se lo comerán los buitres; y, hasta
que no haya otra cosa, aquí se quedará, y calla, ¡hostia!, n o me vuelvas peor de lo
que estoy —abroncaba a su mujer antes de llevarse las manos a la cabeza como si
sujetara la incomprensión o la condena de vivir como animales.
Ajenos a ese entuerto
permanecían los otros dos hombres de la casa, el tío Samuel y el tío Lucas, hermanos de Benigno, que al volver del campo apenas tenían qué
decirse. Entre alaridos, peleaban por
llevarse a la boca cuanto quedara caliente en la mesa, lo que buenamente
hubiera guisado la cuñada. De nada
servía que ella, alguna vez, se atreviera a rogar calma, orden, precaución
con la navaja. Ante la indiferencia de
ellos, los miraba como un castigo. Vivían una juventud de inercias: de la casa al
campo, del campo a casa y de la casa al
bar. Resignación por la mañana y descomedido
brío después. Eran fornidos jornaleros
de toscas palabras, siempre enzarzados
en riñas, hablándose a gritos y
perdiendo las formas ante la olla con cocido, como si les urgiera expulsar de dentro todo el
ardor que los aturdía y no hubiera por dónde.
Las circunstancias evidenciaban
una rutina en la que Sixto había sido impuesto. Y él era consciente. Tal vez por eso, cuando salía a dar de comer a las gallinas —o
a llevar paja a la cuadra para que tragaran algo las mulas—, y encontraba paz
en el silencio de la noche o en la altura del bancal, con el caldero ya vacío bailando en la mano, buscaba refugio recordando a su madre. Aún creía tener en sus manos el olor de las de
ella, y conservaba en la memoria el
ovillo de lana y las agujas de hilar que siempre la acompañaban. Violante Fontán, la costurera de Espalión. A la idea que de ella tenía se agarraba como
quien añora una suposición.
Y, como consecuencia, rememoraba también a su padre, el vivaracho Telmo Baladia, caradura y de
trago fácil, muy conocido en los pueblos
de alrededor por su labia malandrina y sus bailes en las fiestas de la Virgen, pero también trabajador y buen pastor. Hombre de piel curtida por el cierzo y la
brega, de los que no se asustan por levantarse
a soltar el rebaño a las cinco de la mañana en pleno invierno ni por echarse al
hombro grandes sacos de cebada y subirlos al granero sin descanso. «Mira, el de la costurera, pobre criatura, qué martirio, con lo buena que era su madre, una santa», «pobre niño, ha perdido lo más grande» y «lo que tuvo que
aguantar, ah, la pobre, con aquel cantamañanas» cuchicheaban las mujeres que
tomaban la fresca cada vez que Sixto pasaba con sus amigos por la plaza.
Ambos habían muerto. Sixto había
tenido poco tiempo para tratarlos, y no sabía si esa ofrenda del destino era
tormento o consuelo. Lo sucedido se
conocía en toda la comarca y, más que
habladuría, era un hecho que se resistiría al olvido de generación en
generación: así, se contaba que durante las fiestas de san Pedro Mártir, en
agosto, miembros de una familia enemiga habían prendido fuego al corral de la
suya. La orquesta tocaba en la plaza y
uno de los músicos, desde el escenario
improvisado sobre un remolque, divisó a
lo lejos el resplandor de una luz intensa, dejó de tocar la trompeta y paró la canción en
seco para alertar a la concurrencia del baile. Al instante, unos mozos corrieron hasta la casa de los
Baladia gritando:
—¡Telmo!, ¡que se te quema el
corral!
—¡Telmo!, ¡que arde, que arde el
corral, despierta! Sixto, desvelado, se
vio junto a sus abuelos y a su hermana, de
apenas un año, pero no con sus padres, que estaban en la cena de hermandad. En mitad del pánico, la abuela no permitió que
Sixto se separara de la niña y lo obligó a quedarse. Rezando en su cama,
agobiado por los lloros de la pequeña, el
muchacho trazó una imagen mental de lo que acaecía fuera: su abuelo y sus
vecinos —que habían agarrado a toda prisa unos candiles— salían de las casas,
aún con los pijamas y los camisones mal puestos, y cruzaban la vibrante palanca
de madera que sorteaba el río y subían el camino de piedras que llevaba al
corral en llamas.
Ya estaban allí sus padres, con
ropa de domingo y ligeramente achispados por el vino. A su alrededor todo eran berridos, histeria. Los jóvenes acudían con cubos de
agua y, pese al ardor de los tragos, remontaban las cuestas del pueblo con osadía.
Los animales enloquecían con tanto calor: unos perros ladraban al vacío, otros se escondían desconcertados bajo
cualquier cobijo, ya fuera carro, aventadora o arbusto. Sin pensar en las posibles consecuencias, como
la puerta de madera del corral estaba en plena ignición, Telmo Baladia decidió
salvar al ganado que les daba de comer y se encaramó a la tapia y la brincó. Al caer se le redobló el tobillo, pero aún tuvo coraje para ponerse en pie y, entre los llantos de las reses, dar una patada
a la puerta para que salieran. Sin embargo, idas como estaban, lo más que
hicieron fue hacinarse obstruyendo el paso. Entretanto, en las inmediaciones del corral se acumulaba
gente con ganas de ayudar, y hasta los
músicos venían con sacos viejos humedecidos. Mientras, Violante, medio ahogada de tanto humo como
estaba tragando, quiso subir por la puerta zaguera y liberar a la perra, Linda, una galga blanca, debilidad de su hijo
Sixto, y a la que por las noches preferían encerrar en el granero. Una vez arriba, de un empujón tiró abajo el batiente. Aquel suelo estaba forrado de paja y todo
ardía más deprisa que en la parte de abajo. Cuando quiso abrirse paso entre las llamas, ya estaba atrapada por las garras del fuego. Hasta que no vio a la perra carbonizada en las
rejas, no fue consciente de su error. No
debería haber entrado porque ya no podría salir. Le ardían las piernas y los brazos. La falda y la blusa eran una misma hoguera. Gritaba descompuesta. Se giró buscando amparo como un ciego busca a
tientas un apoyo en su noche y, por
culpa de los granos de cebada y de tanta paja, resbaló. Guiada por el instinto, en la ventana atisbó un vértice de aire y sacó
los brazos entre las rejas, creyendo que
si hacía fuerza con el pecho cederían y voltearía el enverjado. Pero nada de eso: en poco menos de un minuto
estaba quemada, negra —como la perra—, con las manos tiesas hacia el humo y el
corazón helado. Ni siquiera se la oyó
gritar. Murió sin ver a su marido, que, arrastrándose en el estiércol, se las veía y se las deseaba para no ser
aplastado por las reses que pretendía rescatar. Era tan grande el alboroto que
él tampoco escuchó los gritos de su mujer desde arriba. Los cubos de agua no
eran suficientes para atajar la fiereza de aquel fuego. ¿Quién sería el mal
nacido que lo había provocado? ¿Dónde se encontraba ese hijo del demonio? Las
llamas se multiplicaban pintando todo de amarillo y naranja. Olía a lana
chamuscada y jirones de ropa, y brotes de piel requemada parecían flotar en el
aire. Se oían gritos de auxilio y
atormentados cascabeles que huían en un sálvese quien pueda. Tras la puerta se
acumulaban llantos y sofocos. El pueblo se entregaba a la escaramuza como si se
librase una cruzada colectiva. Con gritos secos, ya al borde de la asfixia, el abuelo de Sixto suplicaba a la gente que se
apartara para que los animales se abrieran paso. Al poner un pie en el corral y ver a su hijo abrasado,
tirado en el suelo, boca abajo y con los
brazos abiertos y sin apenas restos de la camisa blanca, sufrió un paro cardiaco del que horas más
tarde fue imposible reanimarlo. Los cuñados se empeñaron en arrastrar al herido
creyendo que podrían rescatarlo, pero
todo aquel esfuerzo fue en vano y sólo ganaron arañazos de fuego y quemaduras
que les dejarían en la piel vitalicias marcas moradas.
De todo eso supo Sixto horas más
tarde y en los meses venideros, cuando los mozos contaban su versión de lo
acontecido como si relataran una peripecia legendaria. Nunca olvidaría el olor a quemado que lo
recibió al día siguiente al salir de la casa. El luto impregnaba el ambiente, y las fachadas
cercanas al corral resistían ennegrecidas. El desconcierto que sentía al haberse quedado
huérfano y sin el abuelo en un visto y no visto lo mantenía impávido. Numerosas
vecinas querían consolarlo manifestando que sus padres habían ido al cielo, que ya descansaban con Dios, pero él insistía
en zafarse de tantos vanos consuelos.
—Déjame en paz —se quejaba el
niño, de ocho años recién cumplidos, terriblemente vapuleado por un ardiente deseo
de desquite que iba a instruir para siempre su genio, y que le enseñaba el precio de vivir marcado
por la fatalidad y con una hermana de diecinueve meses que, de pronto, se
convirtió en un estorbo; porque... ¿quién iba a criar ahora a esa criatura? En
aquellos días de desconcierto, el runrún
sobre el futuro de la chiquilla circuló como un mal presagio y, al cabo de una semana, como nadie la quería, se la llevaron unos tíos segundos por parte de
padre que vivían en Novales. Allí fue
Abril Baladia, la muñeca rubia a la que
Sixto sólo visitó obligado en alguna fiesta patronal o para el Corpus.
La abuela, que de mal en peor
arrastraba una fastidiosa tuberculosis, no pudo involucrarse en semejante
cometido. Tras la desgracia quedó muda y, cuando al poco tiempo falleció, todos decían
que la pena la había consumido.
Si esos recuerdos tenían alguna
capacidad, no era la de entristecerlo, sino
más bien la de dejarlo mudo. Le
instalaban una cortedad que le sellaba la boca. La de Sixto era una memoria sin nostalgia, pues apenas había tenido tiempo de
acostumbrarse al resguardo de sus padres. No había espacio para la compasión.
De la vida familiar apenas quedaba una fotografía de los cuatro, otra del matrimonio, un pergamino que certificaba aptitudes para
bordar con el nombre y los apellidos de su madre, un libro de familia y una hermana apartada a
seis kilómetros, los que separan Novales
de Espalión, trozo de tierra baldía y yerma.”
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada