Uno de los temas que transitan el libro de Chesterton es el choque entre elorden y el caos, ejemplificado en este diaólogo entre Gregory y Syme:
“—El artista es
uno con el anarquista; son términos intercambiables. El anarquista es un
artista. Artista es el que lanza una
bomba, porque todo lo sacrifica a un
supremo instante; para él es más un
relámpago deslumbrador, el estruendo de una detonación perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos
policías sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda
convención. Sólo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa más
poética del mundo sería nuestro tranvía subterráneo.
—Y así es, en
efecto —replicó Mr. Syme.
—¡Qué absurdo!
—exclamó Gregory, que era muy razonable cuando los demás arriesgaban una
paradoja en su presencia—. Vamos a ver: ¿Por qué tienen ese aspecto de tristeza
y cansancio todos los empleados, todos los obreros que toman el subterráneo? Pues
porque saben que el tranvía anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio
para el que han comprado billete; que después de Sloane Square tienen que
llegar a la estación de Victoria y no a otra. Pero ¡oh rapto indescriptible,
ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegrías del Edén,
si la próxima estación resultara ser Baker Street!
—¡Usted sí que es
poco poético! —dijo a esto el poeta Syme—. Y si es verdad lo que usted nos
cuenta de los viajeros del subterráneo, serán tan prosaicos como usted y su
poesía. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. Nos
parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a una ave con su
dardo salvaje, ¿y no había de parecérnoslo que el hombre le acierte desde lejos
a una estación con una máquina salvaje? El caos es imbécil, por lo mismo que
allí el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es
un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre: "¡sea
Victoria!", y hela que aparece. Guárdese usted sus libracos en verso y
prosa, y a mí déjeme llorar lágrimas de orgullo ante un horario del
ferrocarril. Guárdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y
déme a mí en cambio el Bradshaw ¿entiende usted? El horario Bradshaw, que
conmemora las victorias del hombre. ¡Venga el horario!
—¿Va usted muy
lejos? —preguntó Gregory sarcásticamente.
—Le aseguro a
usted —continuó Syme con ardor— que cada vez que un tren llega a la estación,
siento como si se hubiera abierto paso por entre baterías de asaltantes; siento
que el hombre ha ganado una victoria más contra el caos. Dice usted
desdeñosamente que, después de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a
Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra
parte; y que cada vez que llego a Victoria, vuelvo en mí y lanzo un suspiro de
satisfacción. El conductor grita: "¡Victoria!", y yo siento que así
es verdad, y hasta me parece oír la voz del heraldo que anuncia el triunfo.
Porque aquello es una victoria: la victoria de Adán.
Gregory movió la
rojiza cabeza con una sonrisa amarga.
—Y en cambio
—dijo— nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: "¿Y qué Victoria
es ésa tan suspirada?" Usted se figura que Victoria es como la nueva
Jerusalén; y nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria.
Sí: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta
es el sublevado sempiterno.
—¡Otra! —dijo
irritado Syme—. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir
que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o
sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen
si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no
es más que un vómito.”
El hombre que fue jueves
G.K. Chesterton
Traducción:
Alfonso Reyes
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