Diecisiete
"Más que un sueño hecho realidad, la vida en Bilbao me parecía directamente salida de un sueño. Era tan extraordinario estar allí, junto a Esmond, viviendo en España; y pensar que a unos cientos de kilómetros de allí, al otro lado del mar, estaba Rutland Gate, inalterada, y que la plácida vida de la familia seguía fluyendo, pautada únicamente por el desayuno, el almuerzo, el té, las noticias de la BBC de las seis de la tarde, la cena, la hora de irse a la cama, todo en su progresión habitual… Imaginaba a mis tías de visita a la hora del té, preguntándole a mi madre como si tal cosa: «¿Dónde está Decca?». «En Dieppe, con las gemelas Paget —respondería Mamu con serenidad—. A juzgar por sus cartas, está pasándolo en grande».
La realidad seguía centrada en casa y no tenía mucho que ver con el traqueteo de los trenes franceses de tercera clase, el atestado hotel de Bayona ni el bamboleo del barco donde habíamos pasado los últimos tres días; ni, ahora, con la sombría y austera ciudad de Bilbao. Era como vivir en un espejismo prolongado.
Me sentía desconcertada, como un convaleciente que apenas ha despertado de la anestesia tras una operación de cirugía mayor con la que, a golpes de bisturí, le han amputado las antiguas ataduras, las costumbres y los hábitos.
Esmond, en cambio, se adaptó enseguida a la vida y el trabajo en Bilbao. Yo le iba a la zaga en su enérgico recorrido de oficinas estatales, oficinas de prensa y centros de información, acordando citas para entrevistas y artículos. Intentaba ver con claridad aquella ciudad portuaria gris y borrosa, comprender el heroísmo de aquellas gentes pálidas y decididas que seguían con tesón con sus quehaceres diarios con la sombra de la certeza de que no tardarían en atacarles.
Aquel febrero el frente permanecía en calma. Los ejércitos enfrentados en la guerra española seguían luchando encarnizadamente en la batalla por Madrid. Había pocos periodistas extranjeros en Bilbao, y el gobierno los trataba espléndidamente. Para nuestra sorpresa, descubrimos que la oficina de prensa extranjera nos proporcionaría alojamiento y comida gratis en uno de los mayores hoteles.
Aunque los combates tenían lugar lejos, la ciudad estaba al borde de la hambruna. Era imposible conseguir carne, leche, huevos o mantequilla; imposible distinguir entre el desayuno, la comida y la cena, pues todo consistía en arroz y garbanzos. En las cafeterías podías tomar chocolate a la taza acompañado de rebanadas de pan grisáceo. Niños hambrientos se agolpaban alrededor de los clientes, pidiendo una cucharada de chocolate o un mendrugo de pan.
Después de pasar unos días en Bilbao, unos miembros de la oficina de prensa nos llevaron al frente. Fue un largo día de viaje en un vehículo del ejército por kilómetros y kilómetros de accidentados caminos de montaña. Nuestros acompañantes de la oficina de prensa vasca nos fueron señalando los diversos campamentos.
—Eso de ahí, a la derecha, es un batallón comunista… Un poco más allá verán una compañía de anarquistas… A la izquierda hay un batallón del católico Partido Nacionalista Vasco…
Por lo visto, en aquel rincón de España el ejército se organizaba según las creencias políticas.
El frente se encontraba en lo alto de una colina que daba a un profundo barranco. Más allá, a algo menos de un kilómetro de distancia, distinguimos a unos soldados enemigos y una pieza de artillería.
—Son italianos —nos informó el hombre de la oficina de prensa, antes de soltar un escupitajo.
En nuestro bando había una serie de ametralladoras y algunos cañones espaciados, bastante lejos unos de otros.
A nuestro acompañante se le ocurrió que quizá me gustaría disparar con un fusil. Me enseñó a apuntar a través de la mira a las diminutas figuras que había al otro lado del barranco. Apreté el gatillo y se oyó una fuerte detonación, y el retroceso me hizo caer hacia atrás. La bala había alcanzado un árbol cercano. Mi «fuego» tuvo una respuesta desganada por parte del enemigo.
Se acentuó la peculiar sensación de irrealidad.
A la vuelta hicimos una breve parada en un pueblo situado en tierra de nadie, una franja de varios kilómetros entre ambos frentes ºen otro sector.
La basura se acumulaba en las calles y el pueblo parecía prácticamente desierto. Unas ancianas con largos vestidos negros hurgaban en la basura. Nos contaron que se habían negado a que las evacuaran junto a los demás refugiados y que habían preferido quedarse en sus casas, viviendo de las hortalizas y las aves de corral que pudiesen criar.
Nuestros días en Bilbao empezaron a seguir cierta rutina. Por las mañanas nos acercábamos a la oficina de prensa por si había noticias o entrevistábamos a funcionarios del gobierno en busca de artículos de fondo. Por las tardes pasábamos a máquina los artículos para transmitirlos al News Chronicle. En aquel momento no pasaba gran cosa en Bilbao. La ciudad parecía sumida en un estado de inquieta expectativa. Las cafeterías estaban llenas de gente que seguía con atención los noticiarios, a cuyo término se ponían todos en pie para escuchar en respetuoso silencio la interpretación de no uno, sino cuatro himnos, en un símbolo del Frente Unido: el himno nacional vasco, el español, la Internacional y el himno anarquista."
Nobles y rebeldes
Jessica Mitford
Libros del Asteroide, 2014
pág.: 159-162
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