20 de set. 2023

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Europa ya no es el centro del mundo

Ryszard Kapuściński
El País
02/03/2003

Ryszard Kapuściński leyó este texto durante la ceremonia en la que recibió el premio literario italiano Grinzane Cavour.


    "La constatación de que el mundo es muy diverso es trivial, pero hay que partir de esa trivialidad, porque es al mismo tiempo un rasgo típico de la familia humana, es decir, la humanidad, un rasgo que, a pesar de los muchos milenios que han pasado desde que apareció el hombre contemporáneo, no ha cambiado.

    Ahora bien, aunque la diversidad es un rasgo que salta a la vista, su comprensión y aceptación encuentran una resistencia constante en la mente de los humanos. Nuestra mente se inclina por el autoritarismo y la unificación, y exige que todo y en todas partes sea idéntico y homogéneo. Nuestra mente desea que cuenten solamente nuestra cultura y nuestros valores, de los que pensamos, sin consultar con nadie, que son la única cultura y valores perfectos y universales. Y ésa es una de las grandes contradicciones del mundo.

    Por un lado está la diversidad objetiva, omnipresente e incuestionable, y, por otro, los mecanismos de la mente que se esfuerzan por percibir el mundo de manera unificada e indiscutiblemente homogénea. ¡Cuántos conflictos, incluidos los más sangrientos, han sido generados por esa contradicción inexorable!, ¡y por otro omnipresente e incuestionable!

    ¿Y cómo se presentó la cuestión en el pasado? Sin remontarnos a un pasado demasiado lejano podemos constatar que, en los últimos cinco siglos, desde la expedición de Cristóbal Colón, reinó un equilibrio singular. Su característica principal era la dominación en todo ese tiempo de la cultura europea. Esa cultura, sus símbolos, cánones y modelos servían como criterios universales para todos. Europa dominaba en el mundo, tanto en la esfera política y económica como en la cultural, y era el punto de referencia y de valoración para todas las restantes culturas, tan distintas.

    En esos 500 años era suficiente conocer la cultura europea e, incluso, ser europeo, de nacimiento o naturalizado, para sentirse dueño de la casa en cualquier parte, para sentirse amo del mundo. El europeo, para sentirse así, no necesitaba conocimientos ni preparación. Tampoco necesitaba una mente o un carácter de virtudes singulares.

    Yo observé ese fenómeno todavía en las décadas de los años cincuenta y sesenta en África y Asia. Un europeo muy mediocre en su país, incluso un individuo por debajo de la media, conseguía inmediatamente en Malasia o Zambia el cargo de alto comisario, presidente de una gran sociedad o director de un hospital o escuela. La población local escuchaba con humildad sus enseñanzas y se esforzaba por asimilar sus ideas y opiniones.

    En el Congo belga, las autoridades coloniales crearon la categoría de personas llamadas evolués, es decir, de aquellos africanos que habían salido del salvajismo tribal, pero que todavía no se merecían la denominación de personas europeizadas. El evolué era alguien que se dirigía hacia algo. Bruselas tenía la esperanza de que, gracias a sus esfuerzos, inversiones, paciencia y buena voluntad, esos individuos algún día conseguirían ascender hasta el nivel europeo, cumbre del ser humano.

    Albert Memni describió, en su libro The colonizer and the colonized, el doloroso y humillante proceso al que eran sometidos los evolués. En su libro autobiográfico Portrait d'un juif, Memni, tunecino de origen judío, afirma que, tradicionalmente, la suerte del judío era apenas algo más llevadera que la suerte del musulmán. Los dos eran empujados a los guetos; de los dos se sospechaba que eran conspiradores eternos, empeñados en destruir el orden del mundo; los dos solían ser utilizados como cabezas de turco; los dos eran percibidos, a la vez, como causantes de todas las desgracias y tragedias. Esa sensación de acorralamiento siempre estuvo acompañada por una misma sensación de humillación y de marginación.

    El siglo XX no fue solamente un siglo de totalitarismos y guerras. Fue también el siglo de la descolonización, de la gran liberación. Las tres cuartas partes de la humanidad se liberaron entonces del yugo colonial, y, al menos formalmente, conquistaron la categoría de ciudadanos del mundo con plenos derechos. Nunca antes hubo en la historia un suceso similar y jamás volverá a haberlo en el futuro.

    Sin embargo, el proceso de descolonización interesó entonces, sobre todo, en sus dimensiones políticas y económicas. Interesaron, ante todo, los problemas relacionados con los regímenes que surgirían en los nuevos Estados, cómo serían gestionados, cuánta ayuda debían recibir del extranjero, cómo tratar su endeudamiento y de qué manera organizar la lucha contra el hambre. Pero resultó que el gran movimiento de los continentes colonizados hacia la libertad tenía también una enorme carga cultural. Fue un proceso que dio comienzo a un nuevo mundo, a un mundo de gran riqueza y diversidad cultural.

    Obviamente, en la Tierra siempre existió una gran diversidad cultural, y lo confirman la arqueología y la etnografía, así como las tradiciones transmitidas de padres a hijos y la historia escrita. Pero en los tiempos modernos la dominación de la cultura europea fue tan aplastante y total que otras culturas se encontraron en un estado de inhibición o hibernación, como era el caso de las culturas árabes y china, o de marginación total o exclusión, como sucedió con la cultura de los bantú o de los pueblos andinos.

Brecha en el eurocentrismo

    La primera brecha en el monopolio del eurocentrismo, en la dominación de la cultura europea, fue abierta a mediados del siglo XX, en la época de la descolonización. En los siguientes cuatro decenios, por culpa de la guerra fría, el proceso fue frenado y despojado de la dinámica que pudo tener. Las férreas y duras reglas de la guerra fría impidieron el desarrollo de la cultura. Ésa es una experiencia común de todo el mundo que vivió el colonialismo.

    No obstante, las culturas no europeas que resurgían y que apenas habían empezado a cuajar y adquirir vigor, a pesar de las dificultades y limitaciones, consiguieron sobrevivir, desarrollarse y adquirir conciencia sobre su propia existencia. Como consecuencia, cuando terminó la guerra fría resultaron ser ya tan independientes y dinámicas que pudieron pasar ya a la segunda etapa, ahora en marcha, etapa que yo definiría como toma de autoconciencia, de creciente autovaloración positiva, de aparición de ambiciones palpables relacionadas con la ocupación de un nuevo e importante lugar en un mundo multicultural que se democratiza.

    ¡Son enormes los cambios que se han producido en el mundo extraeuropeo! En el pasado, Europa ocupaba una posición muy fuerte tanto en las instituciones como entre la gente. Por eso, aunque se viajase a los rincones más alejados del mundo, siempre se tenía la sensación de que, en algún sentido, siempre se estaba en Europa. Europa estaba presente en todas partes.

    Cuando llegaba a Morondava, en Madagascar, me alojaba en un hotel europeo; cuando volaba de Salsbury a Fort Lama, aunque el avión era de una compañía local, lo pilotaban europeos; en el quiosco de la prensa de Lagos compraba The Times o The Observer. Actualmente, en Morondava, el hotel es malgache, los pilotos son africanos y en Lagos sólo se vende prensa nigeriana.

Cambios culturales

    Los cambios que se han producido en las instituciones culturales son aún mayores. En las universidades de Kampala, Varanasi y Manila los profesores europeos han sido reemplazados por profesores locales, y en la Feria Internacional del Libro de El Cairo predominan, con mucho, los libros en lengua árabe.

    A propósito, la palabra internacional tiene en Europa un significado distinto que en el Tercer Mundo. Por ejemplo, cuando veo el noticiario en Gabarone, la capital de Botsuana, me enteraré, en las informaciones sobre el extranjero, principalmente de lo que pasa en Mozambique, Suazilandia y Zaire. El mismo informativo en La Paz se centrará, en la información del extranjero, en las noticias sobre Argentina, Colombia y Paraguay. Desde cada punto de la Tierra el mundo tiene una imagen distinta y es percibido de manera diferente. Si no aceptamos esa sencilla verdad nos será muy difícil entender el comportamiento de otros, así como los motivos y objetivos de sus actos.

    Lamentablemente, a pesar de los avances conseguidos por las comunicaciones, los hombres nos conocemos mutuamente de manera muy superficial e, incluso, muy poco y muy mal. Marshall McLuhan, un entusiasta de la revolución mediática, opinaba que la televisión transformaría el mundo en "una aldea global".

    Hoy ya sabemos que su metáfora ha resultado totalmente falsa. El rasgo principal de la aldea es que todos sus habitantes suelen conocerse bien e, incluso, estar emparentados. La aldea es un lugar de relaciones estrechas, cálidas, incluso íntimas, de presencia conjunta y vivencias conjuntas. El mundo en que vivimos lo vemos a diario, no es una aldea global, sino, en el mejor de los casos, una metrópoli global. Una estación de trenes global por la que pasa la "muchedumbre solitaria" de David Riesman, muchedumbre integrada por individuos que se cruzan de manera indiferente, de personas sumidas en el estrés, neuróticas, que no se conocen ni quieren conocerse ni acercarse mutuamente. La verdad parece ser otra; cuanto más electrónica tenemos a nuestro alrededor, menos contactos humanos se necesitan.

    Europa desaparece de muchas esferas de la vida de nuestro planeta. El excelente reportero italiano Ricardo Orizio publicó el año pasado un libro titulado Las tribus blancas pérdidas, sobre los restos de los grupos de europeos que vivían en Sri Lanka, Jamaica, Haití, Namibia y Guadalupe. Se trata, por lo regular, de personas de edad avanzada y solitarias. Los jóvenes emigraron y de Europa no llegó gente nueva.

    En los últimos decenios, Europa se ha retirado con su cultura de las regiones que tradicionalmente fueron espacio de influencia de las culturas china, hindú, islámica y africana. Al perder el interés político por esas regiones y al tener en ellas intereses económicos cada vez más secundarios, Europa se vio incapacitada para encontrar una nueva presencia y poder convivir con las culturas de otras civilizaciones. El vacío dejado por Europa está siendo rellenado eficazmente por enérgicas y vigorosas culturas locales, muy numerosas y con grandes ambiciones.

    En los últimos tres años realicé muchos y muy largos viajes por países de Asia, África y América Latina. Viví con cristianos latinoamericanos y con musulmanes asiáticos, con budistas y animistas, con indígenas del Puno e hindúes, con habitantes de la Guayana y sudaneses. Mis primeros contactos con todas esas comunidades se produjeron hace varios decenios, cuando empezaban a salir de una dominación extranjera que había durado siglos enteros. ¿Qué fue lo que más me chocó en esa gente ahora? ¿Qué fue lo que más me llamó la atención? Su comportamiento, el orgullo por su propia cultura que sentían y manifestaban, por sus creencias, por la pertenencia a una civilización diferente y propia.

    No advertí complejos de inferioridad, tan visibles y humillantes como en el pasado. Por el contrario, advertí un deseo imperioso de ser respetados y tratados en pie de igualdad. En el pasado, mi condición de europeo me daba ciertos privilegios. En mis últimos viajes fui tratado con hospitalidad, pero sin el menor privilegio. Antes me preguntaban sobre Europa, mientras que hoy no lo hacen, porque tienen sus propios asuntos y problemas. No dejé de ser un europeo, sólo que era un europeo destronado.

Revolución de la dignidad

    Esa revolución de la dignidad y del valor propio se produjo con mucha rapidez, pero no de la noche a la mañana, no con la velocidad del relámpago. ¿Por qué no fue advertida por Occidente? Porque Occidente, en vez de interesarse por lo que sucedía en el mundo que dominaba desde hacía 500 años, se entregó al placer del consumismo, y para aumentarlo se encerró en su propio círculo y se aisló, con una gran indiferencia, del mundo que lo rodeaba, de todo lo que sucedía en él. Fue así como no se dio cuenta de que surgió un mundo nuevo, un mundo antes vencido, sometido y sumiso, pero ahora cada vez más independiente, retador y rebelde.

    El proceso de aislamiento de Occidente del mundo subdesarrollado y pobre fue descrito hace poco por el reportero francés Jean-Christophe Rufin en su libro L'empire et les nouveaux barbares. Rupture Nord-Sud. Occidente, escribe Rufin, quiere aislarse, como en sus tiempos lo pretendió Roma, con una línea de contención, o con ayuda de una frontera infranqueable de apartheid. Se olvida, sin embargo, que los bárbaros de hoy constituyen ya el 80% de la población del mundo. La primera reacción de Occidente, ante el renacimiento de los pueblos del Tercer Mundo, es el aislamiento hermético ante ellos. Pero, ¿hacia dónde conduce ese camino marcado por la desconfianza y la animosidad en un mundo saturado de armas, en un mundo en el que todos están armados?

    La estrategia del aislamiento y del encierro no es una buena solución. ¿Cómo arreglar, pues, las cosas? ¿Con encuentros, un mejor conocimiento mutuo, más diálogo? Todo parece indicar que ese comportamiento ya no puede ser considerado como una simple recomendación, sino como una obligación apremiante en un mundo multicultural. En ese sentido, Europa se enfrenta a un gran reto. Tiene que encontrar un nuevo espacio para sí en un mundo que antes dominó, en el que tuvo una posición privilegiada, que ahora ha perdido.

Espacio de intercambio

    Tendrá que acomodarse en un mundo habitado por muchas otras culturas que presionan y ascienden hacia la cumbre, por ejemplo, mediante la emigración de muchos intelectuales del Tercer Mundo a los países de la civilización europea.

    Mientras tanto, el nuevo ambiente cultural que surge en el planeta puede resultar muy inspirador y creativo para Europa. Los encuentros de las culturas y civilizaciones no tienen por qué convertirse en choques. Como lo indicaron Marcel Maus, Bronislaw Malinowski y Margaret Mead, puede ser un espacio de intercambio enriquecedor y de fértiles contactos.

    Georg Simmel consideraba, incluso, que el proceso fundamental de la vida de las sociedades humanas consiste en la creación de valores generados por el espíritu del intercambio.

    Esto abre una nueva oportunidad ante Europa. La fuerza de la cultura europea siempre surgió de su capacidad de transformarse, reformarse y adaptarse a las condiciones nuevas. Esas virtudes son indispensables también ahora para que Europa pueda seguir desempeñando un importante papel en el mundo multicultural. Todo depende de su voluntad, de su vigor y de sus ilusiones.

    Los pensadores europeos de mediados del siglo XX con frecuencia reflexionaron sobre el futuro de la civilización humana, sus formas y su contenido.

    Por ejemplo, Florian Znaniecki, en un su libro titulado Los hombres de hoy y la civilización del futuro, escrito en los años treinta, señaló: "Nos encontramos ante una alternativa. O surge una civilización universal que pueda salvar todo lo que merezca ser salvado de las civilizaciones nacionales y conduce a la humanidad hasta alturas inalcanzables incluso para los utópicos, o las civilizaciones nacionales se derrumbaran, lo que significa que, aunque el mundo de la cultura no sea destruido, sus principales sistemas, sus modelos más valiosos, perderán toda su significación vital..."."

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