“Soy un refugiado, un ciudadano americano y un ser humano, cosa que me
parece esencial afirmar ahora que al parecer son muchos los que consideran
estas tres identidades irreconciliables. En marzo de 1975, mientras Saigón
estaba a punto de caer, o al borde de la liberación —dependiendo del punto de
vista desde el que cada uno lo vea—, me convertí en un refugiado y, como
consecuencia de ello, mi condición humana quedó temporalmente suspendida.
Mi familia vivía en Buon Me Thuot,
una población famosa por su café y por ser la primera en caer en manos de los
comunistas. Mi padre estaba en Saigón en
viaje de negocios y mi madre no tenía manera de ponerse en contacto con él. Así pues, nos cogió a mi hermano de 10 años y a mí —que
por aquel entonces tenía 4— y juntos emprendimos un viaje a pie de 184
kilómetros para llegar hasta el puerto más cercano, que estaba en Nha Trang (reconozco que a mí puede que
me llevaran en brazos). Por lo menos era
cuesta abajo. A diferencia de mi
hermano, yo era demasiado pequeño y no
recuerdo a los paramilitares muertos que colgaban de los árboles. Doy gracias a Dios por no ser capaz de
acordarme de las escenas de terror y caos que sin duda deben vivirse cuando
estás tratando de encontrar un bote en unas circunstancias así. Finalmente,
conseguimos llegar a Saigón para reunirnos con mi padre y un mes después
—cuando llegaron los comunistas— tuvimos que repetir la misma pelea desesperada
para salvar nuestras vidas. Ese verano llegamos a Estados Unidos.
Pronto comprendí que en Estados Unidos —patria del mítico sueño americano—
ser un refugiado es visto como algo contrario al espíritu nacional. El
refugiado es una encarnación del miedo, del fracaso y de la huida. Muchos norteamericanos
piensan que ellos no pueden convertirse en refugiados, aunque les parece
perfectamente normal que algunos refugiados quieran convertirse en ciudadanos
norteamericanos para dar un paso más en el camino hacia el paraíso.
Convertirse en un refugiado significa que el país del que procedes ha
estallado y que, al hacerlo, se ha llevado consigo todo aquello que garantizaba
tu humanidad: un gobierno eficaz, un cuerpo de policía que en su mayor parte no
se dedica a asesinar a la gente, fuentes fiables de agua potable y suministros
alimentarios, una red eficiente de alcantarillado (no conviene subestimar la
importancia que tienen las redes de alcantarillado en lo que respecta a nuestra
humanidad; los refugiados saben bien que vivir entre sus propios desechos es
precisamente lo que confirma su condición infrahumana en tanto que despojos de
la comunidad internacional).
Yo tuve más suerte que muchos refugiados, pero aún sigo aterrorizado por la
experiencia. Después de llegar al campo que se había levantado en Fort Indiantown Gap (Pensilvania) con
cuatro años, me separaron de mis padres y me llevaron a vivir con una familia
de acogida de raza blanca. La teoría era, según creo, que las cosas serían más
fáciles para mis padres si no tenían que ocuparse de mí. Aunque tal vez se
debiera a que no había nadie dispuesto a acogernos a todos a la vez. Sea como
fuere, ser separado de mi familia fue otra señal de que mi propia vida ya no
estaba ni en mis manos ni en las de mis padres. Estaba a merced de unos
extraños y tuve la enorme suerte de que fueran unas personas amables que
todavía hoy se acuerdan de los alaridos que pegaba cuando me separaron de mi
familia.
Igual que los sin techo, los refugiados son encarnaciones vivas de una
posibilidad verdaderamente inquietante: que todos nuestros privilegios como
seres humanos son en realidad bastante precarios y que nuestros hogares,
nuestras familias y nuestros países se encuentran a tan solo una catástrofe de
distancia de quedar completamente arrasados. Cuando vemos que los refugiados
son internados en campos, cuando alguno de ellos se atreve incluso a exponer
públicamente cómo de dormidas están nuestras conciencias, nuestra respuesta
suele consistir en negarnos a reconocer que podamos ser como ellos y en hacer
todo lo que está en nuestra mano para no asumir las responsabilidades que
tenemos con ellos.
Nuestros mejores instintos nos han dicho siempre que lo correcto desde un
punto de vista moral es ser hospitalarios, ayudar a los necesitados y compartir
nuestros recursos. Las razones que nos inventamos para no hacer ninguna de
estas cosas son simples racionalizaciones. Tenemos recursos suficientes para
compartirlos con los refugiados, pero preferimos gastarlos en otras cosas.
Somos capaces de vivir junto a extranjeros y personas diferentes, pero solemos
sentirnos incómodos y no nos gusta esa sensación. Tememos que la gente
diferente a nosotros vaya a matarnos y, por lo tanto, los alejamos de nosotros.
Nuestro destino como refugiados suele estar determinado por una serie de
políticas dictadas por quienes diseñan también las operaciones militares. En mi
caso, Estados Unidos lanzó más bombas sobre Vietnam, Laos y Camboya que sobre
todo el continente europeo durante la Segunda Guerra Mundial. Estos bombardeos
contribuyeron también a que el número de refugiados aumentara y, como
consecuencia del sentimiento de culpa que esto produjo en los norteamericanos y
de su furibundo anticomunismo, el Gobierno de Estados Unidos se vio obligado a
acoger en 1975 a 150.000 vietnamitas. A
lo largo de la siguiente década, tuvieron que autorizar la llegada de cientos
de miles más y de algunos refugiados de otras partes del sureste asiático.
Estados Unidos hizo mucho más que los países vecinos, la mayor parte de los
cuales se negaron a aceptar a los boat
people, o se limitaron a reunirlos en campos a la espera de encontrar un
país como Estados Unidos que quisiera acogerlos. Aceptar a estos refugiados fue
la prueba de que Estados Unidos estaba dispuesto a pagar la deuda que había
contraído con sus aliados survietnamitas y los refugiados, por su parte, se convirtieron en un recordatorio de lo
horrible que es la vida bajo un régimen comunista. De nosotros se esperaba que
nos mostráramos agradecidos por haber sido rescatados de una vida así, cosa que
muchos de nosotros hicimos y seguimos haciendo.
Como escribí en mi novela El
simpatizante [Seix Barral], “aun así, el mío era uno de aquellos casos
desafortunados que suscitaban la pregunta de si el hecho de que yo necesitara
la caridad americana no sería quizá consecuencia de que antes me habían
suministrado ayuda esos mismos americanos”. Ya veis que soy un mal refugiado. Y
lo soy porque no he podido evitar darme cuenta de que mi buena estrella fue tan
solo el resultado de un golpe de suerte administrativo y de las políticas migratorias
de Estados Unidos, en las que siempre se ha considerado a los asiáticos una
minoría modélica. Si hubiera sido un haitiano en los setenta o en los ochenta
—es decir, alguien negro y pobre—, no me habrían acogido jamás. Tampoco me
acogerían hoy si fuera centroamericano, y eso a pesar de lo mucho que Estados
Unidos ha desestabilizado esa región apoyando a regímenes dictatoriales y
creando las condiciones adecuadas para una economía basada en el tráfico de
drogas y sacudida por las guerras que ese tráfico genera. Soy un mal refugiado porque insisto en ver las
razones históricas que causan las olas de refugiados y también las que explican
por qué se deniega el estatus de refugiado a determinadas poblaciones. Las
autoridades norteamericanas han preferido categorizar a los centroamericanos
como inmigrantes, lo cual impide que se cuestione el impacto que ha tenido la
política internacional estadounidense sobre sus países de origen. El inmigrante
es el extranjero que ha llegado a un país a través de los cauces adecuados. El inmigrante es alguien que quiere
desplazarse, a diferencia del refugiado, que es obligado a desplazarse. En
comparación con el refugiado, el inmigrante es alguien maravilloso. Porque hace
de Estados Unidos un lugar maravilloso. O un lugar grande. Se me ha olvidado
cuál es la palabra apropiada. Sea como fuere, aquí están las famosas palabras
que figuran al pie de la Estatua de la Libertad:
“¡Dádmelos a mí, los exhaustos, los pobres, / las masas hacinadas que
anhelan respirar en libertad. / Los desventurados desechos de vuestras
rebosantes playas, / enviádmelos a mí, todos esos desdichados y los que han
sufrido el rigor de las tempestades! / ¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta
dorada!”.
Aunque esto no siempre ha sido verdad. La actual ola de xenofobia que se
percibe en Estados Unidos y que se dirige contra los refugiados, los
inmigrantes indocumentados —sus parientes más cercanos— e incluso también
contra los inmigrantes legales, tiene raíces muy profundas. Los Estados Unidos
de América se han levantado gracias al trabajo de los inmigrantes y siempre han
estado dispuestos a acoger a los extranjeros, pero, como país, también son un
producto del genocidio, la esclavitud y el colonialismo.
Estas dos caras de los Estados Unidos de América son contradictorias pero
coexisten, como también ocurre en otras democracias liberales occidentales. Y
así, a pesar de que en Estados Unidos el 51% de las nuevas empresas con un
capital superior a los 1.000 millones de dólares han sido creadas por
inmigrantes y de que todos los galardonados con el Premio Nobel en el año 2016
eran inmigrantes, el país les ha dado sistemáticamente la espalda. Todo comenzó en el año 1882, cuando se
prohibió la entrada a los ciudadanos de origen chino. La excusa entonces fue
que representaban una amenaza de índole económica, moral, sexual e higiénica
para los norteamericanos de raza blanca. Hoy esas razones nos resultan
absolutamente ridículas. Aunque deberían
también permitirnos ver lo grotesco que es el miedo contemporáneo hacia los
musulmanes: hay en él tanta irracionalidad como en el racismo con el que se
trató a los inmigrantes chinos. A través
de diferentes iniciativas legislativas, en 1924 se consiguió poner fin a la
inmigración de personas que no pertenecieran a la raza blanca, y aunque la
puerta volvió a abrirse lentamente con la revocación de la ley para la
exclusión de la minoría china en 1943 (momento a partir del cual se permitió la
entrada de 105 inmigrantes de origen chino al año), Estados Unidos no abrazó
una política migratoria completamente abierta hasta la aprobación de la ley de
inmigración en 1965.
Estados Unidos quedó definido por esa ley, gracias a la cual llegaron hasta sus ciudades
una gran cantidad de inmigrantes asiáticos y latinoamericanos que transformaron
por completo el país (y para bien, porque sin ellos la comida en Estados Unidos
sería tan horrorosa como en la Inglaterra previa a la aparición de flujos
migratorios). Pero los prejuicios siguen
existiendo. Se dejan ver por ejemplo en
la corriente de opinión contraria a los inmigrantes indocumentados. Quienes se
oponen a ellos insisten en que debemos dar preferencia a los inmigrantes
legales, pero sospecho que una vez se haya expulsado a los indocumentados,
estas personas tan sensatas empezarán a decirnos que hay demasiados inmigrantes
en general.
En realidad, mi familia es el perfecto ejemplo del tipo de minoría modélica
que puede servir para refutar este argumento. Mis padres se convirtieron en respetables
comerciantes. Mi hermano fue a Harvard
tan solo siete años después de llegar a Estados Unidos sin saber una palabra de
inglés. Yo he ganado el Premio Pulitzer.
Podríamos aparecer en uno de esos
carteles que nos hablan sobre cómo contribuyen los inmigrantes a hacer de
Estados Unidos un gran país. Y en cierta forma, lo hacemos. Pero no tendría que ser necesario triunfar de
esta manera para ser aceptado. Que los inmigrantes indocumentados o legales no
sean todos ellos potenciales multimillonarios no es motivo suficiente para
excluirlos socialmente. ¿Qué hay de malo en que su destino sea que los expulsen
del instituto y se pongan a trabajar como cajeros en un establecimiento de
comida rápida? En lo único que los
convierte eso es en seres humanos iguales al norteamericano medio, y tal vez me
equivoque, pero nadie parece estar hablando de deportar a los norteamericanos
medios.
Los norteamericanos o europeos medios para quienes los inmigrantes
representan una amenaza laboral son incapaces de ver que los verdaderos
culpables de su difícil situación son la clase empresarial y todos aquellos que
sacan tajada y están encantados de que quienes lo están pasando mal se
enfrenten entre sí. Los intereses económicos de las minorías rechazadas y de la
clase media que vive aterrorizada son los mismos, pero son muchos los que no
pueden verlo a consecuencia del pánico que sienten hacia el diferente, el
refugiado y el inmigrante. En sus manifestaciones más descarnadas, esta actitud
es puro racismo. En sus manifestaciones más contenidas, suele adoptar la forma
de un discurso en torno a la defensa de nuestras culturas de acuerdo con el
cual la pobreza es preferible a la impureza étnica. Este miedo es una fuerza
poderosísima que hasta a mí, debo admitirlo, me tiene asustado.
Pero entonces me acuerdo de mis padres, que eran más jóvenes que yo cuando
lo perdieron todo y se convirtieron en refugiados. Y no puedo evitar recordar
cómo, después de establecernos en San José (California) y de que mis padres
abrieran una tienda de productos vietnamitas en el decadente centro de la
ciudad, en el escaparate de uno de los establecimientos vecinos alguien puso un
cartel donde podía leerse: “Otro americano expulsado de su negocio por los
vietnamitas”. Pero, por muy asustados que estuvieran, mis padres no cedieron al
miedo. Y pienso también en mi hijo —que tiene más o menos la misma edad que yo
tenía cuando me convertí en un refugiado— y, aunque no quiero que esté
asustado, sé que lo estará. Lo importante es que tenga la valentía suficiente
para superar ese miedo. Y la manera de superarlo consiste en exigir que Estados
Unidos sea el país que debe ser y puede ser: un país capaz de soñar con la
mejor versión de sí mismo.”
“Estados Unidos y yo”
Viet Thanh Nguyen
El País Semanal
18/08/2017
Viet Thanh Nguyen, escriptor
nord-americà, d'origen vietnamita. Va obtenir el Premi Pulitzer d'Obres de
Ficció de l'any 2016.
Nascut a Ban Me
Thuot (Vietnam), el 1971, amb quatre anys d'edat, va arribar amb la seva família
als Estats Units, com a refugiat. Va viure un temps amb una família d'acollida
i després es va poder tornar a reunir amb els seus pares i el seu germà gran.
Vivien a l'oest de San José (Califòrnia) i els seus pares portaven una botiga
de queviures asiàtics. Nguyen es va graduar, amb honors, a la Universitat de
Califòrnia a Berkeley en anglès i estudis ètnics, l'any 1992. I, el 1997, va
obtenir el premi de doctorat per la mateixa universitat. Després va acceptar un
lloc com a professor d'estudis americans i de l'origen ètnic a la Universitat
del Sud de Califòrnia. L'any 2016 va rebre el Premi Pulitzer d'Obres de Ficció
per la novel·la The Sympathizer.
Acaba de publicar el recull de contes The
Refugees, amb històries sobre els refugiats vietnamites als Estats Units.
font :Viquipèdia
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada