Guerra del 15
Giani Stuparich
traducción Miquel Izquierdo
Minúscula, 2012
páginas: 195
“2 de
junio de 1915, tarde. Roma. ¡En Portonaccio! Se sale de la
estación de Portonaccio. El nombre se
antoja de mal agüero, pero no pensamos en los nombres. Algunas lugareñas nos
presagiaron ya buenos augurios, justo al salir del cuartel. Llevamos con nosotros
las rosas que nos han regalado. Vamos de estreno, desde el calzado hasta la
boina. Los inmaculados alamares, ribeteados de rojo carmín, reirían si les
diera el sol, pero el cielo está gris: ha llovido y seguirá lloviendo. Da igual; bajo la piel sudada, estamos frescos; vamos con la cabeza gacha por
el esfuerzo de equilibrar la mochila (además, la hemos atiborrado de libros)
bajo el agua, pero el pensamiento se
eleva. Una vez llegados, un jugoso limón restaura el cálido estómago y las
inflamadas venas. Mientras subimos, se precipita un aguacero sobre Portonaccio.
Vagones para la tropa. Un racimo de cabezas se asoma a la gran abertura. En los
coches cercanos se canta. Llegan Gigetta y Elody bajo los paraguas lustrosos.
Nuestros compañeros asisten maliciosos a los saludos y besos. Miro a Elody, que está como extraviada y confundida detrás
de Gigetta. Por contra, Gigetta se siente segura en su dolor, llora y sonríe, sus ojos revelan la plegaria a Dios para que
le salve al marido y la promesa al marido de mantenerse tranquila y serena. El tren se pone en marcha. Entre los cantos y el griterío ajenos se
anegan los brotes de nuestros delicados pensamientos. Gotea agua del techo y se
forman charquitos entre los asientos. Un
quinqué resplandece como un pequeño faro en una vasta atmósfera neblinosa. Se balancean rostros blanquecinos entre
reflejos rojizos y bocas abiertas emiten sonidos aquí y allá. El tren se
zarandea y las voces cantantes se dan la réplica sin tregua:
Addio mia bella Napoli,
mai più ti rivedrò!
oh oh oh! oh oh oh!
3 de junio. Florencia,
estación de Campo di Marte. Amanece. Las colinas dispuestas en un amplio
círculo verde y azul se encuentran en el seno de un cielo prístino. De los
hediondos vagones saltan soldados mugrientos y abatidos. La blancura desierta del
desmonte se ve mancillada por miserables hileras de quienes van y vienen del
andén a la marquesina. Ahí se abre y se cierra sin cesar la puerta de un
cafetín que avienta vaharadas de humeante calor, de café y licores; dentro se
apretujan y gritan soldados y ferroviarios. Partimos. El aire de la mañana
refresca la piel arrugada del rostro. En
nuestro coche hay dos florentinos: uno de cara macilenta, con lívidas bolsas
bajo los ojos y la nariz enrojecida: una suerte de sensual viciado; parlotea
sin tregua, abriendo su boca fanfarrona; el otro mira con ojos bondadosos, con
aire de boba tristeza: para él la guerra es un dolor inevitable. Hay un
sargento reincorporado, un dependiente, que suelta discursos altamente incomprensibles
alusivos a la humanidad, la barbarie, el sacrificio, el deber y muchos otros
conceptos embrollados; reparte por doquier puros, chocolate, vermut, a fin de
sentirse aupado por los soldados. Un romano, flaco, puro nervio: lo llaman «el
morito» porque tiene los labios gruesos y es de tez oscura —por haber combatido
en Libia, imaginamos nosotros erróneamente—, bebe canta grita y discute,
convirtiéndose en el fuelle que aviva las risas que estallan furibundas ante
sus salidas soeces sobre la manera de castigar a Cecco Beppe. De la garganta
reseca, vibrando entre la voluta de los labios con forma de corneta, le sale
una voz ronca. Desciende durante una parada breve y al subir suelta un suspiro
aliviado: « ¡Menuda gesta! En mi diario escribiré: el 3 de junio he m... ¡en
Calenzano!» Luego hace razonamientos ingenuamente profundos sobre la guerra de
Italia: «Ahora que nos hemos metido, hay que asumir por lema: Alea jacta est», y, rebatiendo una objeción
confusa surgida del fondo del vagón, de la boca jactanciosamente erudita del
sargento: «Qué me importa a mí la historia, ¡yo hablo del lema!» Hay un
siciliano de boca dura y rostro abierto que sonríe al escuchar, y junto a él un
livornés, silvestre, rojizo, de nariz respingona y expresión áspera. En un
rincón brillan los dientes expuestos de un campesino mudo, de mirada fija y
brillante; no escucha ni habla, bajo el fútil alboroto chabacano, absorto en
una preocupación de la que no se da cuenta, pero que hace febril su mirada e
inmoviliza sus miembros, agarrotándole el alma en un vivo estupor.
Crepúsculo. Mestre. Desconocemos nuestro destino. Pero empezamos a
comprender hacia dónde vamos. Cuanto más nos acercamos más enmudecen los
campos. Flota en el aire la premonición de una vida completamente distinta de
la que dejamos atrás. En la estación bajan unos pocos. Un prolongado murmullo
desfila bajo la marquesina, se forman corrillos de soldados. El toscano, pálido
y con los labios temblorosos, vuelve a subir: « ¡Hay miles de heridos!» El
campesino de los dientes expuestos permanece inmóvil, el resto se embarulla,
entrechoca, desciende. En los corros se habla a media voz; unos sostienen tal
número de heridos, otro tal otro; se bisbisea una palabra: muerte. Pesa por
encima de todo un olor acre de sangre y de yodo. En una vía no muy alejada de
la nuestra hay un tren de heridos del Monte Nero. Manchas pardas se filtran a
través de las vendas que ciñen cabezas, que sostienen brazos. Algunos heridos,
ya fuera de los camastros, se apiñan detrás de la tranca de las puertas: caras
demacradas y temerosas, ropas rasgadas, sucias, camisas andrajosas. Alguno
responde a nuestras preguntas, otros callan y miran con ojos fijos, casi
ausentes. Conmiseración, mezclada con cierta tranquilidad egoísta, de los
heridos por aquellos que parten: conmiseración, turbada por el espanto, de los
que nada saben aún de la guerra por esos heridos abandonados, arracimados, sin
palabras de consuelo. ¡Qué desolación al partir de nuevo! Todos los que antes
alborotaban se muestran ahora silenciosos, quietos en su puesto, con la mirada
gacha. El sargento exalta en el vacío la terribilidad de la guerra con verbo de
funcionario. De pronto, estalla una riña entre el livornés y el florentino
paranoico, por una boina que se ha caído del tren. Cuando terminan, es noche
cerrada. El tren, avanzando por el campo húmedo y desierto, bajo un cielo
estrellado pero triste, zarandea los cuerpos fatigados como si fueran pilas de harapos.
Sueño y melancolía pesan bajo la sombra densa del vagón. Los que están sentados
en las puertas con las piernas colgando agachan de vez en cuando la cabeza,
vencida por el cansancio, sobre el pecho, amenazando a cada nueva sacudida con
precipitarse del tren.
Noche. San Giorgio di Nogaro. Por fin hemos llegado. ¿Adónde?
Marcha apresurada por una gran avenida oscura, bajo las pesadas mochilas; no se
ve a cinco pasos; ocasionalmente, la mancha violácea de un farol. Se entrevén
formas extrañas y monstruosas más allá de los árboles. Llegamos ante una verja.
¿Toca regresar? No, las bisagras chirrían. Adelante: entre almacenes, sobre las
vías, junto a los vagones; nos detenemos en una plataforma: altas columnas
sostienen una gran techumbre. ¿Y ahora? Adelante. Los pies se pegan a la paja,
se remonta por blandos túmulos: ¿sacos estibados sobre la paja? Blasfemias,
murmullos: no, son hombres que duermen y a quienes vamos pisando. Susurros,
casi un despertar general, silbidos de llamada, algunos desaparecen de pronto
al desplomarse extenuados entre los cuerpos ya arrumbados. ¿Y pues? ¡Bah!
Parece que aquí se duerme. Un escalofrío recorre la piel sudada, un pinchazo
perfora los huesos cansados. El aire de la noche es gélido. Nosotros tres,
Scipio, Carlo y yo, por virtud del florentino charlatán y experto en ardides,
hallamos un vagón abandonado para acostarnos más cómodos y dormir.
4 de junio. Latisana. Cervignano. El tren corre con las cortinillas
bajadas. Se acabaron los vagones adaptados para la soldadesca. En los angostos
compartimentos de tercera se aglutina y palpita la masa verde gris bajo dos
hileras inmóviles de mochilas, a la luz cálida del sol reciente que asoma por
entre las cortinillas amarillas. Limpieza enérgica de fusiles con el aceite de
los quinqués. Se siente próximo al enemigo. Entre las hendiduras practicadas en
las cortinillas por manos curiosas, se ve pasar la llanura reverdecida y
quieta; pero los matorrales parecen esconder alguna sorpresa, ni siquiera el
aire nítido se antoja seguro. Mientras tanto, los cañones de los fusiles lucen
lustrosos, el obturador se desliza sobre las guías de hierro reluciente y
encaja rotundo. Cuando bajamos en
Latisana, reina una paz intensa y cálida en la llanura friulana.
Por fin comemos algo caliente.
Algo más allá, fuera de la estación, las cocinas de la artillería nos preparan
el caldo y la carne. Sentados sobre las mochilas alineadas, con una escudilla
de latón limpia, mordisqueando una hogaza, hincamos el diente de abajo arriba
al pedazo de carne chorreante, sostenido
entre dos dedos. Y después nos dispersamos por la aldea. Luce el sol en el
pueblito friulano y en la plaza ondea una bandera tricolor. Es tierra nuestra desde
hace mucho tiempo, pero los pueblos allende la frontera tienen el mismo aire.
¡Qué sueño cálido detrás de un
seto! Al despertarnos, queda todavía una hora antes de la formación. El aire
abrasa. Scipio ha regresado con la piel húmeda y fresca; mientras Carlo y yo
dormíamos, fue a bañarse al Tagliamento. ¡El agua gélida del río! Un ejemplo
seductor. Dos mocosos corretean ante nosotros para abrir camino. Queda lejos la
orilla. El corazón late por miedo de no llegar a tiempo, que los demás se
marchen sin nosotros. Un nubarrón amenaza. Venga. Dos pilas de ropa arrimadas a
dos matorrales. Los pies se hunden en la arena. El cuerpo se entumece en el
agua helada del río. El sol se apaga. El aire palpita. Una gota. Llueve a
raudales. No hay donde cobijarse. Bajo un árbol que no basta para guarecerse de
la lluvia del cielo, nos ponemos con apuros la ropa interior empapada sobre el
cuerpo mojado; los pies embarrados retienen las medias. Venga. Nos apresuramos
bajo la lluvia, corremos, llegamos jadeantes. No se ven más que nuestras dos
mochilas abandonadas, la una aquí y la otra allá, sobre el fango, embestidas
por arroyuelos, sucias, empapadas. ¿Se habrán ido ya? No tenemos siquiera los
arrestos para mirarnos, con esa terrible sospecha en el rostro. ¿Dónde están
los otros? Hay tiempo, hay tiempo. Se han resguardado en las posadas. ¡Y
nuestras pobres mochilas!
En el tren. Ahora las cortinillas ya no nos producen
impresión alguna. Nos asomamos todos a las ventanillas. Cruzaremos la frontera.
Sabemos que vamos por la línea que lleva a Trieste. ¡La vía férrea recorrida
incontables veces, pero en condiciones tan distintas! ¡La frontera, la
frontera! ¿Dónde? ¿Cuál? ¿Ese riachuelo? No, aquel de allí. ¡Pero de qué
frontera hablamos! Si la tierra es verde, es la misma, idéntica, que la que
hemos dejado atrás, es nuestra. Bajamos en Cervignano.
Noche. Silencio en la pequeña
estación, donde antaño se propagaba el ruido de fondo de las estaciones
fronterizas: la policía de fronteras austríaca recorría, farfullando, el tren
detenido, entre el parloteo de los viajeros. Ahora, delante de la estación forma una patrulla de nuestra policía de
fronteras en verde gris, llegada hasta aquí a efectos bien distintos. Bajamos
en silencio, casi ejecutando una función sacra, y volvemos la cabeza hacia el anillo
azul de montañas cercanas, desde las que nos llega, nuevo y misterioso, el
retumbo de los cañones. El crepúsculo oscurece el cielo y alumbra tímidas
estrellas. Fuera de la estación, la avenida se exhibe ruidosa y atestada; entre
dos hileras de tropas pasan carros como montañas, oscuros: son los pontones.
«Los granaderos han cruzado el Isonzo esta mañana», se oye murmurar: es la voz
anónima de la guerra que habla por su cuenta. Rozamos los carros y los pechos
de los policías de fronteras y del resto de soldados que forman. El cañón
retumba ahora con rabia sofocada. En lo alto, entre las copas de los árboles
oscuros, se abisma un cielo azul frío. Entre piel y carne serpentea un
escalofrío repentino: «mamá»: pensamiento, sentimiento inefables, como una
esencia que todo lo envuelve. Me extravío y me tiemblan las piernas. Solo un
instante. Me recobro y marco el paso. Desfilamos mudos entre casas mudas, de
las que cuelgan aquí y allá trapos tricolores sucios y desteñidos. De una
ventana alta el chillido de una niña —«¡Viva Italia!»— se precipita de golpe
desbaratando la desolación de las calles, desolación que exhalan el adoquinado
y los muros y que bloquea la atmósfera como un polvillo oprimente. El grito me
ha penetrado en el corazón.
Está todo oscuro. Por algunas
puertas se filtran, a través de pequeñas rendijas, luces interiores: son los
mandos. Entramos en el almacén de la «Compañía de navegación fluvial». Tras una
vitrina está el despacho con los escritorios; y encima de ellos, papeles, pólizas,
billetes, en pilas desordenadas. Nos arrojamos sobre la paja húmeda que han
repartido.
5 de junio, mañana. Cervignano. El riachuelo calmo como un canal
fluye entre verdes orillas. Guardo este recuerdo de mi infancia en Cervignano:
un sauce que derrama en el agua su fronda sensible. El puente tiene un pilar
roto, quizá por un cañonazo. Y por el puente pasan las lecheras que esperamos en
el paso. Las friulanas con el rostro algo temeroso nos vierten la leche blanca y
densa en la escudilla reluciente, y miran asombradas las monedas que les
ponemos en las manos. La mochila está enfardada. Los renglones siguen ondeando.
¡Mochila al hombro! El toscano charlatán y otros tres se han hecho pasar por
enfermos y van al hospital: cualquier demora difiere la muerte. Nosotros
iniciamos con un sentimiento de orgullo que nos lleva a alzar la cara, pese a
la mochila, la marcha a través de Cervignano, despojada y desierta —sus escasos
habitantes caminan junto a los muros—, pero asistida por un sol hermoso que la
vuelve risueña.
Por los caminos del Friuli. Papá
me llevaba consigo en carroza durante sus viajes de negocios: reinaban el polvo
e incontables festones de vides. El paso, con la mochila, es grave, cadencioso,
el peso atenaza la garganta y debilita la nuca. Un dolor tenso sube por detrás
hacia la cabeza y amartilla las sienes. El rostro quema por el sudor y arde el
pecho, hasta el cuello, por la sed.
Scodovacca. Nos detenemos al margen del camino, a la sombra de un
seto. ¡Cómo se desploma en el suelo la mochila, al voltearla sobre el hombro!
¡Qué gozo el reposo de piernas y espalda! Los labios tiemblan en la boca de la
cantimplora y el agua, templada por el sol, gotea en la garganta inclinada. Al
retomar el paso sientes como una punzada de extenuación, pero pasa. En los
cruces, a los lados, topamos de vez en cuando con gruesos troncos derribados:
deben de ser los obstáculos, ya despejados, que interpusieron los austríacos
ante nuestro avance. Por un camino lateral desemboca y gira fulminante una
escuadra de infantería ciclista que empequeñece a nuestra vista con ondear de
plumas. Más adelante divisamos zanjas largas y profundas en la tierra de los
campos: trincheras recientes. Nuestros hombros se resienten, las piernas se
alternan inertes, al arrastre, el cuello turgente sostiene a duras penas la
cabeza grávida, las venas hierven en la carne como arroyuelos de metal fundido.
Villa Vicentina. El corazón late por el esfuerzo de liberar la espalda
de la mochila, sobre la que nos desplomamos exhaustos. ¡El agua de la fuente,
fresca, bajo el verde! A mí me basta con sentir su aliento cercano, en un
primer momento, mientras los otros se abalanzan ávidos y atascan el caño y
extienden las manos y se empapan la cara. Luego me arrastro hasta la acequia y
sumerjo las muñecas hirvientes en la corriente gélida.
Abandonar la sombra y regresar al
polvo y el sol, tras pocos minutos en que el todavía no ha recuperado su latido
regular, con hormigueo en los brazos y el pecho y la espalda opresivamente
atenazados por una mordaza, resulta un pesar que se antoja insoportable. El
cuerpo es una máquina al mando de la voluntad; solo la voluntad está viva y
tensa, el cerebro una esponja petrificada, los ojos están al rojo vivo. No
vamos a combatir: caminamos; no se oyen los cañones: caminamos; el campo ha
perdido su fisono mía, todo se extingue en la blanca senda sobre la que
caminamos.
En San Valentino alcanzaremos el
mando. Adelante. Esta mañana la brigada ha penetrado más allá. ¡He aquí un
granadero! Ay, ¿dónde están, dónde están? ¡Bah! En aquellas casas hay dos compañías
del segundo. Abajo las mochilas. Detrás de la casa se extiende algo de sombra y
la tierra ha sido removida: un huerto donde se cultivan lechugas. Con la
espalda sobre la tierra blanda y fértil y con las manos en las frescas hojas
verdes, tan pronto como poso la cabeza sobre el macuto me duermo: con un sueño
que es como la muerte. Me parece haber dormido una eternidad, pero nos han
despertado pasados solo dos minutos, porque todavía no hemos llegado.”
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