30 de set. 2021

el quinto hijo, fragmento

 

“Cuando le pidió al doctor Brett que le concertara una cita con un especialista, le dijo:

—Por favor, no me haga parecer una especie de idiota histérica.

Llevó a Ben a Londres. Le dejó al cuidado de la enfermera de la doctora Gilly. La doctora Gilly prefería ver primero al niño solo, sin los padres. Parecía razonable. Tal vez aquella doctora fuera sensata, se decía Harriet mientras tomaba un café en una cafetería pequeña, y luego se preguntó qué habría querido decir con aquello. ¿Qué es lo que espero ahora? Decidió que lo que deseaba era que por fin alguien empleara las palabras adecuadas, que compartiera la carga. No, no esperaba que la liberaran, ni siquiera que las cosas pudieran cambiar mucho. Quería que se reconociera su situación, que se otorgara a su problema su dimensión real.

En fin, ¿era probable? Llena de sentimientos contradictorios (deseando por un lado ayuda, escéptica por otro: Bueno, ¡qué esperabas!) volvió y se encontró a Ben con la enfermera en un cuartito junto a la sala de espera. Con la espalda apoyada en la pared, Ben observaba todos los movimientos de la enfermera como un animal cauteloso. Al ver a su madre, corrió a su lado y se escondió detrás de ella.

—Vamos —dijo la enfermera con acritud—, no tienes por qué hacer eso, Ben.

Harriet le mandó sentarse y esperar; le dijo que volvería en seguida. Se colocó detrás de una butaca y se quedó allí de pie, alerta, con los ojos clavados en la enfermera.

Luego Harriet se encontró sentada frente a una sagaz profesional a la que le habían dicho (Harriet estaba convencida) que era una madre irracionalmente preocupada, incapaz de manejar a su quinto hijo.

—Iré directamente al grano, señora Lovatt —dijo la doctora Gilly—. El problema no es Ben sino usted. A usted no le gusta demasiado.

—Oh, Dios mío. ¡Otra vez no, por favor! —estalló Harriet, en un tono malhumorado, lastimero. Miraba a la doctora Gilly, atenta a su reacción. Al fin dijo—: Se lo ha dicho el doctor Brett y ahora lo dice usted.

—Bien, señora Lovatt, ¿acaso lo niega? He de decirle, en primer lugar, que no es culpa suya. Y también que es bastante frecuente. No podemos elegir lo que nos saldrá en la lotería… y eso es tener un hijo. Por suerte o por desgracia, no podemos elegir. Lo primero que tiene que hacer usted es no culparse.

—Yo no me culpo —dijo Harriet—. Aunque no espero que lo crea. Pero es una triste gracia. Creo que desde que nació Ben, siempre me han echado la culpa. Me siento como una delincuente. Me han hecho sentirme así continuamente. —Mientras hablaba, con voz chillona, que no podía cambiar, iban saliendo a borbotones todos los años de amargura. La doctora Gilly la miraba—. ¡Es verdaderamente asombroso! Nadie me ha dicho nunca, nadie, jamás: «¡Qué habilidosa eres, has conseguido tener cuatro niños preciosos extraordinariamente inteligentes y normales! Puedes estar orgullosa. ¡Muy bien, Harriet!» ¿No le parece a usted extraño que nadie me lo haya dicho nunca? ¡Pero, con lo de Ben… soy una delincuente!

Tras una pausa para analizar lo que había dicho Harriet, la doctora Gilly dijo:

—No soporta el hecho de que Ben no sea inteligente, ¿es eso?

—Oh, Dios mío —dijo Harriet con furia—. ¡Cuál es el problema!

Las dos mujeres se miraron fijamente. Harriet suspiró, dejando que su furia se aplacara; la doctora estaba irritada, pero no lo demostraba.

—Dígame —dijo Harriet—, ¿quiere decir usted que Ben es un niño normal en todos los sentidos? ¿Que no tiene nada de raro?

—Está dentro de la escala de la normalidad. Me han dicho que no le va muy bien en el colegio, pero es frecuente que los niños lentos adelanten posteriormente.

—No puedo creerlo —dijo Harriet—. Mire, hagamos una cosa…, bien, de acuerdo, permítame hacerlo. Dígale a la enfermera que traiga a Ben.

La doctora Gilly lo pensó. Luego habló por el aparato.

Oyeron a Ben gritar «¡No! ¡No!» y la voz persuasiva de la enfermera.

Se abrió la puerta. Apareció Ben; la enfermera le había empujado a la habitación. La puerta se cerró a su espalda y él retrocedió apoyándose en ella y mirando a la doctora.

Se quedó allí con los hombros inclinados hacia adelante y las rodillas dobladas, como si estuviera a punto de saltar hacia algún sitio. Era regordete, pequeño y fornido, con la cabeza enorme, con aquel rastrojo de áspero pelo amarillento que le crecía de la doble coronilla hasta la parte inferior de la frente estrecha y gruesa. Tenía la nariz chata, aflautada y respingona. Los labios carnosos y ondulados. Los ojos parecían protuberancias de piedra opaca. Por primera vez, Harriet pensó: «No parece un niño de seis años sino mucho mayor. Casi podrías tomarlo por un hombre pequeño, pero no por un niño.»

La doctora miró a Ben. Harriet los miró a ambos. La doctora dijo:

—Bien, Ben. Ahora vete. Tu madre irá en seguida.

Ben seguía allí petrificado. La doctora Gilly volvió a hablar por el aparato, se abrió la puerta y Ben fue sacado a rastras del despacho, gruñendo.

—Dígame, doctora Gilly, ¿qué ha visto usted?

La actitud de la doctora Gilly era cauta, estaba ofendida; estaba calculando el tiempo que faltaba para que concluyera la entrevista. No contestó.

Harriet sabía que era inútil, pero deseaba oírlo, que se dijera; así que dijo:

—No es humano, ¿verdad?

Súbita, inesperadamente, la doctora Gilly dejó traslucir lo que pensaba. Se incorporó, suspiró hondo, se cubrió la cara con las manos y las bajó hasta quedar sentada con los ojos cerrados y los dedos sobre los labios. Era una mujer de mediana edad, agraciada, segura de sí misma; pero durante sólo un instante, se manifestó en ella una angustia ilícita e ilegítima y pareció fuera de sí, aturdida, incluso.

Luego decidió rechazar lo que Harriet sabía que era un momento de sinceridad. Dejó caer las manos, sonrió y dijo en broma:

—¿De otro planeta? ¿Del espacio exterior?

—No. Bueno, usted le ha visto, ¿no? ¿Cómo sabemos el tipo de pueblos… de razas quiero decir… de criaturas diferentes a nosotros que han vivido en este planeta? En el pasado. En realidad no lo sabemos, ¿verdad? ¿Cómo sabemos que los gnomos y los duendes, ese tipo de criaturas, no viven verdaderamente aquí? Y que por eso contamos historias sobre ellos. Que existieron realmente en otros tiempos… Bueno, ¿cómo sabemos que no?

—¿Cree usted que Ben es un salto atrás? —preguntó muy seria la doctora Gilly. Parecía bastante dispuesta a admitir la idea.

—Me parece evidente —dijo Harriet.

Otro silencio; la doctora Gilly examinó sus manos bien cuidadas. Suspiró. Luego alzó la vista y miró a Harriet a los ojos diciendo:

—Si así fuera, ¿qué espera usted que haga yo?

Harriet insistió:

—Quiero que se diga. Quiero que se reconozca. Es que sencillamente no puedo soportar que nadie lo diga nunca.

—¿Pero es que no se da usted cuenta de que está fuera de mi competencia? Es decir, si fuera cierto. ¿Acaso quiere que le dé una carta para el zoo, para que lo metan en una jaula? ¿O que lo entregue a la ciencia?

—Dios mío, no —dijo Harriet—. No, claro que no.

Silencio.

—Gracias, doctora Gilly —dijo Harriet, dando por terminada la entrevista de la forma habitual. Se levantó—. ¿Estaría usted dispuesta a recetarme un calmante bien fuerte? A veces no puedo dominar a Ben y necesito alguna ayuda.”

El quinto hijo 
Doris Lessing
Santillana, 2007
páginas 174-180

29 de set. 2021

el quinto hijo

 



Embrujado por Doris Lessing

por Steve Almond

The New York Times Book Review

12/12/2013



"Mi interés en Doris Lessing, ganadora del Premio Nobel y una de las escritoras más célebres del mundo, se deriva de un solo libro, la novela de 1988 "El quinto hijo", que me ha perseguido durante más de 20 años.

La historia trata sobre una joven pareja británica idealista, Harriet y David Lovatt, unidos en su deseo de formar una familia numerosa. Rápidamente tienen cuatro hijos y construyen lo que parece ser una vida idílica. Luego, en contra del consejo de sus familiares, Harriet vuelve a quedar embarazada. Casi de inmediato, se siente envenenada por el ser que crece dentro de ella; y desde el momento en que nace, Ben se ve y se comporta como un monstruo: violento, insaciable, sin remordimientos. Eventualmente es institucionalizado, pero su madre culpable lo rescata, un acto que efectivamente destruye a su familia.

“El quinto hijo” es una obra de horror que horroriza al subvertir nuestro supuesto cultural más sagrado: la inocencia de los niños. También es una historia que conocía en mis huesos. Los niños monstruosos fueron, podría decirse, un tema dominante en mi infancia.

Mis hermanos y yo éramos chicos de los suburbios que se portaban bien y nos atacaban en privado. Luchamos contra puños y burlas crueles y ocasionalmente con uñas y dientes . Cuando crecimos, mi madre, psicoanalista, escribió un libro llamado "El monstruo interior". Se trata de la ambivalencia materna y, específicamente, el miedo de las mujeres a dar a luz a monstruos, una fascinación, siempre sospeché, que surgió en parte de sus combativos hijos. Mi madre vio la novela de Lessing como una parábola psicológica sobre la codicia genética. Harriet y David Lovatt quieren un número ilimitado de niños independientemente de su capacidad para cuidarlos. Su quinto hijo encarna este apetito despiadado.

Como padre de dos niños pequeños, encontré esta interpretación reveladora pero profundamente inquietante, particularmente después de que mi esposa anunció el año pasado que estaba embarazada. No pude evitar sentir un espasmo de pavor. ¿Habíamos asumido demasiado? ¿Seríamos castigados ahora?

Me alivia informar que nuestro tercer hijo es perfectamente dulce, al menos hasta ahora. Pero el poder de "El quinto hijo" permanece intacto. Cada vez que lo leo (y lo he leído más veces de las que me gustaría admitir), siento la misma maraña de miedo, desesperación, frustración y alegría mórbida. Esto puede parecer un extraño conjunto de sentimientos. Pero Lessing fue el tipo de escritora que entendió que el propósito de la literatura no es solo entretener. Debería hacernos sentir implicados. Leemos, en parte, para volver a experimentar los deseos y lamentos de nuestra infancia.

La parte de mí que sigue regresando al "El quinto hijo" es la que anhela perpetuamente esa gran familia feliz, sabiendo que será destruida por impulsos bestiales pero impotente para renunciar al sueño."

26 de set. 2021

un cant d'amor...i absència

 





“Només voldria ésser-te com un aire de primavera: Dolç i lleu dins la tarda; fort i pur dins el somni.”

Rosa Leveroni



Ahir, dins de les activitats al voltant de l’exposició República és nom de dona que acull el Museu de ca n'Oliver fins el 14 de novembre, vam recórrer la vida i l'obra de la poeta i narradora barcelonina Rosa Leveroni de la ma de les companyes i companys de Vespres Literaris.

Cinc cèntims, gràcies a Marta Pesarrodona, sobre aquesta autora:

Rosa Leveroni i Valls (Barcelona 1910-1985) va néixer a Barcelona, al cor de Barcelona, al Passeig de Gràcia, en el si d’una família de classe acomodada. El gentilici -que Maria Aurèlia Capmany, en prologar-la, ja considera un inici de poema- delata l’origen italià del pare, qui establiria un negoci en el qual, amb la seva mort, la del pare, i el desgavell de la Guerra Civil, la pròpia autora hi treballaria. La mare era mestra, encara que no va exercir mai. En conseqüència, estudis a la Dames Negre s del Passeig de Gràcia de Barcelona i, després, entrada en la mítica i orsiana Escola de Bibliotecàries, acabada la Dictadura de Primo de Rivera, concretament de 1930 a 1933, així com uns anys d’estudis d’humanitats a la Universitat -aleshores Autònoma- de Barcelona, circumstància que marcaria la seva vida d’autora, de poeta bàsicament, i de dona, com s’ha sabut en data relativament recent. En qualsevol cas, segurament Leveroni és la primera autora catalana amb estudis superiors, que fins i tot, el 1933, va rebre una beca per fer una tesina sobre literatura infantil a Madrid.

La cronologia personal no va ajudar-la gens, però. Per un costat, en esclatar la Guerra Civil tenia vint-i-sis anys, havia acabat els seus estudis de bibliotecària i treballava com a tal a la biblioteca de la seva universitat, escrivia poesia com feia des de l’adolescència (havia publicat ja als quinze anys poemes a la revista Patufet) i, en plena guerra, el 1937, va ser finalista del més important premi poètic de l’època, el Joaquim Folguera, amb el que seria el seu primer llibre Epigrames i cançons, que es publicaria el 1938 i inclouria un gran pròleg del seu mestre -i mestre de més d’una generació -, Carles Riba, que és, a la vegada, un clar exemple de patriarcalisme. Amb el temps també seria la causant d’una altra mostra del gènere patriarcal, quan Salvador Espriu li prologà el segon lliurament poètic. Hauríem d’esperar la benèfica intervenció de Maria Aurèlia Capmany, prologuista del tercer i darrer -en vida- lliurament poètic. Acabada la Guerra Incivil -que diria Joan Oliver/Pere Quart- naturalment perd el seu lloc de treball a la biblioteca universitària, pateix la “depuració” dels funcionaris republicans, encara que no es mou de Catalunya, segons la novel·lista i prologuista Helena Valentí, amiga molt estimada de l’autora, perquè el pare no li permet anar-se’n del país. Treballà tres anys a l’arxiu de premsa de l’Editorial Sopena, anys que l’autora considerava els mes grisos de la seva vida, i en una biblioteca particular d’un gran col·leccionista d’ex-libris. Ras i curt, va començar a viure el seu exili interior, suposem tan sols mitigat per les seves estades a Cadaqués, lloc estretament vinculat amb els ressons marins a la seva obra. També, l’obertura de l’Institut Britànic a Barcelona li va permetre d’estudiar anglès i, amb el temps, traduir des d’Eliot a Katherine Mansfield, passant per Christina Rossetti, de qui va traduir el seu meravellós “Song” , que tan encertadament Sam Abrams empra per obrir, amb la versió Leveroni, la seva Antologia de Poesia Anglesa i Nord-Americana. Barcelona: Edicions 62, 1994. 

Segons manifestació pròpia, com que no es casaria mai (són paraules seves), li va demanar al seu pare el dot, diguem, que consistia en una caseta a Cadaqués, cosa la qual el pare va fer comprant-li una casa de pescadors, una “barraca”, el 1948. El pare moriria el 1950 i ella s’integraria al negoci familiar per prendre cura de la part que li corresponia a la mare. Es van acomplir els seus desigs pel que fa a Cadaqués, així com el de ser enterrada, com és el cas, al bell cementiri d’aquella població, Port Lligat. Abans, però, i fins a l’arribada de la democràcia, l’autora va passar per angúnies econòmiques, que alleugerí Maria Aurèlia Capmany qui, ultra escriptora, com a regidora de l’Ajuntament de Barcelona, li va aconseguir la pensió que li corresponia com a antiga treballadora a la biblioteca de la Universitat de Barcelona en els anys de la guerra. També, a finals dels anys setanta, va començar a patir una greu malaltia, un càncer intestinal, que la va deixar sense poder llegir, suposem degut al tractament, encara que era una persona vivaç amb les visites, com va ser el nostre cas. Finalment, pel que fa a la seva vida, cal fer referència del llegat dels seus llibres i papers a la Biblioteca de Catalunya, un fet que ha propiciat -i, esperem, propiciarà- l’aparició de més notícies sobre la seva obra i persona.
(...)
Leveroni va ser un dels ponts més sòlids entre l’exili interior i l’exterior, com queda palès a “Un epistolari de Carles Riba”, reblat pel volum de cartes amb un dels grans activistes culturals dels anys quaranta, Josep Palau i Fabre. Leveroni seria la primera dipositària de les famoses, justament, primeres Elegies de Bierville ribianes. També amb Palau, entraria a una de les poques empreses de l’època, la revista -clandestina, per mor del Zeitgeist imposat- Poesia (1944-45) i Ariel (1946-51), on publicà alguns dels seus assaigs. Va mantenir relació amb el matrimoni Carles Riba i Clementina Arderiu quan van tornar de l’exili i van establir les seves tertúlies a casa els diumenges a la tarda. També, amb les següents generacions de poetes, a part de Palau i Fabre, com és el cas de Gabriel Ferrater, amb qui compartia amor per Cadaqués i qui sempre deia que l’experiència que hi havia sota del seu poema “El ponent excessiu” l’havia compartit amb Leveroni. Això no obstant, en la represa editorial catalana dels anys seixanta, Leveroni resultava una il·lustre desconeguda.
(...)
Això no obstant, al pas dels anys l’obra de Leveroni no s’apaga, ans brilla cada vegada més. “

Marta Pesarrodona



“He comprès que l’amor sense literatura no és res.”

Rosa Leveroni

20 de set. 2021

doris lessing, discurso


 

Discurso aceptación Nobel literatura.

"Estoy de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de incendios donde, en 1956, se encontraba el bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.

Me encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí “para ayudar a África” como solemos decir. Es un
alma genuinamente idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni bolígrafos, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas, historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en Paris o Felicity encuentra el amor.

Hay una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben saber que todos las están observando?

Mi amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela.

Mientras estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas piden libros. “Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres.” Un hombre dijo: “Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros”. Todas las personas que conocí, todas ellas, pedían libros.

Estuve varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río.

Otro maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad luego de ver el estado en que se encontraba esta “escuela”.

El último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra, que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones que habían sido bosque.

No creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.

Al día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos edificios y jardines.

Estos alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres, familiares e incluso madres de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para ellos.

La escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana. Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños que todas y cada una de las personas piden libros: “Por favor, mándennos libros”. Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo, donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una cabra recién sacrificada y cocida en una olla grande constituye el banquete de fin de año.

¿Acaso les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?

Me esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.

Estoy convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios.

Al finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a las universidades.

—Ya sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la biblioteca.

“Ya sabes como es”. Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros.

Somos parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras.

Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás “¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?”. Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc.

Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa feliz etapa, muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX.

La lectura, los libros solían formar parte de la educación general.

Las personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel fundamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído.

Todos conocemos esta triste historia.

Pero no conocemos su final.

Recordemos el antiguo proverbio: “La lectura es el alimento del alma” —y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con información, con historia, con toda clase de conocimientos.

Pero nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me telefoneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos, sobre educación.

Pertenezco a una pequeña organización que se fundó con el propósito de abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos diferentes había recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos informaron que en las aldeas, a diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de vacaciones, ancianos. Yo misma hice una pequeña encuesta para averiguar las preferencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de auto enseñanza —cómo abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—,  aparecían al final de la lista. Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos desconocen la oferta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas.

Nuestra pequeña organización conseguía libros de todo lugar posible, pero recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual: así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe. Ahora, debido a la inflación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alfabetización: las personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos.

Nuestra pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y, también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos.

Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es un fenómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.

Existe un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales, suficiente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros.

Y suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra familia en nuestra elongada choza de barro): “Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted”.

Pero aquí está la dificultad. No.

La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.

Allí está la brecha. Allí está la dificultad.

Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía.

Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.

Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay unos escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos. Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.

Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe.

Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.

Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades.

Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta
algo más.

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: “¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?”. A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración.

Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. “¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?”

Pasemos a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.

A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad.

Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento.

Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: “Es lo peor que me pudo haber pasado”.

Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.

Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. “¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes.”

Es imprescindible alguna clase de educación.

En mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.

Pero hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a su “biblioteca”. Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material plástico. “Pero”, le dijimos, “¿acaso esos libros no son para leer?” y nos respondió: “No, se van a ensuciar y entonces  dónde consigo otros?”.

Su deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar. “Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria”, suplica, “pero nunca me enseñaron a enseñar.”

He visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase formada por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba “Dos por dos son…”, etc. He visto una muchacha, de escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de ejercicios, bolígrafos, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo.

Somos testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los beneficios de la educación.

Nuestra educación que tan amenazada se encuentra en esta época.

Quisiera que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada agua.

El hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna Karenina.

Ella lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es una joven con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de personas, todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera, más allá de las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enfermo en realidad, a causa de la sequía.

El hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo?

—Es sobre Rusia —responde la chica.

—¿Sabes dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro.

La joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la mejor.

La joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.

El hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre dice: —La Fanta les da más sed.

El hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.

Luego ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota.

Ella vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo la fascina y vuelve a leerlo.

“Varenka lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que le formularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por fin llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió confundido y, en silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora.”

Este fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas en bikini.

Ha llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los seis kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora… Afuera las hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esfuerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de comprenderlo.

¿Cómo ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un remoto comercio? 

Sucedió que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz alta a quien quisiera escucharlo: “Es mi costumbre para los viajes largos. A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando hablaba. “Viajo todo el tiempo”, confesó. “Viajar en esta época ya es bastante esfuerzo.” Tan pronto como los pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. “No, en realidad es la única manera de viajar.” Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era un libro famoso.

Cuando llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran interés, reprobación, justificada curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general, esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado.

Mientras tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador con sus hijitos prendidos de su falda. Usa jeans, porque es una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden aferrarse a ella, a sus amplios pliegues.

La joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda.

Los niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado de polvo.

Era penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: “Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños. Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí, también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará”.

La joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente. A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa.

—Esperen —dice a sus hijos—. Esperen.

Debe darse ánimo y continuar.

Y piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el supermercado, un edificio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida.

Supongo que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre el mostrador del comercio.

Sería un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.

Y allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va… a través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana.

Estamos hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la ironía e incluso para el cinismo. Apenas si utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que han perdido su potencialidad.

Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.

Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre.

Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.

Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el f fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.

El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos
que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.

Esa pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras superabundancias?

Creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir."


19 de set. 2021

doris lessing, obras y 6

 

Alfred y Emily

Doris Lessing


traducción: Verónica Canales Medina

Lumen, 2009

328 páginas



Vidas imaginarias

por Alberto Manguel
El País
06/03/2010

"La teología no admite la modificación del pasado, sola imposibilidad del Todopoderoso. La literatura, en cambio, más generosa, no sólo la permite sino que la alienta, hasta el punto de confundirse con los hechos sucedidos. Hoy no sabemos si Herodoto es el padre de la historia, como quería Cicerón, o de las mentiras, como lo apoda Plutarco. Aprovechando esta libertad literaria, hay escritores que no han querido resignarse a sus biografías y que, por el contrario, han decidido contarlas de otra manera, no atestiguada por documentos oficiales.

Doris Lessing, fiel cronista del desahuciado siglo veinte en memorias, novelas, relatos y hasta en una voluminosa saga de ciencia-ficción, quiso, en estos últimos años de su vida, contar la biografía de sus padres. No la estéril sarta de fechas y nombres que componen una vida enciclopédica, sino la vida que pudo ser, que hubieran querido tener si hubiesen podido elegirla. Es sabido que un hecho mínimo, a menudo imperceptible, determina nuestra suerte: abrir o cerrar una puerta, tomar hacia la izquierda o la derecha, responder o no al teléfono o leer o no una carta hacen que nuestra vida sea una y no otra. Lessing decidió volver atrás, a ese punto decisivo, y encausar a sus padres por una senda no tomada. Esta vita nuova forma la primera parte del libro; la segunda cuenta las vidas tal como ocurrieron en la realidad, con el apoyo de documentos y reseñas históricas. Así Alfred y Emily, sus padres, se desdoblan: son quienes fueron, pero también quienes pudieron ser, dejando sospechar al lector que estas dos no son las únicas posibilidades.

El resultado, traducido fielmente al castellano por Verónica Canales, es un maravilloso retrato de un mundo desaparecido, de ese limbo que fue la época eduardiana, una sociedad complaciente, ciega a los peligros que la acechan, inocente aún de la Gran Guerra. Lessing describe ese mundo dos veces, como un paisaje material y también como ese mismo paisaje reflejado en el agua: por un lado, la fluida, aventurosa vida soñada; por el otro, la vida sólida y concreta, gracias a la cual vino al mundo quien la narra.

En la versión imaginada, Alfred busca y encuentra la felicidad en el campo, en la Inglaterra rural, y son sus hijos, no Alfred, quienes son al fin llamados a luchar por su patria en las infernales trincheras de la Primera Guerra Mundial; Emily se casa muy joven con un médico prestigioso (el amor de su vida en el mundo real), pero su vida será no la de un ama de casa, sino la de una mujer independiente que, sin tener hijos propios, ayuda a los hijos de los otros, lucha contra la crueldad a los animales, funda escuelas innovadoras y, durante la guerra, crea refugios para mujeres y niños. Las vidas soñadas de Alfred y Emily se entrecruzan pero no se unen. La versión histórica es menos feliz. Alfred pierde una pierna durante el combate, se casa con Emily, y juntos emigran a Rhodesia donde, con poco éxito, instalan una granja. En los anteriores libros de Lessing, en la saga de Martha Quest por ejemplo, el retrato de la madre es poco halagador. En Alfred y Emily la cólera hacia esa mujer al parecer dura y frustrada en la vida real se atenúa y se convierte en una suerte de maduro respeto por su coraje y sus habilidades intelectuales. El retrato del padre, en cambio, tanto en la versión imaginada como en la vivida (y también en las ficciones precedentes), es patéticamente consistente. Alfred se llama el padre en el quinteto Los hijos de la violencia, y Alfred también en este último díptico, un hombre soñador, bucólico, resignado, algo torpe.

Lectores psicólogos sabrán explicar por qué la figura de la madre se transforma poderosamente en el universo imaginario de Lessing, y por qué la del padre permanece casi incólume; lectores menos severos apreciarán la sabiduría literaria de Lessing que consiste en reconocer en la constancia de un personaje la cruz del otro, la carga de la cual este último debe librarse para encontrar su voz propia y su carácter verdadero, mientras que el primero resiste testarudamente a los cambios que los circundan. Así, Lessing octogenaria corrige la versión de Lessing treintañera, de la joven novelista que declara odiar a esa madre fuerte y demagógica, y es ahora la madre, Emily, la que se revela la heroica luchadora, capaz de crear un hogar para su familia en medio de terribles dificultades, mientras que el padre dulzón y melancólico sobrevive bien que mal gracias a ella, quejándose al final de su vida: "A un perro enfermo se lo libera del sufrimiento, ¿por qué a mí no?".

"Literatura e historia son dos ramas de la memoria", declaró Lessing en una conferencia hace algunos años. Alfred y Emily es prueba de cómo ambas entretejen, por medio de las palabras, esa continua narración del mundo que llamamos realidad."


18 de set. 2021

doris lessing, obras 5

 

De nuevo, el amor

Doris Lessing


traducción: Marta Pessarrodona

DeBolsillo, 2021

416 páginas



"De nuevo, el amor es una radiografía implacable de las emociones humanas. Sin la menor concesión, Doris Lessing analiza los diferentes planos de la geometría amorosa en un recorrido por el deseo sexual, el amor/amistad, el amor como mitificación, el amor en venta -representado por la sobrina de Sarah, una drogadicta que se prostituye- y el amor/muerte, negación de los sentimientos anteriores, pero acaso, sombríamente, su reflejo. Cuando cae el telón al final de la novela, parece como si resonara el verso de Shakespeare: "El amor inmutable, en su estado de amor en fresca lozanía, no se inquieta del polvo y de las injurias de la edad". Sarah Durham hace años que cumplió los sesenta.. Fundadora de un grupo teatral independiente, en la actualidad trabaja en una obra basada en la autobiografía de Julie Vairon, una mestiza de la Martinica que se suicidó, tras dos fracasos amorosos, en un pueblo de Provenza a finales del siglo X1X.. La obra se va a estrenar en ese mismo lugar y cuenta con la colaboración de un hombre obsesionado por la joven y de varios profesionales de talento. A lo largo de los ensayos, Sarah dejará a un lado su plácida existencia para verse sorprendida por la reaparición de la pasión amorosa, el territorio del que se creía alejada para siempre. Con una elegancia devastadora, la autora incorpora al entramado de pasiones los impactantes diarios de Julie Vairon, y nos habla, sencillamente, del amor con un escenario teatral al fondo. Del amor como razón de vivir y como trampa, como vorágine o como palabra. Del amor, una vez más."

17 de set. 2021

doris lessing, obres 4

 

El viento se llevará nuestras palabras

Doris Lessing


traducción: José Arconada Rodríguez

Ediciones B, 1987

192 páginas



Condenadas a ser como Casandra

por Gioconda Espina
acerca de El viento se llevará nuestras palabras, (1987/2007) de Doris Lesssing
en Revista Venezolana de Estudios de la Mujer - Caracas. 01-06/2009 - vol. 14 / n° 32

"Doris Lessing escribió en 1986 un reportaje sobre los refugiados afganos en Peshawar (Pakistán). Llegó allá con dos cineastas (un hombre y una mujer, que ya habían avanzado en sus documentales) y una fotógrafa norteamericana, cada uno y cada una con su objetivo. Ella iba en nombre de una ONG con la que estaba asociada hace años (la Afgan Relief), que se encargaba del apoyo humanitario a los refugiados afganos en frontera con Pakistan (entre 2 y 3 millones de afganos). Como reportera y feminista, estaba interesada en hacerle un reportaje a una mujer guerrera con hombres a su mando. Pudo verificar el encierro de las mujeres en la purdá, rodeadas de tantos hijos como sus maridos y Alá hubieran querido, con frecuencia embarazadas y pasando tanta hambre y necesidades como pasaban en las montañas afganas los muyahidin (los combatientes) contra los rusos invasores (eran tiempos de Gorbachov). 

Pudo conversar con ellas sin velo y sin burka en el hotel donde el grupo estaba hospedado pero no logró el permiso del hombre de la familia, que cada vez las acompañaba por brevísimo tiempo; nunca dejó de preguntar por las mujeres guerreras que ya le parecían una leyenda, recibiendo una sonrisa de los y las preguntadas. Cuando estaba retornando a Londres, conoció a una de esas guerreras a la cual hizo una entrevista, que está en el mismo libro que estamos comentando. La mujer se llama Taywar Kakar y la llaman Taywar Sultan (no sultana). La entrevista a la mujer Sultán es decepcionante y, al mismo tiempo, lo único que podíamos esperar: ya lo sabemos, cuando las mujeres toman el lugar de los hombres se comportan como ellos y no tienen una agenda diversa a la suya, sólo así son aceptadas por la dirigencia mayoritariamente masculina. Por otra parte, ningún tema de lo que llamamos agenda feminista internacional fue tratado por ninguna de las refugiadas en los campamentos de barro, tampoco por la comandante Sultán: ni la maternidad como opción y no como obligación, ni la interrupción del embarazo, ni libertad de movimiento ni de expresión de las mujeres independientes de su padre, hermano o marido. Nada de eso. Todas las preguntas fueron eludidas por las mujeres en la purdá (espacio exclusivo de mujeres y niños) y afuera, en la calle o en el espacio de los hombres al que las mujeres no tienen acceso (antesala de la purdá) cuando hay visita, excepto si tienen puesta la burka o el velo puesto. Si hombres y mujeres hablaron a Lessing y los demás a favor de la Resistencia y en contra de los rusos es porque tenían la esperanza de que esos reportajes salieran en EEUU y Europa, de manera que vieran que la ayuda que decían estar dando no les estaba llegando: el hambre y el hielo mataban tantos niños afganos como los rusos. Por otra parte, Lessing tomó nota de que los mulás (religiosos) y algunos de los jefes de los siete partidos islámicos que se comportaban –cada uno– como gobierno en el exilio, vivían no sólo mucho mejor que los refugiados y los muyahidin, sino que a veces tenían lujosos coches y mucha seguridad armada. Así que, a través de las mujeres entrevistadas por Lessing, no podemos saber nada específico sobre las reivindicaciones de las mujeres afganas que, en cambio, dieron a conocer dentro y fuera de Afaganistán las mujeres de RAWA, la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán, cuya fundadora (Meena) fue asesinada en 1987. 

Lessing recogió entre los dirigentes de los partidos en el exilio un temor: que los más fundamentalistas ganaran cada vez más terreno, dada la indiferencia de Occidente por su suerte frente a los rusos. Como en efecto pasó. Las mujeres afganas antes de la derrota de los rusos y la instalación de un gobierno de los taliban estudiaban y trabajaban, podían vestirse como quisieran, ni el velo ni la burka eran obligatorias. Fue en Pakistán que se fue fortaleciendo el fundamentalismo que devolvió a las mujeres a su casa, incluidas las médicas, enfermeras y otros del personal de salud. Aquellos vientos de los que los afganos en Peshawar hablaron a Lessing, trajeron la tempestad talibán, que encontró un brazo armado en un ex aliado de Occidente contra los rusos en Osama Bin Laden. Leyendo el final de este libro de Lessing, que incluye dos ensayos y una entrevista, entendemos porqué el primer ensayo es sobre Casandra, a quien Apolo le dio un don y un castigo por desdeñarlo: le dio el don de la profecía y el castigo de que nadie le hiciera caso. Cuando Lessing y tantos reporteros en Pakistán y Afganistán hablaron de la tragedia que ahí ocurría, los gobiernos de Europa y EEUU no le dieron importancia porque estaban pendientes de la consolidación de la perestroika y no consideraron pertinente querellarse con Gorbachov. Igual ha pasado –Lessing da una larga lista a los largo de los distintos textos– con otras tragedias advertidas por distintas Casandras, desoídas por quienes debieron ser los principales interesados en prevenirlas o atenderlas correctamente. 

Una lee a Lessing 23 años después de que saliera de Peshawar y no puede ser más que pesimista en relación a las consecuencias de la nueva invasión occidental emprendida por Bush. No hay seguridad que entre los aliados invasores y los taliban, de nuevo refugiados en Pakistan e Irán de donde salen y entran, los afganos no elijan a los taliban. Ya eligieron. entre Rusia y los taliban. Salir de EEUU y sus aliados y volver a la purdá, seguramente, es más atractivo para la mayoría de mujeres pobres cuyos hijos se criaron entre kalashnikov que sus padres arrancaron a rusos muertos en combate con los muyahidin."

un cant d'amor... i absència

 




Dins de les activitats complementàries a l'exposició "República és nom de dona", que el Museu de ca n'Oliver acull fins al 14 de novembre, Vespres Literaris organitza un espectacle teatral, narratiu i musical al voltant de la figura i l'obra de la poeta i narradora barcelonina Rosa Leveroni.

L’acte tindrà lloc el proper dissabte, 25 de setembre 2021, a les 18h al Museu de Ca n'Oliver.

Les places són limitades.

Per participar cal inscriure 's prèviament al 935804500 , a l'horari següent:
de dimecres a divendres de 17.00 a 20.00 h
dissabtes de 11,00 a 14.30 i de16.30 a 20,00 h
diumenges de 10.30 a 14.30 h

Noticia de l'exposició al Cerdanyola Info:

16 de set. 2021

doris lessing, obres 3

 

La buena terrorista

Doris Lessing


traducción de Mireia Bofill.

DeBolsillo, 2021

480 páginas

"Alice va a una casa abandonada en compañía de Jasper, a quien ama y nunca toca, para unirse a un grupo de personas que la ocupan en tanto el ayuntamiento decide si la derribarán para levantar un nuevo edificio en el solar. Todos los que habitan la casa pertenecen a un pequeño partido revolucionario que es, además, conscientemente minoritario. Alice se dedica en cuerpo y alma a la casa, que está llena de podredumbre y de mierda. La lava, la cuida, la recupera como a un enfermo, la pone al día, la vuelve digna y acogedora. Entre tanto, el grupo con el que comparte ideología se dedica a acudir a manifestaciones en las que se abuchea a la presidenta del gobierno, a enfrentarse con la policía, a protestar y a provocar incluso para que a sus miembros los metan los cárcel. Está contra el sistema, al que tachan de fascista.

Doris Lessing narra desde un realismo atento al pequeño detalle, trufado de reflexiones que se hacen los personajes o que quedan entre líneas para que las recojan sus lectores. Nos va contando la vida de Alice en medio de personajes entregados a la revolución, dispuestos a matar y morir. Conocemos bien a Jasper, homosexual que duerme en el mismo cuarto que Alice, que es su pareja y su hermano a la vez, unido a ella por un vínculo poderosísimo. Conocemos a Bert, que es el cabecilla del grupo. A Roberta y a Faye, lesbianas que se aman con una fuerza absoluta, dependiente siempre la segunda de la primera, debido a los trastornos mentales que padece. Conocemos a Jim, un negro al que admiten a medias en la casa, aunque él fue el primero en entrar en ella, ya que no pertenece al movimiento revolucionario.

El gran problema al que se enfrenta Alice es el dinero. Para limpiar la casa, para sanarla, lo necesita. Doris Lessing introduce a dos personajes fundamentales para saber más de la buena terrorista: sus padres, a los que Alice ama y detesta, a los que roba y a los que desprecia pero a los que siempre acude. En algunas de las mejores escenas de la novela se enfrenta Alice con el pasado de sus padres, con el presente distanciador que la aturde y la obligará a sufrir. Lessing nos lleva a las raíces de Alice, nos habla de los años sesenta y setenta, de la gente de izquierdas de entonces, de los que pudieron y no quisieron quizá cambiar el estado de las cosas.

La novela avanza inexorablemente hacia el acto terrorista. Sabemos que Alice, sensible, llorona, es una revolucionaria convencida. Sabemos que el pequeño grupo de idealistas, deseosos de cambiar la situación social y política del país, van a dar un paso adelante. Cuando lo dan conocemos ya muy bien a todos los que forman ese grupo. Doris Lessing nos ha llevado dentro de sus cabezas y nos ha mostrado sus actos sin maniqueísmo, con una humanidad plena y juiciosa, dando una lección de cómo ha de entrarse en la vida y las mentes de quienes no son como nosotros, a los que detestamos, al terrorismo y a quienes lo ponen en práctica. Lessing expone, repasa los ideales y los conceptos, los miedos y los abusos y la capacidad de matar de algunos,  que no entienden  otra manera de hacerse oír.

La buena terrorista es una novela necesaria. Narra ese lugar en el que todo está desnudo, puro, como acabado de nacer, en ese estado en que todo puede volver a verse con ojos limpios, con ojos despejados y despojados del individualismo y el egoísmo que anulan toda verdad. Es una novela en la que hay un personaje memorable, un personaje imborrable, un personaje que refleja cabalmente las contradicciones, las pasiones y todos los desasosiegos del siglo XX."




15 de set. 2021

doris lessing, obras 2

 

Memorias de una superviviente

Doris Lessing


traducción de Mireia Bofill.

DeBolsillo, 2021

224 páginas


 

"Doris Lessing nos habla de "un pasado delicioso pero muerto", de una "era extinguida de la abundancia", nos cuenta que quedó atrás "la época del poseer y el obtener".

En Memorias de una superviviente, la trama se sitúa en un mundo en descomposición en el que la sociedad ya se ha partido en dos. Por una parte, una clase gobernante compuesta por élites extractivas y burócratas que no actúan, que solo hablan sin resolver nada ni ocuparse de nada; por el otro, el resto de la ciudadanía que sobrevive como puede en una anarquía consentida por las autoridades, en donde no hay ley, ni orden y en el que las referencias sociales se difuminan poco a poco en un previsible "sálvese quien pueda".

El mundo que describe Lessing es un mundo desasosegante, sombrío, lleno de peligros e incertidumbres. Es un mundo triste del que todos huyen a un lugar desconocido, del que no se sabe nada concreto y del que no se tienen noticias ciertas. Pero esa incertidumbre es incluso mejor que la descomposición que se está operando en la ciudad. No sabemos qué ha pasado, no hay una explicación. No se habla de una chispa, de un evento que dispare el desastre, sino que nos encontramos ante un proceso irreversible: ya se ha traspasado la frontera en la que la sociedad no tiene remedio.

Una mujer nos cuenta su peripecia en ese mundo, en el que puede sobrevivir a pesar de todo. A esta mujer le dejan a su cargo a una niña de doce años, una preadolescente, con la que no le une ninguna relación, pero de la que debe hacerse cargo. En el transcurso de la novela, esta niña se irá transformando e irá desarrollando sus propias capacidades de supervivencia y de adaptación.

No es una novela fácil. Por una parte, el decorado es deprimente y muy duro, no hay alegría ni humor en el argumento. Por otra, la mujer protagonista huye a su propia imaginación y conforma una realidad paralela, un mundo alegórico que hay que descifrar y que la mayoría de las veces se percibe como un mal sueño, como pesadillas. Pero el desarrollo de la relación entre las dos protagonistas es muy interesante, y también la autora nos deja ver cómo los personajes van evolucionando con la historia y con los acontecimientos.

Escrita en primera persona, cuando lo peor parece haber pasado, la historia tiene un fondo de esperanza, porque la autora nos deja ver alguna luz entre el horror y la desolación. Y también nos va dando pequeñas grandes lecciones, en píldoras de sabiduría y enseñanzas universales."

FRAGMENTO:

"Todos recordamos esa época. No fue distinta para mí que para otros. Sin embargo hoy nos contamos una y otra vez las particularidades de los hechos vividos y, al repetirlos y escucharlos, es como si dijéramos: «¿Fue así, también, para ti? En ese caso, eso lo confirma, sí, así fue, así debe de haber sucedido, seguramente, no lo imaginé». Competimos y disputamos, como gente que ha visto seres extraordinarios durante un viaje: «¿Viste ese gran pez azul? Ah, el que tú viste era amarillo». En cambio, el mar que cruzamos fue el mismo, el período prolongado de malestar y tensión, antes del fin, el mismo para todos, en todas partes: en los sectores que conformaban nuestras ciudades, las calles, los grupos de altos edificios de apartamentos, en los hoteles, como también en las ciudades, las naciones, los continentes... Es verdad, admito que hay imágenes bastante exageradas, cuando consideramos los hechos a que me refiero, imágenes como peces extraños, océanos y demás. Tal vez no estaría fuera de lugar mencionar aquí la forma en que todos, todos nosotros, tendemos a contemplar un período de la vida a través de una serie de sucesos, para encontrar en ellos mucho más de lo que encontramos en el momento en que se registraron. Esto es verdad, aun en cuanto a hechos tan desalentadores como los desperdicios dejados en los parques después de una fiesta popular. La gente compara impresiones como si deseara, o esperara, la confirmación de algo que los hechos en sí no autorizaron, ni mucho menos algo que, en apariencia, excluyeron del todo. ¿La felicidad? Palabra que he tomado en determinadas épocas de mi vida para examinarla, aunque nunca la vi mantener su forma. ¿Un significado, entonces, un propósito? De todos modos, el pasado, visto en retrospectiva desde mi estado de ánimo actual, aparece empapado en una sustancia que antes le era, aparentemente, ajena, extraña a mi vivencia del mismo. ¿Es posible que esta sea la esencia de la verdadera memoria? Nostalgia no, no me refiero a ella; al ansia, al lamento, a ese escozor lleno de ponzoña. Tampoco se trata de la importancia que cada uno de nosotros intenta incorporar a tan poco significativo pasado: «Yo estaba allí, ¿sabes? Yo lo presencié».

Es, no obstante, esta propensión nuestra la que tal vez me permite las metáforas fantásticas. De verdad vi peces en ese mar, como si las ballenas y los delfines hubiesen decidido mostrarse de color escarlata y verde, pero yo no comprendiese el momento que estaba viviendo e ignorase, con seguridad, hasta qué punto mi experiencia personal era común, compartida. Esto es lo que, al mirar hacia el pasado, reconocemos en primer término: nuestras semejanzas, no nuestras diferencias.

Una de las cosas que, según sabemos ahora, era verdad para todos, aunque cada uno de nosotros, para nuestros adentros, lo considerara prueba de una originalidad de la mente conservada con empeño, era el hecho de captar lo que ocurría por medios no siempre oficiales. Ni respetables. Las noticias de la radio y los periódicos, así como los discursos, eran lo que estábamos habituados a oír, y que distábamos mucho de despreciar. Sin ellos nos habríamos sentido deprimidos, angustiados, ya que indudablemente es necesario contar con el sello de lo oficial, en particular en momentos en que nada marcha conforme a lo previsto. La verdad es que cada uno de nosotros advirtió, en algún punto, que no era en las fuentes oficiales donde obteníamos los hechos que luego elaborábamos para formar imágenes muy diferentes de las publicadas. Las series de palabras cristalizaban los hechos para formar un cuadro, casi una narración: «Y entonces sucedió esto y fulano de tal dijo...». pero cada vez más a menudo se dejaban caer estas palabras en el curso de una conversación casual y aun surgían cuando estaba uno a solas. «Sí, desde luego», pensábamos a solas. «Esto es. Lo sé desde hace tiempo. Lo que pasa es que no lo oí contar en realidad, en tales términos, que no capté...»

Las actitudes frente a la autoridad, frente a Ellos, simplemente, eran cada vez más contradictorias y todos imaginábamos estar viviendo en una comunidad particularmente anarquista. Sin duda no era así. En todas partes sucedía lo mismo. Pero quizá sería mejor desarrollar este punto más adelante, y detenerme aquí tan solo para comentar que el uso de las formas impersonales es siempre un signo de crisis, de ansiedad colectiva. Hay un abismo entre: «¿Por qué diablos tienen que ser tan incompetentes?» y «¡Las cosas están muy mal!», igual que «Las cosas están muy mal» no es lo mismo que «Conque también está empezando aquí», u «¿Oíste algo más sobre ello?».

Comenzaré esta crónica en la época anterior a que todos empezáramos a hablar de «ello». Estábamos todavía en la etapa de malestar generalizado. Las cosas no marchaban bien y aun podría haberse dicho que marchaban mal. Muchas cosas marchaban mal, se desmoronaban, cedían, o bien «daban motivos de alarma», según lo expresaban los noticiarios de la radio. No obstante, «ello», con la acepción de algo vivido como amenaza inmediata, que no podíamos conjurar, no.

Vivía yo en un bloque de apartamentos, uno entre varios semejantes. Ocupaba la planta baja, al nivel del suelo; no como si estuviera en una aldea aérea con senderos invisibles trazados entre ventana y ventana y con ojos inquisitivos e interrogantes de aves que surcaban sus propios caminos, mientras el tráfico y el quehacer humano se desplegaban lejos, abajo. Por el contrario, yo era una de quienes miraban hacia arriba, imaginando cómo serían las cosas allá, en lo alto, en las regiones superiores donde las puertas daban a los ascensores colectivos y con ellos hacia abajo, abajo, hacia el ruido del tránsito, hacia el olor de las sustancias químicas y de la vida vegetal, hacia la calle. No eran apartamentos construidos por las autoridades municipales, con fachadas garabateadas, ascensores orinados y las paredes de los vestíbulos embadurnadas con excremento. No estaban en las calles verticales de los pobres, sino que habían sido construidos por la inversión privada y eran, por lo tanto, sólidos, ampliamente arraigados en la tierra valiosa, la tierra que en otros tiempos fue valiosa. Las paredes eran espesas, construidas para las familias que podían permitirse pagar su independencia del ruido y la promiscuidad. En la entrada había un vestíbulo amplio y alfombrado. Había incluso plantas, artificiales pero bonitas. Teníamos un portero. Estos edificios daban las pautas de lo que debían ser los edificios en cuanto a solidez y decoro.

Sin embargo, en aquella época, con tanta gente alejada de la ciudad, las familias que vivían en ellos ya no pertenecían en su totalidad a la clase para la que estaban destinados. Así como durante años, a través de las corroídas calles de los pobres, las casas habían sido ocupadas por intrusos que se instalaban en ellas en familias o en grupos de familias, de tal manera que durante largo tiempo fue imposible decir «este es un barrio de clase trabajadora, esto es homogéneo», igualmente, en esas grandes viviendas ocupadas en un tiempo exclusivamente por gentes acomodadas, profesionales y hombres de negocios, había ahora familias de las clases pobres. La situación se reducía al hecho de que un apartamento o una casa pertenecía a quienes tenían la iniciativa de mudarse a ellos. "