"Al llegar a casa el domingo me meten en la bañera a la fuerza. Los cambios de estado no son lo mío. Los pudores que aprendí al nacer me torturan, y no me refiero solo a que me muera de vergüenza de pensar en enseñarle a alguien el chocho de verdad. Hay otros aspectos que me inquietan más. La forma en que nos expresamos está jodida de alguna forma, la mía y la de muchos niños, por lo que he observado. Es extraño sentir que no puedo pronunciar la palabra chocho delante de nadie. Cuando el otro día dije coño en alto por error casi me da un infarto. La susurro a veces o la saco a través de las muñecas, pero me gustaría tener libertad para decir lo que quiera. ¿Qué daño pueden hacer las palabras? ¿Se empieza por las palabrotas y se acaba debajo de un puente? A mi alrededor fluye tanto terror a que me eche a perder que apenas puedo dar un paso sin cagarme de miedo. Pero lo peor no sé si tiene que ver con el exterior. Hasta hace poco la palabra madre me resultaba obscena. Me incomodaba escucharla. Aceptaba mamá, pero madre me parecía totalmente fuera de lugar, algo demasiado grande y sucio, impronunciable. Ha dejado de ocurrir, pero me acuerdo bien. En aquel tiempo mi madre y yo nos bañábamos juntas. Hace mucho y ya no cuenta. Se fue haciendo cada vez más dura y exigente. No fue por Domingo y tampoco creo que fuera por pudor. Desde que se cortó el pelo su expresión se hizo otra, como si de repente se hubiera hecho mayor y se le hubieran venido todos los problemas juntos encima. Trata de que yo no los vea. Cuando vamos por la calle y alguien la saluda se pone en guardia. Esa gente me mira a veces con sorpresa. El caso es que no quiero salir de la bañera. Quiero añadir más agua caliente y quedarme a vivir entre la espuma, lavando ponis de plástico, merendando con los dedos arrugados. Así que la misma pataleta que monté para entrar, la monto luego para salir. Ahora estoy en la cocina con el pelo mojado y los brazos cruzados. El reloj de la pared lleva parado desde el otoño pasado, pero diría que son las ocho de la tarde. Mi madre quiere que pruebe una fresa.
—¡Que no!
—Pruébala, coño, mira lo bonita que es.
—Que no, que me da igual.
—Pero si es que te va a gustar.
—No quiero ni pensarlo.
—Mira, este trocito rojo, mira qué chico es.
La verdad es que tiene buena pinta. Lo cojo. Lo huelo. Está fresco. Ya no me da tanto asco. Es bastante pequeño. Le doy un mordisco diminuto. Está bueno. Me da vergüenza cambiar así de opinión, pero la alegría de descubrir un placer nuevo es mayor.
—¡Están buenas!
—¿Has visto?
—Sí, dame más.
Nos comemos las que quedan entre las dos. Si cambio todo el tiempo, ¿cómo voy a saber quién soy? Pronto me siento cansada, hecha un lío. Todavía no ha caído la noche cuando me como una tortilla francesa en el sofá y me voy a la cama aguantando las ganas de llorar."
Vozde vieja
Elisa Victoria
Blackie Books, 2018
pàg.: 78-80
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