18 de set. 2018

l'illa, critica 2


“(…) en La isla las percepciones y sensaciones de los protagonistas se erigen en verdadero motor de una prosa en la que los escasos y casi entrecortados diálogos (¿qué decir en momentos así? ¿es incluso necesario el diálogo en situaciones de este tipo?) dejan paso al que es el eje central de la obra: la puesta en marcha de un interesante juego de miradas que, yendo del padre al hijo y del hijo al padre, permita a estas dos personas, distanciadas desde hacía tiempo, reconocerse a sí mismos en la imagen del otro.

El hijo quiere conocer al padre tanto como conocerse a sí mismo porque, en cierto sentido, enfrentarse a la muerte del padre es enfrentarse a la propia muerte,  es reconocer en el otro la propia finitud “como una planta joven que pudiera advertir en sus raíces un deterioro mortal”.

De este modo, desde la llegada a la isla, uno y otro se observan a cada poco y de forma sistemática en sus actos, en sus poses, en sus objetos personales… en un deseo de llegar a un conocimiento personal que vaya más allá de la imagen que en un momento determinado podamos heredar del pasado o de la se pueda dar a los demás. Necesariamente esta nueva focalización remodelará la imagen previa; si el hijo consideraba de niño a su padre como una especie de dios (“poderoso, con el semblante iluminado, la voz sonora, los aires de conquistador: enhiesto, sencillo, jovial”) no podrá dejar de constatar que, ahora, enfermo de gravedad, “no era más que un hombre cansado”. Esta necesidad de reconocimiento propio y ajeno, de reconstrucción de una comunión tiempo atrás perdida, se impone, pues, en tanto condición esencial y previa a toda forma de empatía.

Breves por tanto los diálogos en los que la pocas palabras son dichas casi por cortesía, lo que realmente vale son los gestos, las miradas, el apoyo silencioso en el que las palabras efímeras de consuelo no pueden ser más que mentiras engañosas, en el que el deseo de confesión del uno hacia el otro queda diluido cuando los interlocutores son conscientes de lo vacías que pueden llegar a ser las palabras.  
En el pequeño paréntesis que supone su estancia en la isla (la recuperación de un verdadero orto chiuso en el imaginario del hijo),  la vuelta al contacto con el limpio mar, “reino abierto de sus años adolescentes”, y el regreso a la casa de la infancia permiten, aunque sólo sea por unos instantes, un breve pero imprescindible cambio de papeles.  Como en un juego de inversión de roles, si en el pasado era el hijo quien,  siendo niño,  yacía enfermo con la cabeza reposando la cabeza en el regazo consolador de su padre, es ahora el padre el que necesita la sensación de seguridad y el sostén de su hijo.  Juego de empatía al tiempo que gratitud diferida del hijo hacia al padre.  Cuando al final del relato,  embarcados ya en la nave que los llevará de vuelta al continente, el hijo vea “empequeñecerse la isla, desvanecerse en el horizonte bajo el inmenso resplandor de mar” será en el momento en que tenga “la conciencia precisa y simple de lo que perdía al perder al padre”.”

La torre del Virrey, 415
Febrero 2012

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