Ordesa
Manuel Vilas
Alfaguara, 2018
Páginas: 392
Fragmento:
1
“Ojalá pudiera medirse el dolor
humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma
de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo
hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el
mundo. Hay seres humanos que pueden
soportarlo, yo nunca lo soportaré.
Nunca lo soporté.
Miraba la ciudad de Madrid y la
irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por
todo mi cuerpo.
He sido un eccehomo.
No entendí la vida.
Las conversaciones con otros
seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas.
Me dolía hablar con los demás:
veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y serán.
Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.
La caída antes de la caída.
La vanidad de las
conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las
vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.
Fue entonces cuando volví otra
vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido con
mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones, a la
espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento general de
todas las cosas.
Creí que mi cerebro estaba
fosilizado, no era capaz de resolver
operaciones cerebrales sencillas. Sumaba las matrículas de los coches, y esas
operaciones matemáticas me sumían en una honda tristeza. Cometía errores a la
hora de hablar el español. Tardaba en articular una frase, me quedaba en
silencio, y mi interlocutor me miraba con pena o desdén, y era él quien acababa
mi frase.
Tartamudeaba, y repetía mil
veces la misma oración. Tal vez había belleza en esa disfemia emocional. Le pedí cuentas a mi padre. Pensaba todo el
rato en la vida de mi padre. Intentaba encontrar en su vida una explicación de
la mía. Me volví un ser aterrorizado y visionario.
Me miraba en el espejo y veía no
mi envejecimiento, sino el
envejecimiento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el
envejecimiento de mi padre. Podía así recordarle perfectamente, solo tenía que
mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocida, como en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido.
No había ninguna alegría ni
ninguna felicidad en el reencuentro con mi padre en el espejo, sino otra vuelta
de tuerca en el dolor, un grado más en el descendimiento, en la hipotermia de
dos cadáveres que hablan.
Veo lo que no fue hecho para la
visibilidad, veo la muerte en extensión y en fundamentación de la materia, veo
la ingravidez global de todas las cosas. Estaba leyendo a Teresa de Ávila, y a
esa mujer le ocurrían cosas parecidas a las que me ocurren a mí. Ella las
llamaba de una manera, yo de otra.
Me puse a escribir, solo
escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los
cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos.
El gran fantasma de lo que
somos: una construcción alejada de la naturaleza. El gran fantasma es exitoso:
la humanidad está convencida de su existencia. Es allí donde comienzan mis
problemas.
Había en el año 2015 una
tristeza que caminaba por todo el planeta y entraba en las sociedades humanas
como si fuera un virus.
Me hice un escáner cerebral.
Visité a un neurólogo. Era un hombre corpulento, calvo, con las uñas cuidadas, con corbata debajo de la bata blanca. Me hizo pruebas. Me dijo que no había nada raro en mi cabeza.
Que estaba todo bien.
Y comencé a escribir este libro.
Pensé que el estado de mi alma
era un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España
llamado Ordesa, un lugar lleno de
montañas, y era un recuerdo amarillo, el
color amarillo invadía el nombre de Ordesa, y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi
padre en un verano de 1969.
Un estado mental que es un
lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo.
Todo se volvió amarillo. Que las
cosas y los seres humanos se vuelvan amarillos significa que han alcanzado la
inconsistencia, o el rencor.
El dolor es amarillo, eso quiero
decir.
Escribo estas palabras el 9 de
mayo del año 2015. Hace setenta años, Alemania firmaba su rendición incondicional. En un par de días las fotos de Hitler serían
sustituidas por las fotos de Stalin.
La Historia es también un cuerpo
con remordimientos. Tengo cincuenta y dos años y soy la historia de mí mismo.
Mis dos hijos entran en casa
ahora mismo, vienen de jugar al pádel. Hace ya un calor horrible. La
insistencia del calor, su venida
constante sobre los hombres, sobre el
planeta.
Y el crecimiento del calor sobre
la humanidad. No es solo el cambio climático, es una especie de recordatorio de la Historia,
una especie de venganza de los mitos
viejos sobre los mitos nuevos. El cambio
climático no es más que una actualización del apocalipsis. Nos gusta el apocalipsis. Lo llevamos en la genética.
El apartamento en el que vivo
está sucio, lleno de polvo. He intentado
limpiarlo varias veces, pero es
imposible. Nunca he sabido limpiar, y no
porque no haya puesto interés. A lo
mejor hay en mí algún residuo genético que me emparenta con la aristocracia. Esto me parece bastante improbable.
Vivo en la avenida de Ranillas,
en una ciudad del norte de España cuyo nombre no recuerdo ahora mismo: solo hay
polvo, calor y hormigas aquí. Hace un tiempo tuve una plaga de hormigas, y las maté con el aspirador: cientos de
hormigas aspiradas, me sentí un genocida
legítimo. Miro la sartén que está en la
cocina. La grasa pegada a la sartén. Tengo que fregarla. No sé qué les daré de
comer a mis hijos. La banalidad de la
comida. Desde la ventana se ve un templo
católico, recibiendo impertérrito la luz
del sol, su fuego ateo. El fuego del sol que Dios envía directamente
sobre la tierra como si fuese una bola negra, sucia, miserable, como si fuese podredumbre, basura. ¿No veis la basura del sol?
No hay gente en las calles. Donde yo vivo no hay calles, sino aceras vacías, llenas de tierra y saltamontes muertos. La gente se fue de vacaciones. Disfrutan en las playas del agua del mar. Los saltamontes muertos también fundaron
familias y tuvieron días de fiesta, días
de Navidad y celebraciones de cumpleaños. Todos somos pobre gente, metidos en el túnel
de la existencia. La existencia es una
categoría moral. Existir nos obliga a
hacer, a hacer cosas, lo que sea.
Si de algo me he dado cuenta en
la vida es de que todos los hombres y las mujeres somos una sola existencia.
Esa sola existencia algún día tendrá una representación política, y ese día
daremos un paso adelante. Yo no lo veré. Hay tantas cosas que no veré y que
estoy viendo ahora mismo.
Siempre vi cosas.
Siempre me hablaron los muertos.
Vi tantas cosas que el futuro
acabó hablando conmigo como si fuésemos vecinos o incluso amigos.
Estoy hablando de esos seres, de
los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor.
Nadie sabe qué es el amor.”
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