El factor Stuparich
por Enrique Vila-Matas
“A principios del siglo pasado,
la brillante nueva generación de jóvenes de Trieste - Scipio Slataper, Carlo Michelstaedter, Carlo y Giani Stuparich, Enrico
Mreule y otros- se lamentaban a todas horas de que su ciudad, el activo puerto del imperio austro-húngaro, carecía de la menor tradición cultural. Michelstaedter se suicidó en 1910, abriendo el fuego de las fugas y de las
pérdidas. Tras la muerte de su amigo, Mreule decidió irse a la Patagonia. Como comentaría cuarenta años más tarde Giani
Stuparich en Trieste nei mei ricordi, había algo en esa ciudad que se oponía a
cualquier intento por darle una fisonomía cultural: "Y esto no sólo se
debía a un espíritu de desintegración, sino también al hecho de que los individuos se
aislaban voluntariamente, o bien partían".
Después, murieron en la guerra
el gran Scipio Slataper y Carlo Stuparich. Y así Giani, el menor de los Stuparich, vio roto muy pronto
su sueño de que Trieste, apasionante
cruce de culturas, pudiera ser el puente
que uniera la civilización milenaria mediterránea con las nuevas civilizaciones
que estaban surgiendo en el mundo. Nada
de aquel sueño de cultura pudo ser posible, aunque la estela que dejó aquella generación
frustrada pervive, porque fundaron la triestinidad y la literatura triestina. Cuando Scipio Slataper se suicidó para no caer
en manos del enemigo, dejó una herencia
muy ardua. "Giani Stuparich", escribe
Claudio Magris en su epílogo de La isla, "se vio de alguna forma
en la necesidad de ser -de querer, pero
también de tener que ser- el heredero y el continuador de Scipio Slataper, jefe reconocido de aquella extraordinaria y
malograda partida de jóvenes".
Suceder al insustituible
Slataper era tarea compleja y seguramente imposible, aunque, eso sí, hermosa e innegablemente
heroica. Stuparich se encontró entre las
manos la antorcha con la que tenía que seguir adelante, con la que tenía que suceder no sólo a su
hermano Carlo, sino también al legendario suicida. Y no dio la espalda al
esencial reto. Se casaría años más tarde
-para incidir aún más en aquella trastornadora tarea tan heroica- con la mujer
que amaba a Slataper, la escritora Elody Oblath, y naturalmente fue
infeliz en su matrimonio. Pero en ningún
momento buscó Giani Stuparich mejores opciones para su vida. Actuó de común acuerdo con su destino: a fin
de cuentas era el que reunía más condiciones para recoger la difícil herencia
de los grandes amigos malogrados, ya que era escritor de ficción, pero también y sobre todo un intelectual
responsable, el representante moral de
los valores de aquella generación.
La herencia -benéfica, según se
mire- haría de Stuparich toda la vida un maestro de rectitud civil y de
compromiso democrático. Fue a estudiar a Praga, donde se hizo amigo de Masaryk, que luego sería presidente de
la república checoslovaca. Y
seguramente, allí en Praga, se cruzó con
Kafka y fue su compañero de mesa en
el café Europa y hablaron del sentido de la vida y de la literatura, y seguro
que lo hicieron siempre bajo la luz fría, objetiva, despiadada de la verdad que uno y otro tanto
cortejaron. Podría ser interesante que, algún día, alguien de la estirpe moral de Slataper se
decidiera a novelar ese probable encuentro que pudo darse a lo largo de una
lenta sucesión de secuencias: el factor Stuparich sintonizando con el factor
Kafka en la Praga de los laberintos, los golems, las charadas y las puertas
falsas.
Giani Stuparich (Trieste, 1891-Roma, 1961) escribió novelas y
ensayos, pero todo el mundo parece
coincidir en que su fuerte resultó ser el relato breve y la memoria
autobiográfica. Había leído muchos cuentos y prestado gran atención a Gottfried Keller, Antón Chéjov, Giovanni
Verga y, sobre todo, a Valéry
Larbaud, probablemente el eslabón último en la cadena que le une con James Joyce, descubridor a su vez de Italo Svevo, otro genio triestino.
Parece indudable que en el relato La
isla fue donde Giani Stuparich dio lo mejor de sí mismo. Es una pieza
literaria que me ha impresionado enormemente, tal vez es lo que -sin saberlo- andaba
buscando leer. Es un libro perfecto, una
obra maestra. Es una historia de vida y
muerte, vista con la luz cruel y objetiva -pero también festiva- de la realidad.
Es la narración de un encuentro en la isla de Istria entre padre e hijo, un
encuentro propuesto y deseado por el padre, a las puertas de su muerte. En ese paisaje luminoso de la isla, muerte y existencia son el espejo único de una
situación dolorosa, paradójicamente llena de vida. Padre e hijo, que habían
vivido distanciados hasta ese momento, comienzan
a saber algo más uno del otro bajo la luz ilimitada de la isla y del fluir de
la vida que se escapa por un lado y que alcanza su plenitud por el otro. Stuparich
despliega ahí gran capacidad de síntesis poética para contarnos lo que circula
por la mente de un padre cuando ve que su hijo pasa a quererle en el momento
justo en que ya va a morirse, y lo que
pasa por la mente de un hijo cuando ve que el padre encarnó la vitalidad que
también él un día habrá de perder, esa
vitalidad que precisamente la isla parece que no perderá nunca. Stuparich despliega todas sus artes en este
breve relato sobre la vida fugitiva, y
lo hace tanto con una lección de serenidad poética como con una noble y
misericordiosa humanidad: "Bajo aquella luz despiadada, ya no andaban dos
hombres por su camino, sino dos payasos. Un muerto y un vivo se hacían compañía
en una bufonesca alianza".
En la meditación acerca de la
muerte es donde suele encontrarse la esencia de la literatura triestina. Ennio
Emili habló de una triestinidad negra
que serpentea a lo largo de la enfermedad sveviana o de los exorcismos del
último Saba, esa tendencia negra que hallamos también
presente en la breve obra que dejara el brillante y seductor, tremendo Slataper. Como señala Magris, el factor
que incorpora Stuparich es el reverso de ese lado oscuro. Tal vez ese lado
oscuro es el defecto más vistoso del héroe insustituible. Según el propio Ennio Emili, en obras como la magistral La isla Stuparich da voz a una triestinidad blanca, es decir, sana, vital,
positiva, moralmente comprometida, pero sin esa tensión de muerte que tan a
menudo acompaña a lo más sublime de cierta moralidad que acaba siendo
dictatorial y aplastante.
El estilo de La isla es lineal y
falsamente nítido y lo narrado es distribuido con destreza y gran concentración
poética a lo largo de breves secuencias que van componiendo un friso más
próximo a la búsqueda de un sentido del instante fugitivo que de cualquier idea
negativa. En esa búsqueda la narración de Stuparich descubre la nada o, mejor dicho, su propia nada, pero de esa nada, en la "luz
despiadada" del cielo y del mar, extrae un significado inconmovible; un
significado impregnado del sabor pasajero del mundo, tan furtivo como a la vez
saturado de esencia: "Es como este viento que trae el aroma del mar: basta
respirarlo".
La isla palpita al sol y saborea
el aire, vive el instante pletórico, y sólo el viento parece ahí decir una verdad
que no debe inspirarnos temor: llega la muerte, pero la vida fluye. Leyendo este libro esencial que Stuparich
publicó en 1942, uno se da cuenta de cómo la literatura europea ha ido perdiendo
fuelle humanista y nobleza espiritual para entregarse a las banalidades del
frío gótico del futuro. El mundo de
Stuparich pertenece al aire de la mañana fresca, no nihilista. Uno imagina las ventanas del despacho
triestino del autor, abiertas bajo un cielo
vasto y sonoro. Tan vivo está el azul que éste vibra alrededor de la cima del
ciprés. La mañana es perfecta. No se oye pájaro ni voz humana alguna, y estamos
vivos. El momento es serio, singular, único. "Fue un momento / un momento / en el centro del mundo",
escribe Idea Vilariño. También
nosotros hemos recibido la herencia de Slataper. Ahora mismo. Y el instante está saturado de sentido. “
Enrique Vila-Matas
El País
tres de mayo de 2008
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