12 de juny 2018

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Los buenos amigos

Use Lahoz

Destino, 2016

páginas: 736

Sinopsis:

"Corren los años cincuenta y con tan solo ocho años Sixto Baladia verá como los felices días en su pueblo natal de Aragón llegan a su fin.  Después de que la inesperada y repentina muerte de sus padres en un incendio le deje huérfano, sus tíos, acuciados por la falta de posibilidades económicas, lo enviarán al orfanato de San José de la Montaña,  en la gran ciudad, siempre más próspera que la mayoría de las provincias del interior de España.  Ahí es donde dará comienzo de nuevo su vida, y conocerá a Vicente Cástaras, un niño poco mayor que él, carismático y embaucador, que pronto se convertirá en su líder, su inseparable amigo y su protector.  Pero el tiempo pasa veloz,  y al crecer los que en su día fueron amigos del alma,  casi como hermanos,  verán como los primeros amores crearán recelos, fisuras y sentimientos de traición que los separarán para siempre.  O así,  por lo menos,  lo creen ellos.

El azar hará que sus vidas vuelvan a cruzarse treinta años después, y la nostalgia de aquellos primeros años en los que fueron inseparables pronto se convertirá para Sixto en una pesadilla de la que querría poder despertar,  una persecución silenciosa en la que los roles de cada uno volverán a la superficie,  y los conceptos de amistad,  fidelidad,  éxito y triunfo serán puestos en cuestión. “

Fragmento:

“Decía el tío Benigno que el único requisito para ser admitido en el orfanato de Barcelona era llevar tres o cuatro mudas,  cubiertos de alpaca y un colchón.  Hacía un mes que lo repetía cada noche mientras devoraba la cena,  entre tragos de vino y quejas, pringando el porrón con las manos grasientas; y también antes de acostarse, cuando susurraba a solas buscando la cama,  ya con el pijama puesto y su mujer acostada.  

Siempre que salía el tema,  una sospecha desconcertaba a su sobrino Sixto,  que arrugaba la frente como si intentara adivinar el futuro.  Tenía nueve años,  y por nada del mundo quería abandonar el pueblo.  Allí estaban sus amigos,  las eras,  los corrales,  el monte,  las cabras;  y también los inviernos ante las brasas del hogar y los veranos de sequía y de aire seco con carreras,  escondites y pillerías. Allí había crecido, había comulgado y había trapicheado con el Quílez y el Aurelio.  Allí se quedarían ellos a sufrir el campo,  el ganado,  la cebada y el trigo si el año era generoso en lluvias,  como habían hecho antes sus padres.  Pero él no.  Huérfano como era,  las horas en aquella casa —por ley de vida— estaban contadas.  Eran muchas las veces que había oído debatir a los tíos: no tenemos para alimentar otra boca,  qué hacemos con esto ahora, menuda cruz nos ha tocado...

—Es hijo de mi hermana, ¡joder!, que en paz descanse —clamaba el tío Benigno cuando le venía el arrepentimiento—. Y, mientras yo viva a un hijo de mi hermana no se lo comerán los buitres;  y,  hasta que no haya otra cosa,  aquí se quedará,  y calla, ¡hostia!, n o me vuelvas peor de lo que estoy —abroncaba a su mujer antes de llevarse las manos a la cabeza como si sujetara la incomprensión o la condena de vivir como animales.

Ajenos a ese entuerto permanecían los otros dos hombres de la casa,  el tío Samuel y el tío Lucas,  hermanos de Benigno,  que al volver del campo apenas tenían qué decirse. Entre alaridos,  peleaban por llevarse a la boca cuanto quedara caliente en la mesa, lo que buenamente hubiera guisado la cuñada.  De nada servía que ella,  alguna vez,  se atreviera a rogar calma,  orden,  precaución con la navaja.  Ante la indiferencia de ellos,  los miraba como un castigo.  Vivían una juventud de inercias: de la casa al campo,  del campo a casa y de la casa al bar.  Resignación por la mañana y descomedido brío después.  Eran fornidos jornaleros de toscas palabras,  siempre enzarzados en riñas,  hablándose a gritos y perdiendo las formas ante la olla con cocido,  como si les urgiera expulsar de dentro todo el ardor que los aturdía y no hubiera por dónde.

Las circunstancias evidenciaban una rutina en la que Sixto había sido impuesto. Y él era consciente.  Tal vez por eso,  cuando salía a dar de comer a las gallinas —o a llevar paja a la cuadra para que tragaran algo las mulas—, y encontraba paz en el silencio de la noche o en la altura del bancal,  con el caldero ya vacío bailando en la mano,  buscaba refugio recordando a su madre.  Aún creía tener en sus manos el olor de las de ella,  y conservaba en la memoria el ovillo de lana y las agujas de hilar que siempre la acompañaban.  Violante Fontán,  la costurera de Espalión.  A la idea que de ella tenía se agarraba como quien añora una suposición.  

Y,  como consecuencia,  rememoraba también a su padre,  el vivaracho Telmo Baladia, caradura y de trago fácil,  muy conocido en los pueblos de alrededor por su labia malandrina y sus bailes en las fiestas de la Virgen,  pero también trabajador y buen pastor.  Hombre de piel curtida por el cierzo y la brega,  de los que no se asustan por levantarse a soltar el rebaño a las cinco de la mañana en pleno invierno ni por echarse al hombro grandes sacos de cebada y subirlos al granero sin descanso.  «Mira, el de la costurera,  pobre criatura,  qué martirio,  con lo buena que era su madre,  una santa»,  «pobre niño,  ha perdido lo más grande» y «lo que tuvo que aguantar, ah, la pobre, con aquel cantamañanas» cuchicheaban las mujeres que tomaban la fresca cada vez que Sixto pasaba con sus amigos por la plaza.  

Ambos habían muerto. Sixto había tenido poco tiempo para tratarlos, y no sabía si esa ofrenda del destino era tormento o consuelo.  Lo sucedido se conocía en toda la comarca y,  más que habladuría, era un hecho que se resistiría al olvido de generación en generación: así, se contaba que durante las fiestas de san Pedro Mártir, en agosto, miembros de una familia enemiga habían prendido fuego al corral de la suya.  La orquesta tocaba en la plaza y uno de los músicos,  desde el escenario improvisado sobre un remolque,  divisó a lo lejos el resplandor de una luz intensa,  dejó de tocar la trompeta y paró la canción en seco para alertar a la concurrencia del baile.  Al instante,  unos mozos corrieron hasta la casa de los Baladia gritando:

—¡Telmo!, ¡que se te quema el corral!

—¡Telmo!, ¡que arde, que arde el corral, despierta! Sixto, desvelado,  se vio junto a sus abuelos y a su hermana,  de apenas un año,  pero no con sus padres,  que estaban en la cena de hermandad.  En mitad del pánico, la abuela no permitió que Sixto se separara de la niña y lo obligó a quedarse. Rezando en su cama, agobiado por los lloros de la pequeña,  el muchacho trazó una imagen mental de lo que acaecía fuera: su abuelo y sus vecinos —que habían agarrado a toda prisa unos candiles— salían de las casas, aún con los pijamas y los camisones mal puestos, y cruzaban la vibrante palanca de madera que sorteaba el río y subían el camino de piedras que llevaba al corral en llamas.

Ya estaban allí sus padres, con ropa de domingo y ligeramente achispados por el vino.  A su alrededor todo eran berridos,  histeria. Los jóvenes acudían con cubos de agua y,  pese al ardor de los tragos,  remontaban las cuestas del pueblo con osadía. Los animales enloquecían con tanto calor: unos perros ladraban al vacío,  otros se escondían desconcertados bajo cualquier cobijo,  ya fuera carro,  aventadora o arbusto.  Sin pensar en las posibles consecuencias, como la puerta de madera del corral estaba en plena ignición, Telmo Baladia decidió salvar al ganado que les daba de comer y se encaramó a la tapia y la brincó.  Al caer se le redobló el tobillo,  pero aún tuvo coraje para ponerse en pie y,  entre los llantos de las reses, dar una patada a la puerta para que salieran. Sin embargo, idas como estaban, lo más que hicieron fue hacinarse obstruyendo el paso. Entretanto,  en las inmediaciones del corral se acumulaba gente con ganas de ayudar,  y hasta los músicos venían con sacos viejos humedecidos.  Mientras,  Violante, medio ahogada de tanto humo como estaba tragando, quiso subir por la puerta zaguera y liberar a la perra,  Linda, una galga blanca, debilidad de su hijo Sixto, y a la que por las noches preferían encerrar en el granero.  Una vez arriba,  de un empujón tiró abajo el batiente.  Aquel suelo estaba forrado de paja y todo ardía más deprisa que en la parte de abajo.  Cuando quiso abrirse paso entre las llamas,  ya estaba atrapada por las garras del fuego.  Hasta que no vio a la perra carbonizada en las rejas,  no fue consciente de su error. No debería haber entrado porque ya no podría salir.  Le ardían las piernas y los brazos.  La falda y la blusa eran una misma hoguera.  Gritaba descompuesta.  Se giró buscando amparo como un ciego busca a tientas un apoyo en su noche y,  por culpa de los granos de cebada y de tanta paja, resbaló.  Guiada por el instinto,  en la ventana atisbó un vértice de aire y sacó los brazos entre las rejas,  creyendo que si hacía fuerza con el pecho cederían y voltearía el enverjado.  Pero nada de eso: en poco menos de un minuto estaba quemada,  negra —como la perra—,  con las manos tiesas hacia el humo y el corazón helado.  Ni siquiera se la oyó gritar.  Murió sin ver a su marido, que,  arrastrándose en el estiércol,  se las veía y se las deseaba para no ser aplastado por las reses que pretendía rescatar. Era tan grande el alboroto que él tampoco escuchó los gritos de su mujer desde arriba. Los cubos de agua no eran suficientes para atajar la fiereza de aquel fuego. ¿Quién sería el mal nacido que lo había provocado? ¿Dónde se encontraba ese hijo del demonio? Las llamas se multiplicaban pintando todo de amarillo y naranja. Olía a lana chamuscada y jirones de ropa, y brotes de piel requemada parecían flotar en el aire.  Se oían gritos de auxilio y atormentados cascabeles que huían en un sálvese quien pueda. Tras la puerta se acumulaban llantos y sofocos. El pueblo se entregaba a la escaramuza como si se librase una cruzada colectiva. Con gritos secos,  ya al borde de la asfixia,  el abuelo de Sixto suplicaba a la gente que se apartara para que los animales se abrieran paso.  Al poner un pie en el corral y ver a su hijo abrasado, tirado en el suelo,  boca abajo y con los brazos abiertos y sin apenas restos de la camisa blanca,  sufrió un paro cardiaco del que horas más tarde fue imposible reanimarlo. Los cuñados se empeñaron en arrastrar al herido creyendo que podrían rescatarlo,  pero todo aquel esfuerzo fue en vano y sólo ganaron arañazos de fuego y quemaduras que les dejarían en la piel vitalicias marcas moradas.

De todo eso supo Sixto horas más tarde y en los meses venideros, cuando los mozos contaban su versión de lo acontecido como si relataran una peripecia legendaria.  Nunca olvidaría el olor a quemado que lo recibió al día siguiente al salir de la casa.  El luto impregnaba el ambiente, y las fachadas cercanas al corral resistían ennegrecidas.  El desconcierto que sentía al haberse quedado huérfano y sin el abuelo en un visto y no visto lo mantenía impávido. Numerosas vecinas querían consolarlo manifestando que sus padres habían ido al cielo,  que ya descansaban con Dios, pero él insistía en zafarse de tantos vanos consuelos.

—Déjame en paz —se quejaba el niño, de ocho años recién cumplidos,  terriblemente vapuleado por un ardiente deseo de desquite que iba a instruir para siempre su genio,  y que le enseñaba el precio de vivir marcado por la fatalidad y con una hermana de diecinueve meses que, de pronto, se convirtió en un estorbo; porque... ¿quién iba a criar ahora a esa criatura? En aquellos días de desconcierto,  el runrún sobre el futuro de la chiquilla circuló como un mal presagio y,  al cabo de una semana,  como nadie la quería,  se la llevaron unos tíos segundos por parte de padre que vivían en Novales.  Allí fue Abril Baladia,  la muñeca rubia a la que Sixto sólo visitó obligado en alguna fiesta patronal o para el Corpus.

La abuela, que de mal en peor arrastraba una fastidiosa tuberculosis, no pudo involucrarse en semejante cometido. Tras la desgracia quedó muda y,  cuando al poco tiempo falleció, todos decían que la pena la había consumido.

Si esos recuerdos tenían alguna capacidad, no era la de entristecerlo,  sino más bien la de dejarlo mudo.  Le instalaban una cortedad que le sellaba la boca.  La de Sixto era una memoria sin nostalgia,  pues apenas había tenido tiempo de acostumbrarse al resguardo de sus padres. No había espacio para la compasión. De la vida familiar apenas quedaba una fotografía de los cuatro,  otra del matrimonio,  un pergamino que certificaba aptitudes para bordar con el nombre y los apellidos de su madre,  un libro de familia y una hermana apartada a seis kilómetros,  los que separan Novales de Espalión, trozo de tierra baldía y yerma.”

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