5 de nov. 2006

Elogio de la escritura



El próximo 18 de noviembre se leerán los relatos que han preparado l@s companer@os . Os animo a tod@s a participar del placer de la escritura y la lectura.

El curso pasado, concretamente en diciembre 2.005, se hizo un intento de presentación de relatos partiendo de una frase o incipit, que diera pie a un relato. Desgraciadamente se leyó únicamente el de este cronista. Como aperitivo para aquellos que no estuvieron aquel día ahi va el relato. ¡Ánimo y a escribir!.

UN PUÑADO DE SAL


Es de noche y, sin embargo, llueve ( éste era el incipit) pesadamente como en los amaneceres plomizos de marzo que canturrean la promesa de la primavera enfundados en el tupido vestido del invierno. Ernest Llivia camina acompasando sus pasos al lento tamborilear de las gotas; el día ha sido duro, muy duro, se siente triste, cansado y el frío de la noche le penetra hasta unos huesos maltratados por una vida ambulante. No ha podido trabajar en "su lugar", un resguardado rincón de la catedral, al abrigo de brisas asesinas y patrullas más asesinas.


-¡ Malditos mozalbetes!, masculla, con rabia


Al final, harto de luchar, ha tenido que recorrer media ciudad para encontrar un lugar decente donde montar lo que él llama su "paradeta". La misma se compone de un destartalado carro de compra "continente" que contiene un sinfín de cosas, aparentemente inútiles a nuestros ojos apresurados, pero que, para él, son hitos, faros que marcan los sucesivos naufragios por los que ha pasado su vida de vagabundeo; un perro más viejo que el anciano Ernest, llamado Ulises y una manta raída por las mil y una esquinas de la ciudad. Remata la "paradeta" un sobado cartón que formó parte, en su día, del embalaje de un ultramoderno 486, en el que se puede leer una escueta leyenda: "ayúdenme". Completada la escena, Ernest y Ulises acomodan sus miserias a la vista de los transeúntes.


- Después de todo, algo cae y el día no ha estado del todo mal, se engaña el trotamundos.


El final de la jornada le ha dejado agotado. Al deambular por la soledad de la calle mojada, los vapores húmedos de la lluvia le envuelven en la añoranza de un lejano pasado, cuando era un niño alegre que saltaba sobre todos los charcos sin que sus huesos chillaran de espanto. Recuerda los primeros días del curso escolar, cuando el olor del alcanfor pegado a los chaquetones impregnaba las aulas de un suave aroma a reencuentro; la rabia que le producía a él y a sus compañeros llevar el uniforme escolar; la admiración bobalicona que sentían por las audacias de los mayores; el tedio de las lecciones cantadas una y otra vez y, sobre todo, el insondable misterio de las aulas de las niñas que había frente a las suyas. Ernest sonríe al evocar los recreos de su niñez; el patio minado de los agujeros para las canicas, las marcas caprichosas que delataban el paso de las peonzas, el dolor persistente que le dejaba en la espalda el juego del "cavall fort"...


Todo tiempo pasado fue mejor, reza la sentencia para los que la realidad diaria les es demasiado huidiza y arisca; en su caso la puta realidad es rocosa y con cortantes aristas. Sin darse cuenta la niñez se le escapó de entre las manos, la juventud fue un viajar sin brújula y, ya adulto...,
- ¿Qué pasó cuando me hice mayor?, se pregunta. Viejo Llivia, creo que desde que dejaste tú juventud siempre has sido un viejo sin pasado ni futuro, solo este presente imperfecto, se responde al tiempo que entra a buscar unos cartones secos en el almacén de El Corte Inglés.
Mientras revuelve en el trastero de la ciudad, retorna a sus ensoñaciones. ¿Hay algo mejor que se pueda hacer entre tanta inmundicia?.


Vuelven a su memoria los cálidos olores de la infancia: a pan recién hecho en el horno donde compraba el desayuno camino del colegio, embriagador el de las traviesas del tren donde jugaba con sus amigos.; las tardes de verano, dilatadas, perezosas, con olor a aventura sin fin. La lluvia y el recuerdo de aquellos veranos producen en él un efecto de honda melancolía., de desasosiego y pérdida, porque en su familia se vivían con gran excitación las tormentas del final del verano. La abuela vivía todavía con ellos, era una mujer pequeña, enjuta, de ojos penetrantes y un luto que se perdía en la noche de los tiempos. La mujer, al oir el estruendo del primer rayo, corría con gesto decidido, impensable para su edad, hacia el patio trasero de la casa con una bolsa de sal en la mano; a continuación, como en un ritual antiguo y esotérico, esparcía una cruz de sal sobre el suelo del patio, Ernest no recuerda la salmodia que recitaba pero cree que lo hacía con el propósito de proteger la casa y a sus moradores. Cumplido el ritual, los pequeños de la casa se quedaban quietos , muy quietos , tras los cristales observando como se iba deshaciendo rápidamente la cruz de sal. Pasada la tormenta, todos reían aliviados porque nada malo les había pasado.

Ernest ha tenido suerte, su fiel Corte Inglés le ha proporcionado unos cartones amplios, limpios y, sobre todo, secos. Con ellos a cuestas se dirige a su "pensión" habitual, un cajero de "la Caixa" apartado del centro. Normalmente no aparece nadie por la noche y, lo más importante, es una pensión con un solo inquilino, él. Tal y como era de esperar, no hay nadie en el cajero. Colocado el carrito en un rincón, inicia el ritual de cada noche: uno de los cartones lo coloca en el suelo a modo de colchón, sobre el mismo se acomodarán él y Ulises, la manta les cubrirá y el resto de cartones los ocultará de las miradas indiscretas.
- Es un buen sitio este cajero, piensa Ernest, mientras ambos toman su cena. La suculenta comida se compone de unos huesos de pollo para Ulises que le ha dado l'' Enríc, un conocido que trabaja en el restaurante que hay en la plaza de la Catedral, y , para él , un bocadillo despistado por Enríc de la cocina.
En la calle continua lloviendo de forma machacona. Siempre le ha gustado la lluvia, su efecto hipnotizador, nostálgico. Poco a poco, Ernest se va durmiendo y en su sueño habita la abuela, la casa, la tormenta. En susurros siente a la abuela que le va diciendo, al tiempo que lanza un puñado de sal a su lado:
- Duerme, duerme, mi niño, no tengas miedo, ya no hay hombres malos. Duerme,duerme, corazón, yo estoy a tu lado. Duerme.
En Ernest se ha dibujado una amplia sonrisa.


Vespres literaris Diciembre 2005

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