"Dejar que se ahogue gente en
el Mediterráneo no está muy lejos de Auschwitz"
por Leticia Blanco
El Mundo, 10/09/2018
“La escritora alemana Jenny Erpenbeck publica Yo
voy, tú vas, él va, sobre un profesor jubilado que decide ayudar a un grupo
de refugiados en Berlín. Richard es un profesor universitario que acaba de
jubilarse y, de repente, tiene tiempo libre. Vive a las afueras de Berlín, en
una casa frente a un lago en el que el pasado verano se ahogó un hombre.
Todavía no han sacado el cadáver de las profundidades así que, un poco por
terror, un poco por respeto, nadie ha vuelto a nadar allí desde entonces. Un
día Richard tropieza con un campamento de refugiados que se ha instalado en la
Oranienplatz de Kreuzberg. Se interesa por los que duermen bajo las tiendas y se
propone conocer su historia, implicarse. Así que se acerca a las asambleas que
organizan, redacta una lista de preguntas para descubrir su pasado y se deja
caer por las clases donde aprenden el alemán y sus caprichosas declinaciones. Así
conocerá la historia de chicos como Awad, un mecánico de coches que huyó de
Libia durante la revuelta contra Gadafi después de que asesinaran a parte de su
familia. Él y otros refugiados huyen de la violencia extrema. Tras cruzar el
Mediterráneo en penosas condiciones y pasar meses en un campo de refugiados en
Sicilia, ahora buscan un lugar en el que empezar una nueva vida: Berlín. A
medida que estrecha relación con ellos, Richard, un catedrático emérito
acostumbrado a citar a Dante y Hölderlin, descubrirá su propia
ignorancia (es incapaz de ubicar en el mapa a Ghana y no sabe cuál es la
capital de Níger) y se irá involucrando cada vez más en las vidas de un grupo
de jóvenes africanos a los que al principio, poco familiarizado con sus
nombres, bautiza como héroes mitológicos como Apolo o Hermes.
Así arranca Yo
voy, tú vas, él va , puede que la primera novela sobre la crisis de los
refugiados que azota Europa. La alemana Jenny
Erpenbeck empezó a escribirla en 2013, cuando «a los inmigrantes los veías
si querías». «Luego, cuando la crisis se agravó en el verano de 2015, los veías
aunque no quisieras. Fue entonces cuando salió publicada», recuerda. La
escritora buscó un grupo de refugiados y, como Richard en la novela, se
zambulló en su vida cotidiana. «Los acompañaba en sus visitas al abogado, las
casas de acogida, las manifestaciones...». Hoy sigue en contacto con ellos («no
se esfumaron con la publicación de la novela») y forman parte de su «familia»,
dice. Erpenbeck decidió escribir la novela no sólo para visibilizar el mayor
problema humanitario de Europa, también porque quería recoger «sus voces, que
son un tesoro» y no dejar que el viento y las olas del mar se llevaran para
siempre los testimonios de individuos que, en muchos casos, «han atravesado de
manera involuntaria experiencias tan duras y trascendentes que tienen algo de
filosófico». Si para algo está la literatura, opina, es precisamente para eso,
para darles voz. En la novela se entrecruzan los testimonios de los refugiados,
la inexpugnable burocracia y las reflexiones de Richard, que algunas veces
también se siente como un ciudadano de segunda por haber crecido en el Este. No
sólo porque su pensión es menor que la de un profesor del Oeste, sino porque
«se siente extranjero en la Alemania reunificada y sufre la inseguridad de
haber tenido que reeducarse en un país nuevo del que desconoce las reglas»,
afirma la autora. Ella también nació en el Berlín Este, en 1967, y cuenta que,
al empezar a escribir, decidió que Richard sería del Este porque allí «la
utopía de la igualdad» existió en algún momento. También cree que el hecho de
que Angela Merkel creciera en la
Alemania comunista, «donde aprendió lo que es la solidaridad», y que su padre
fuera un pastor luterano tiene mucho que ver en su posición frente a los
refugiados, pese a las enormes presiones que recibe para limitar el número de
acogidos por parte de la ultraderecha y de su propio partido, que para más inri, «se hace llamar democristiano». Hay
una frase en Yo voy, tú vas, él va
que dice así: «Seguro que los africanos ni siquiera sabían quién era Hitler,
pero, solo si ahora sobrevivían en Alemania, Hitler habría perdido de verdad la
guerra». Para Erpenbeck, que muchos países europeos estén discutiendo la
posibilidad de dejar que los inmigrantes se ahoguen en el mar «es la misma idea
que nos llevó a Auschwitz», afirma. «La frase que oímos todo el rato, “Es que
no pueden venir todos”, es absurda y sólo es una excusa para que miles de
personas se ahoguen. No tenemos derecho a decidir quién viene o quién se puede
quedar. Y como europeos, no podemos dejar solos a España, Italia y Grecia».
Erpenbeck alerta de otro peligro: ese limbo de
espera al que se ven condenados los refugiados, que muchas veces pasan siete
años malviviendo sin saber si podrán quedarse en el país de acogida o no. En
Austria, por ejemplo, mientras esperan a que se resuelva su solicitud de
residencia tienen prohibido trabajar o formarse, algo que impide cualquier
atisbo de integración y que solo genera frustración. «Siempre se dice que la
economía acaba dictándolo todo y no es cierto. Nos faltan panaderos, fontaneros
y otros empleos de formación técnica, pero a los gobiernos sólo les interesa
aceptar a los inmigrantes que ya están formados», lamenta. La espera sólo puede
traer problemas, alerta la alemana. «Todos sabemos cómo nos ponemos cuando nos
toca esperar más de lo habitual en una tienda o una oficina...sólo hay que
imaginarse cómo debe sentirse toda esa gente que está ansiosa por empezar una
nueva vida y no puede. Quieren formar una familia, tener un trabajo, en
ocasiones reciben presiones para enviar dinero a África... en ese día a día de
espera desesperada sin estructura familiar, muchas veces el único sitio donde
los quieren es en las mezquitas, y todos sabemos que hay mezquitas buenas y
mezquitas malas. No hay que postergar los problemas. La espera no trae nada
bueno», añade. Esa condena a estar paralizados impide a los refugiados soltar
lastre, cicatrizar heridas y superar el pasado. La imposibilidad de hacer
planes de futuro les condena a un presente indefinido cargado de amargura. La
novela, que ganó el premio Strega Europeo de 2017, aborda la tragedia de los
refugiados sin caer en el sentimentalismo -de hecho, el estilo de Erpenbeck es
bastante austero, salpicado de algún fogonazo lírico- . Y no sólo va sobre el
drama de los refugiados que llegan a Europa en busca de un hogar. También es un
libro sobre cómo encarar la vida tras la jubilación, la empatía, cómo
implicarse con el otro y, tal y como dice la editora de Anagrama Silvia Sesé, «como vivir una vida que
valga la pena».
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