"Tanto Esmond como yo habríamos rechazado de plano la idea de que cualquier rasgo en nuestra conducta fuera ni remotamente atribuible al linaje o la educación pues, como la mayoría de gente, nos considerábamos artífices de nuestras propias vidas, seres libres en todos los aspectos, productos de nuestros propios actos y decisiones. Y sin embargo, el comportamiento del que hicimos gala durante gran parte de nuestra vida juntos, esa querencia tan acusada de Esmond por las fechorías que tanto me atraía y que suscitaba una respuesta tan entusiasta en mí, su alegre intransigencia y hasta la suprema confianza en sí mismo que tenía, la sensación de que podía salir ileso de cualquier fuego, eran rasgos cuyo rastro se remontaba claramente hasta unos antepasados y una educación inglesa de clase alta.
Las cualidades como la paciencia, la modestia, la resignación y la autodisciplina que el obrero aporta a su lucha por una vida mejor, el respeto instintivo por la dignidad fundamental de todo ser humano —incluso del enemigo— de que dan muestras tantas veces los negros o los judíos en su lucha por la igualdad, eran algo que en nuestro caso brillaba por su ausencia o solo estaba presente en una forma embrionaria.
El amor intenso y perfectamente genuino que Esmond sentía hacia sus congéneres no acababa de ser el de san Francisco de Asís, ni su odio hacia la guerra el de un Gandhi. Su socialismo estaba libre de loables sentimientos cristianos pues, al igual que a Gorgo, odiar se le daba de maravilla, aunque a diferencia de ella su veneno iba dirigido a los enemigos de la humanidad, la paz y la libertad.
El entorno en que se había desarrollado nuestra infancia, recorrido como estaba por una importante veta de locura y, en el caso de Esmond, de brutalidad, no estaba pensado para empujarnos hacia las más altas cumbres de la humanidad y la cultura. No era de extrañar que gran parte de nuestra rebelión contra ese pasado adoptara a veces un cariz netamente personal. «¡Camaradas, os traigo un mensaje de ultratumba! —oímos exclamar con fortísimo acento cockney a un orador en cierta ocasión, un domingo en Hyde Park—. ¡De la tumba de Lenin, Marx y Nietzsche! ¿Veis todas esas cosas detrás de los elegantes escaparates de Selfridge’s? ¡Pues romped los escaparates! ¡Llevaos las cosas!». Nunca averiguamos qué andaba haciendo Nietzsche en tan curiosa compañía, y aunque nos entró la risa al oír aquel discurso tan raro, sentimos cierta solidaridad con el punto de vista que expresaba. «¡Llévate ese coche!», «¡Afana esos puros!», quizá parafraseamos alguna vez cuando se presentó la oportunidad.
En otras generaciones, esa clase de herencia produjo sin duda su cupo de caballeros aficionados a las carreras de caballos o de coches, de caballeros jugadores que jugaban con amor o dinero y, que a menudo se las apañaban para acabar muriendo sin caballos, sin coches, sin un céntimo y sin amor. Dichos afanes no tenían el menor interés para nuestra generación. Lo que nos atraía, como a tantos de nuestros contemporáneos, era el dramatismo verídico de la política, el sueño de organizar un mundo de abundancia y una buena vida para todos. Bajo el abanico de estandartes que prometían mostrar el camino hacia esa nueva vida se apiñaba gente muy variopinta, con toda clase de orígenes.
Mientras que casi todos ellos, y creo que eso puede decirse francamente, se habían unido a la lucha por los más loables motivos y habrían llegado a increíbles extremos de sacrificio personal por la causa de su elección, había quienes, como nosotros, tenían una serie de viejas cuentas que saldar por el camino. Un exceso de seguridad durante la infancia sumado a un exceso de disciplina impuesta desde arriba a la fuerza o con la amenaza de la fuerza, nos habían hecho desarrollar una malicia tremenda, una especie de prolongación de ese gusto por las travesuras de la niñez. No solo nos incitábamos mutuamente a atormentar más y más a la clase que habíamos abandonado y a cometer atrocidades contra ella, sino que nos encantaba comparar nuestro ingenio con el del mundo engeneral; de hecho, era nuestra forma de vida. Años después, Philip Toynbee me recordaría cuando robamos un montón de sombreros de copa del guardarropa de la capilla de Eton, todos los que nos cupieron en el coche, y también cuando birlamos las cortinas de la casa de campo de un tipo rico donde nos alojábamos para decorar las ventanas de Rotherhithe Street.
—¿No te acuerdas? —insistía Philip.
Cuando le confesé que solo recordaba muy por encima aquellos incidentes, contestó con tono tristón:
—A mí todo aquello me produjo una enorme impresión, pero supongo que para ti y para Esmond solo era la rutina de cada día.
Y sin embargo, al final de su corta vida, Esmond había dejado atrás casi por completo la violencia y la rebelión automática contra la autoridad de cuando era adolescente para reemplazarlas por una serísima dedicación a la causa que para él constituía la mayor importancia, la causa que debía lograrse costara lo que costase para que la vida valiera la pena: la derrota del fascismo. «Tus días de bucanero ya han pasado a la historia, Esmond —solía decirle en broma Virginia Durr—. ¡Madre mía! ¡Pero qué distinguido y respetable estás con el uniforme!».
Dar por concluidos nuestros asuntos en Miami fue bastante simple, pues gracias a una de esas coincidencias que tan a menudo parecían regir nuestras vidas la licencia de seis meses para el bar vencía justo entonces y habíamos ahorrado casi lo suficiente para devolver el préstamo de mil dólares. No nos fue tan fácil encarar la perspectiva de tener que aprender a vivir separados el tiempo que fuera; por unos meses, al menos, quizá hasta un año, según el tiempo que durase el curso de formación en la fuerza aérea. El abismo indescriptible de semejante separación se cernía amenazadoramente sobre ambos, y cada uno trataba sin éxito de tranquilizar al otro diciéndole que en realidad no duraría mucho tiempo, que no tardaríamos en estar otra vez juntos en Inglaterra.
En el largo trayecto en coche de Miami a Washington, ciudad esta última que sería el punto de partida para Esmond, hablamos sobre el futuro. Decidimos tener un hijo de inmediato, un amigo y un compañero para mí durante los años venideros. Para cuando acabara la guerra tendría la edad perfecta —¿tres, cuatro, cinco años?— para apreciar el nuevo orden social de posguerra que, sin duda, habría de llegar.
Entretanto, yo buscaría empleo en Washington y quizá me matricularía en algún curso —¿periodismo?, ¿taquigrafía?— que me resultara útil tanto durante la guerra como después. Planes, planes y más planes; Esmond era un maestro de la planificación, y se las apañaba para infundir tanta vida en aquellas conversaciones, para hacer que todo sonara tan divertido y constructivo, que se hacía imposible contemplar con desánimo los meses que se avecinaban.
Esmond me instó a considerar la posibilidad de vivir con los Durr, señalando que el ambiente bullicioso de una gran familia y la energía inagotable de Virginia reducirían enormemente el riesgo de que me sintiera sola. Quedé encantada con la idea. Los Durr no eran solo el centro de lo más fascinante de la vida de Washington, sino que irradiaban simpatía y afecto, dos cualidades que en aquel momento me parecían importantísimas. Vivir en el seno de una familia así era sin duda el plan perfecto, algo completamente nuevo que esperar con ganas, una aventura en sí.
Pasamos por su casa en cuanto llegamos a Washington para comprobar si eran verdaderamente tan maravillosos como los recordábamos. Esmond señaló que, pese a la forma un poco despreocupada con la que había tratado a «la hermanita» la noche en que cenamos allí, Virginia tendría sin duda considerable experiencia a la hora de cuidar de un bebé, experiencia que nos resultaría valiosísima cuando naciera el nuestro. Virginia me ha contado muchas veces que en aquel momento tuvo la sensación de que Esmond la había elegido para aquella tarea. Recuerda la mirada apreciativa con la que él había recorrido la casa, y que nunca le había parecido que el azar tuviera nada que ver en el hecho de que, cuando un tiempo después me invitó a pasar el fin de semana con ella, yo me quedara dos años y medio, sumando un miembro más a su ya abarrotado hogar durante ese tiempo.
En Washington habría un sinfín de detalles de los que ocuparse: indagaciones en la legación canadiense sobre cómo ofrecerse voluntario, mapas de la ruta hasta Canadá que estudiar, la puesta a punto del coche para el viaje. Esmond, muy solícito, temiendo que yo sufriera innecesariamente si me quedaba sin hacer nada cuando él se fuera, dispuso que acompañara a Virginia Durr en un viaje en coche a la Convención Demócrata en Chicago, que tendría lugar al poco de su marcha. El bebé, que ya se hacía notar y me causaba cierta incomodidad, se ganó rápidamente el apodo de la Burri, por el burro del partido demócrata.
Por fin estuvo todo a punto; ya no había razón para más demoras. Con el peculiar equipaje de Esmond cargado en el coche y un fuego de última hora en el motor sofocado con el contenido de la coctelera, nos dijimos «adiós» y «te veo pronto» («¡no si yo te veo antes!»), y Esmond se alejó despacio por el sendero de casa de los Durr. Vi cómo el coche doblaba la esquina con la vaga sensación de que un pedazo de mi vida acababa ahí, de que había quedado atrás para siempre."
Nobles y rebeldes
Jessica Mitford
Libros del Asteroide, 2014
pág.: 299-304
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