6 de des. 2024

perquè ser feliz quan podries ser normal, 1

 

Samanta Schweblin


Por qué ser feliz cuando puedes ser normal 
(aunque no sepas qué quiere decir ser normal)


por Laura Ferrero
Jot Down
06/11/2019

    “Esta historia empieza con una niña adoptada por una pareja de evangelistas pentecostales con muy pocos recursos económicos y muchos prejuicios. La niña se llama Jeanette Winterson, y antes de convertirse en escritora de libros tan excepcionales como Escrito en el cuerpo o Fruta prohibida, era solo una niña que se alimentaba de historias en una casa en la que no existían más libros que la Biblia. Su madre adoptiva, a la que ella llama señora Winterson, obsesionada con el Apocalipsis y que guardaba un revólver en el cajón del plumero, solía decir, cuando se enfadaba con Jeanette, que «el demonio nos llevó a la cuna equivocada».

    Las fantasiosas expectativas que la señora Winterson mantenía con respecto a su hija, educada en la más estricta moral religiosa, la llevaron a creer que cuando fuera mayor, Jeanette sería misionera. Sin embargo, las expectativas de la propia Jeanette eran claramente distintas, ya que a los dieciséis años se enamoró de una mujer, de Janey. Cuando la señora Winterson se enteró del comportamiento errático y pecaminoso de su hija, le preguntó simplemente por qué, a lo que Jeanette respondió, como si su madre pudiera hacerse cargo —de lo que era el amor, por ejemplo—, que cuando estaba con ella, con Janey, estaba feliz. Por un instante, algo brilló en la mirada de su madre y Jeanette intuyó que iba a entenderla, que le iba a decir, como en las novelas que ella leía a escondidas, que adelante, que el amor era lo más importante. Pero nada de eso: la señora Winterson la echó de casa. Sin embargo, antes de hacerlo, le hizo una pregunta: «¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?».

    En sus magníficas memorias, tituladas justamente ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?, Winterson no da muchos detalles acerca de lo que le respondió a su madre, pero probablemente, Jeannete escogiera la felicidad —un tema peliagudo y que daría para otro artículo, o dos, o para un debate infinito, incluso—, porque la normalidad no apuntaba hacia ningún lugar, no contenía ninguna dirección. Normal, en el idioma de la señora Winterson, quería decir heterosexual, o incluso misionera. Y lo normal, para Jeanette Winterson, habitaba en esa región que se encontraba en las antípodas de la felicidad. Y por eso, y aquí un spoiler, tanto de las memorias de Winterson como de la vida en general, mejor ser feliz que ser normal.

    Normal viene del latín normalis y se aplica a todo aquello que se halla en su estado natural, a todo aquello que sirve como norma o regla, o se ajusta a normas establecidas de antemano. Así, hablamos de tener un hijo normal, una relación normal, un trabajo normal, en definitiva, una vida normal. La normalidad es una plaga que está en todos lados, incluso en la televisión cuando los vecinos describen al señor entrañable del tercero segunda después de haber decapitado a toda su familia afirmando que «era una persona muy normal y nunca había hecho una cosa parecida». También, cuando decimos que alguien no se está comportando de modo normal, no lo hacemos para decir que alguien sobresale positivamente, sino simple y llanamente para colgarle el sambenito de rarito o, yendo más lejos, de tarado. De loco. Pero existen muchos, casi infinitos otros usos de este tan manoseado adjetivo de normal. Porque si un examen te ha salido normal quiere decir que a lo máximo que aspiras es a un cinco raspado. Y si al preguntarte qué tal tu cita has respondido que «normal», es que la experiencia ha ido regulín y que, probablemente, a no ser por aburrimiento, no repitas.

    Desde siempre, el concepto de normalidad ha sido contradictorio y confuso. En la práctica, se entiende como sinónimo de lo habitual, de lo que hacen los demás, pero, en realidad, se relaciona íntimamente con lo normativo, con lo obligatorio, con la ley, ya sea escrita o no. Pero nadie sabe qué es la normalidad y, sin embargo, nos dicen que todos, en el fondo, lo que queremos es ser normales, queridos, aceptados, cuando la normalidad no deja de tener cierto aroma a invento que se ha creado para, en algunos casos, medicalizar y patologizar, un arma arrojadiza que divide dos mundos radicalmente irreconciliables: los normales y los no normales, los raros, los locos.

    Cuando la escritora argentina Samanta Schweblin tenía 12 años dejó de hablar. No lo hizo porque padeciera ningún problema psicomotor o sus cuerdas vocales estuvieran dañadas, sino porque la superaba la enorme diferencia entre lo que ella quería decir y lo que entendía la gente. Se sentía, de alguna manera, frustrada por el lenguaje y la distancia que había entre lo que ella quería transmitir y lo que finalmente llegaba al otro. Más allá de sus motivos, la directora del colegio le dijo a su madre que, si después del verano no volvía con un certificado de la psicoanalista que atestiguara que Samanta era normal, no pasaba a la secundaria. En respuesta, su psicoterapeuta le mandó una carta diciendo que Samanta era una persona muy normal, pero que tenía un completo desinterés por el mundo que le rodeaba. De manera que, partiendo de este mismo ejemplo, la pregunta es casi obligatoria: ¿qué es menos normal, el silencio o el desinterés? O peor, ¿no es menos normal esa exigencia por escrito que garantice la normalidad?

    Lo normal no existe. O es un bulo, o son los padres, o somos nosotros cuando tenemos miedo del otro. En los relatos de Samanta Schweblin comprendidos en Siete casas vacías o Pájaros en la boca, la autora reúne un conjunto de historias que ahondan en la «rareza de lo normal», como ella misma afirmó en una entrevista. Schweblin hace de ese mantra, el de la poca normalidad de la vida corriente, una Biblia que recorre su literatura, un lugar desde el que mirar al mundo. A través de situaciones cotidianas, de conflictos con vecinos, pone la lupa en la sociedad, va agrandando situaciones perfectamente normales, normativamente fijadas hasta que se descubre la grieta, la fisura. Quizás estemos a tiempo de aprender, de enseñar a los que nos suceden, que la normalidad no es más que un malentendido, un concepto camaleónico con el que además se van improvisando baremos y clasificaciones acerca de lo bueno y lo óptimo.

    Porque, ¿cuándo decimos que algo es normal? ¿Existe un ser humano completamente normal? En un estudio reciente llamado «El mito óptimo en la neurociencia clínica», del departamento de psicología de la Universidad de Yale, los científicos Avram Holmes y Lauren Patrick se basan en la evolución para demostrar que la uniformidad de nuestros cerebros es algo totalmente anormal. Es decir, no existe el cerebro óptimo. Todo — personas, animales o plantas—, se encuentra en una constante evolución y cualquier comportamiento puede, por tanto, considerarse normal o anormal dependiendo del punto en el que nos encontremos. De acuerdo con los investigadores, «no hay un perfil universalmente óptimo del funcionamiento cerebral». En definitiva, la psiquiatría clásica define a las personas de manera lineal y limitada mientras que el mundo es intrínsecamente amplio y diverso.

    No hace falta irse a Yale para que nos lo digan, pero nos vamos a Yale porque el dato científico siempre reconforta y las cifras arrojan objetividad y la ilusión de lo tangible. Aunque efectivamente no exista esa noción de normalidad, ni de cerebro normal, lo que sí existe es cierto pacto de normalidad para poder convivir. Pero ese pacto también puede ser puesto en cuarentena y es fingido en numerosas ocasiones. En el libro El adversario de Emmanuel Carrère, el escritor francés reconstruye una historia más que macabra: en 1993, Jean-Claude Romand —un exitoso médico y padre de familia del que todo el mundo hubiera dicho que era una persona aparentemente normal e integradísima en el sistema— mató a su mujer, a sus hijos, a sus padres e intentó, sin éxito, quitarse la vida. El espléndido libro de Carrère es un testimonio de cómo la mentira avanza sin tregua, de cómo el engaño se convierte en una enfermedad letal e imparable, la carcoma que corroe a Jean-Claude y a los que le rodean. Detrás de la impostura se esconde el deseo de normalidad: de ser uno más, de acabar la carrera que se le atragantó, de ejercer la profesión que quiso tener, de ostentar esa vida a la que todos —la sociedad— creían que estaba destinado. Pero los sucedáneos no pueden mantenerse durante demasiado tiempo: en la vida, pronto se descubre que las bolitas negras que tu cuñado pone sobre el canapé de Nochebuena no son precisamente huevas de esturión. En ese sentido, Jean-Claude se pasa toda la vida sin dejar que nadie pruebe los canapés y así todo parece perfectamente normal. Pero claro, llega un momento en que alguien los prueba, esos canapés insípidos, y todo se precipita. Y así, el de Jean-Claude terminó siendo otro caso aciago en que los vecinos no se lo esperaban y juraban, entre lamentos, que aquel tipo tan afable, el médico respetable y bondadoso, era perfectamente normal.

    Ser diferente es norma y no excepción, pero para aquellos amantes de las clasificaciones y tipologías, la tentación de la normalidad es demasiado grande para escapar a ella. En un texto de Antonio Lucas llamado «El fin de la extravagancia», el periodista escribe: «El extravagante ha sido violentamente desplazado en una sociedad que asume el noble arte de llamar la atención como un episodio maníaco». En este excelente tratado sobre la diferencia, Lucas menciona figuras como las de Robert Walser, Dalí, Leopoldo Panero o el cineasta Veit Helmer, gente que rebasa la normalidad en todos los sentidos y que hacen de la extravagancia su manera propia de estar en el mundo: «Se trata de entrar a rostro descubierto en la vida escogiendo con plena soberanía la velocidad y la posibilidad del naufragio», afirma. Es necesario recordar esto último que dice Antonio Lucas, que hay que entrar a rostro descubierto en la vida. Y es necesario también recordar a Jeanette Winterson porque, puestos a elegir entre ser feliz y ser normal, hay que pensar que la felicidad es algo que ocurre y nos ocurre, aunque no sepamos bien lo que es, en tanto que la normalidad no es más que una convención o, mucho peor, un malentendido. ¿Y quién querría vivir en un perpetuo malentendido? “




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