7 de maig 2021

los asquerosos,5

 


“Los elementos que aparecieron el primer fin de semana debían de ser los miembros directos de la familia ocupante. Los visitantes sucesivos debían de ser los primos, a los que siguieron los amigos y los amigos de los amigos. De ahí, a racimo. Porque todos se parecían, panes de la misma masa, o en las anatomías, o en los atuendos o en los usos o en las tres cosas. Entre tíos, cuñados y amistades, los que paraban en Zarzahuriel eran muchos y de todas las edades.

A este conglomerado humano global y uniforme, Manuel pronto empezó a llamarlo La Mochufa.

Llegaban en tres o cuatro coches grandones, fuera de escala, aparcando ostentación en la patena zarzahurielense. Y con unos maletones de volumen considerable, para cursar tres o cuatro cambios de vestuario al día durante una estancia de solo dos.

Llevaban encima las marcas de su raigambre, las señas físicas del secular hispano que tres o cuatro generaciones atrás se desplazó a la capital a buscarse buenamente la vida. Los vástagos de hoy, renegados y apóstatas, llegaban ejerciendo de urbanos supuestamente sofisticados. Les saltaban al aspecto los siglos de azada, forraje, moscas y grasas animales. Y sin embargo hacían chistes sobre los tufos del campo, alardeaban de su conocimiento del callejero capitalino, exhibían pegatinas del oso y el madroño y se reían de todo lo que veían en Zarzahuriel, con los aires colonizadores de los metropolitanos imperiales. Les hacía gracia tirarse pedos y eructos, como a cabestros en un cuartel chusquero.

Independientemente de cómo fuera la de sus ancestros, ellos no lucían expresión de listos. Su comportamiento no contravino nunca esta sensación. Los tanques en los que venían en convoy no pequeño diríanse antes adquiridos con el dividendo del pelotazo, la recalificación o el trafullo en la suspensión de pagos que con las rentas del talento. Les tiraba la ostentación, esa forma que tienen los advenedizos y los acomplejados de expresar su confusa relación con su dinero.

Llevaban la marca de la ropa tan a la vista que Manuel podía leer las letras desde el sobrado. Fuera de esto, iban muy rotulados de indumentaria, con mensajes que muchas veces resultaban de desconcertante desajuste. Había varios que tenían que sujetarse las barrigas a pulso con las manos, y vestían camisetas de gimnasios. Una que no salía sin las joyas llevaba en la camisa el circulito de los hippies. Otro muy asnal se presentaba con la leyenda Oxford University, desprestigiando a un claustro que no le habría admitido en la casa sabia ni como cadáver donado. Banderas de países, lemas contradictorios, proclamas ininteligibles. Les podían endilgar en la chupa el anagrama de un club de balonmano de las Molucas o de la Baader-Meinhof y ellos como si no, empecinados en hacer eslogan de causas que no parecían llevar comprendidas.

Sentían un patente horror al silencio. No sabían estar sin hacer ruido, como si necesitaran la constante confirmación de que estaban presentes allí y en ese momento. Si el miedo al silencio es de gente acobardada ante sí misma, estos vivían en el pasaje del terror.

A veces ponían a aullar aposta la alarma de su coche, para ver lo bonito que sonaba. Los niños se reían, los padres bromeaban. Tardaban en apagarla porque el estruendo los hacía felices. Los ponía contentos porque la sirena rasgaba el silencio que los mochufas no soportaban.

Todo el tiempo les sonaba el móvil, que contestaban a gritos. Contaban siempre a través del teléfono lo bien que estaban en la soledad del campo, gran paradoja si los fines de semana se los pasaban hablando con el exterior.

Se rearmaban continuamente para meter más follón. Trajeron un corta césped para la parcela, y mataban las mañanas paseándolo por la hierba, tres o cuatro veces por el mismo trozo. Un viejo una tarde sintió la llamada del bricolaje. Pretendía decapar el barniz de un portón de seis metros cuadrados con una lija circular fijada a un taladro doméstico. El bobo se cansaba cada diez minutos y lo dejaba. Retomaba sin aviso, y cada vez la herramienta rompía más los nervios.

Pronto instalaron una campana en su patio, para que los niños se entretuvieran. La tañían como locos, metiendo un jaleo de bayoneta pinchando tímpanos. Todo con tal de fulminar la quietud que decían haber ido a buscar en Zarzahuriel y que en realidad no aguantaban. « ¡La paz que se respira allá!», contarían el lunes al vecino en su barrio. Manuel tenía que tener pelados los cantos de los dedos de los pies de tanto frotárselos unos con otros de repelús y asco.

Parte de ese ruido lo  aportaba la asquera de música que gastaban, a base de radiofórmula refreída y emisoras de recopilatorios deslavados. Era la suya la puta música para las alimañas del coño y del cojón, pachangadas pensadas para la gentuza de cualquier clase social. Los mugidos los definían, en una etopeya sónica que les describía de forma exacta con más nitidez de como lo hubieran hecho sus biografías en tres tomos. Me apunté los deberes de indagar qué había sido de las vidas de aquellos de mis conocidos que compraron hacia 1983 los discos de Luis Cobos, de La Trinca o de El Puma. Estaba seguro de que les había ido como el culo, por cara-cacas, como vaticinaban sus gustos.

Todos hacían las mismas gracias todas las semanas, pero con cara de creerse que las inventaban nuevas y a estrenar. Las mismas, a repertorio fijo. Pero notándose anticipados, especiales, inéditos, originales, añicos: las cinco vocales iniciales para su novedad vieja. Y semana tras semana desfilaban los chistes sobre cómo vagueaban, los chistes sobre cómo se despatarraban, los chistes sobre el bajo estado de forma del otro, los chistes sobre lo pillos que eran porque se bebían una cerveza, los chistes sobre cómo se iban a poner a chuletas, los chistes picaritos y bienintencionados sobre celos cuando venían en parejas, los chistes diciendo «patata» al hacerse la foto de recuerdo.

La seriación de fotocopia persistía cuando abandonaban las regiones del humor y se lanzaban por las de la poesía. Se reiteraban entre ellos y a sí mismos cuando se veían en composición de estampas emotivas. Todos bebían una botella de vino al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de alta trascendencia gastronómica. Todos tertuliaban arrobados al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de vibrante estética filosófica. Todos enseñaban un efecto de la naturaleza a sus hijos al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de paternal pedagogía sobre la vida agreste y verdadera. Todos se besaban al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de evocador erotismo campestre. Durante estos ratos de pintar cuadros se callaban un poco.

En sus escenas, cómicas o líricas, los varones agravaban la voz y las hembras la agudizaban, que los papeles los tenían bien repartidos.

Ya he dicho que se besaban. Creo que era muy duro sufrir la dentera que daba ver a dos subderivados invocando el contacto carnal, y el retortijón de píloro que  ofrendaba el imaginarse a uno mismo besando a eso.

Dejaban las luces encendidas por todos sitios. Daban la luz hasta para buscar el interruptor de la luz. Sin embargo, traían un perro al que sacaban a pasear por el campo con dos bolsitas de recoger cacas. En eso consistiría básicamente ser un fulano. En ir por el bosque con los paquetitos del remilgo. Pero estar de día y de noche quemando combustibles fósiles para la generación eléctrica como norma de civilización.

Un viernes por la tarde, unos de chaquetilla naranja les instalaron un dispositivo para subir las persianas dándole a un botón. Otro, se trajeron unos extensores para ejercitar los brazos, como si los brazos no se ejercitaran subiendo persianas. Un sábado les llegó una furgoneta de la que unos operarios bajaron una cinta de correr. La llanura y los cerros, pistas infinitas, los miraban clamando al cielo. Otra dotación vino poco después a colocar unas mosquiteras en las ventanas para que el campo no les entrara en la casa de campo.

Llamaban «cariño» a todo el mundo, marca de quien ofrece un afecto devaluado por exceso de oferta verbal. Hablaban muy adscritos a fórmulas predeterminadas. «Recargar las pilas», «planes con niños», «escapada», tufihuelas así. Decían «divina de la muerte», «momentazo», paquetillos verbales a base de fraseo prestado, botes de caca semántica consensuada que se recambia década a década, pero constituyendo siempre la señal oral del lerdo. «Cómo ser madre y no morir en el intento», qué risa. La de «Los hijos vienen sin manual de instrucciones» siempre provocaba gran alborozo, así se repitiera a cada minuto. Chorrudeces a palangana llena. «Aquí estoy, al sol, como los lagartos».

Decían todo el tiempo «disfrutar». Es la palabra que a la altura del siglo, según Manuel, usaban todos los sinvergüenzas que querían vender algo cuando ese algo era una puta mierda. Es también vocablo propio de los que tienen ansias de follar y no las echan para afuera. Término de obscenidad latente, soltarlo u oírlo da un respiro, porque sugiere una promesa de íntimos orgasmines a los de las ganas cautivas.

Se habían dejado abducir por los comentaristas de la tele, que todo lo arreglan con la «hoja de ruta», las «espadas en alto», la «línea roja» y con que si «yo no tengo una bola de cristal», peditos reproducidos a millares con los que un tertuliano se echa al coleto un buen pasar en debates de cualquier horario. Salía mucho «calidad de vida», la formulación con la que los desmigados se intentan convencer de que están contentos.

Daba la firme impresión de que vivían decididos a parecerse a la gente que sale en los anuncios.

 De viernes a domingo, preñaban el campo de olor a cosmética. Abrían una ventana y apestaba a gel, a leches, a gilifrascos, a cadena de perfumerías, a hipermercado de fetideces. A champú, a acondicionador, a espuma fijadora, a tomadura de pelo.

Necesitaban medicinachas para todo. Les rondaban la contractura, la sequedad de ojos, la alergia a todo lo que se menea, las décimas de fiebre y el constipado, siempre en puertas. Manuel columbró en delirio que tiraban de una pomada para el picor común de espalda. Te untabas el preparado y a los dos minutos se te pasaba. Se vendía con un aplicador telescópico que extendido se parecía mucho a un limpiaparabrisas. Las toallitas húmedas a base de alcohol para el aseo fecal eran para ellos imprescindibles. No en balde, cada vez más, en un proceso simple de adicción proveído por el empapado etílico del orto y la inevitable alcoholización (por vía anal, la más innoble de las posibles) del usuario.

Se tumbaban en el patio a leer la prensa rosa. Es el carné de socio de los despresurizados, la chapa identificativa de los pulguientos en la perrera municipal y la tablilla collar de los esclavos vocacionales en el zoco. No sé por qué no se dice más.

Sus hábitos de consumo televisivo no eran alentadores, sosteniendo con su fidelidad la producción audiovisual de los directivos de cadena cuya dilución en humus menos va a importar.”

 

 

Los asquerosos

Santiago Lorenzo

Blackie Books, 2018

Pág. 127-133

 


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