Modos de G. K. Chesterton
por Jorge Luis Borges
“Ha muerto (ha
padecido ese proceso impuro que se llama morir) el hombre G. K. Cliestertoii,
el saludado caballero Gilbert Keith Chesterton: hijo de tales padres que han
muerto, cliente de tales abogados, dueño de tales manuscritos, de tales mapas y
de tales monedas, dueño de tal enciclopedia sedosa y de tal bastón con la
contera un poco gastada, amigo de tal
árbol y de tal río. Quedan las caras de su fama, quedan sus proyecciones
inmortales, que estudiaré. Empiezo por
la más divulgada en esta república:
CHESTERTON,
PADRE DE LA IGLESIA. Entiendo que para muchos argentinos, el auténtico es ese Chesterton. Desde luego, el mero espectáculo de un católico civilizado,
de un hombre que prefiere la persuasión
a la intimidación y que no amenaza a sus contendores con el brazo seglar o con
el fuego póstumo del Infierno, compromete
mi gratitud. También, el de un católico liberal, el de un creyente que no toma su fe por un
método sociológico. (Es el caso de
repetir la buena humorada de Macaulay: Hablar
de gobiernos esencialmente protestantes o fundamentalmente cristianos es como
hablar de un modo de hacer compotas esencialmente protestante o de una
equitación fundamentalmente católica). Se me recordará que en Inglaterra no hay el
catolicismo petulante y autoritario que padece nuestra república — hecho que anula o disminuye los méritos de la
urbanidad polémica del Everlasting Man
o de Orthodoxy. Acepto la enmienda, pero no dejo de apreciar y de agradecer esos
corteses modales de su dialéctica.
Otro evidente
agrado: Chesterton recurre a la paradoja y al humour en su vindicación del catolicismo. Eso importa invertir una tradición, erigida por Swift, por Gibbon y por Voltaire. Siempre el ingenio
había sido movilizado contra la
Iglesia. El hecho no es casual. La
Iglesia — para decirlo con palabras de Apollinaire -- representaba el Orden; la Incredulidad, la Aventura. Más tarde - para decirlo con
palabras de Browning o, si se quiere, del charlatán de sobremesa Sylvester Blougram
— Canjeamos, a fuerza de negaciones, una vida piadosa con sobresaltos de
incredulidad por una vida incrédula con sobresaltos de fe. Antes decíamos que el tablero era blanco; ahora que es negro… La obra apologética de Chesterton corresponde
precisamente a ese canje. Desde un punto
de vista controversial, corresponde
demasiado precisamente. La certidumbre
de que ninguna de las atracciones del cristianismo puede realmente competir con
su desaforada inverosimilitud es tan notoria en Chesterton, que sus más edificantes apologías me recuerdan
siempre el Elogio de la locura o El asesinato considerado como una de las bellas
artes. Ahora bien, esas defensas paradójicas de causas que no son
defendibles, requieren auditores
convencidos de la absurdidad de esas causas. A un asesino consecuente y trabajador, El asesinato considerado como una de las
bellas artes no le haría gracia. Si
yo ensayara una Vindicación del canibalismo
y demostrara que es inocente consumir carne humana, puesto que todos los alimentos del hombre son,
en potencia, carne humana, ningún caníbal me concedería una sonrisa, por risueño que fuera. Temo que a los sinceros
católicos les suceda algo parecido con los vastos juegos de Chesterton. Temo que
les moleste su ademán de ocurrente defensor de causas perdidas. Su tono de bromista cuyo honor está en razón
inversa de la verdad de los hechos que afirma.
La explicación
es fácil: el cristianismo de Chesterton es orgánico; Chesterton no repite una fórmula con temor
evidente de equivocarse; Chesterton está
cómodo. De ahí, su empleo casi nulo del dialecto escolástico. Es, además,
uno de los pocos cristianos que no sólo
creen en el Cielo, sino que están
interesados en él y que abundan, a su
respecto, en inquietas conjeturas y
previsiones. El hecho es inusual... No
olvidaré la visible incomodidad de cierto grupo de católicos, una tarde que Xul-Solar habló de ángeles y de sus costumbres y formas.
Chesterton —
¿quién lo ignora? -- fue un incomparable inventor de cuentos fantásticos.
Desgraciadamente, procuraba educirles
una moral y rebajarlos de ese modo a meras parábolas. Felizmente, nunca lo conseguía del todo.
CHESTERTON, NARRADOR POLICIAL. Edgar Allan Poe escribió cuentos de puro
horror fantástico o de pura bizarrerie;
Edgar Allan Poe fue inventor del cuento
policial. Ello no es menos indudable que
el hecho de que no combinó jamás los dos géneros. Nunca invocó el socorro del
sedentario caballero francés Augusto Dupin (de la rué Dunot) para determinar el
crimen preciso del Hombre de las Multitudes o para elucidar el modus operandi del simulacro que fulminó
a los cortesanos de Próspero, y aun a
ese misino dignatario, durante la famosa
epidemia de la Muerte Roja. Chesterton, en las diversas narraciones que
integran la quíntuple Saga del Padre Brown y las de Gabriel Cale el poeta y las
del Hombre Que Sabía Demasiado, ejecuta, siempre, ese tour
de force. Presenta un misterio, propone una aclaración sobrenatural y la
remplaza luego, sin pérdida, con otra de este mundo. Sus diálogos, su modo narrativo, su definición de los personajes y los lugares,
son excelentes. Ello, naturalmente, ha bastado para que lo acusen de
"literatura". ¡Aciaga
acusación para un literato! Oigo de muchas bocas la leyenda de que Chesterton,
si se quiere, escribe con más decoro que
Wallace, pero que éste armaba mejor sus
intolerables enredos. Prometo a mi
lector que están mintiendo los que tal cosa dicen y que el octavo círculo del
Infierno será su domicilio final. En los
relatos policiales de Chesterton, todo
se justifica: los episodios más fugaces y breves tienen proyección ulterior. En uno de los cuentos, un desconocido acomete
a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano
para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otro, una peligrosa y vasta conspiración
integrada por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con
tenebrosa exactitud en el dístico:
As all stars shrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one
que viene a descifrarse después,
con permutación de mayúsculas:
The words are many, but the word is One.
En un tercero,
la maquette inicial — la mención
escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata — es el estricto
reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha en lo
alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que se deja empuñar... En otro, hay una leyenda al principio: Un rey
blasfematorio levanta con el socorro satánico una torre sin fin. Dios fulmina
la torre y hace de ella un pozo sin fondo, por donde se despeña para siempre el alma del
rey. Esa inversión divina prefigura de algún modo la silenciosa rotación de una
biblioteca, con dos tacitas, una de café envenenado, que mata al hombre que la había destinado a su
huésped.
CHESTERTON, ESCRITOR.
Me consta que es improcedente sospechar o admitir méritos de orden literario en
un hombre de letras. Los críticos
realmente informados no dejan nunca de advertir que lo más prescindible de un
literato es su literatura y que éste sólo puede interesarles como valor humano
- - ¿el arte es inhumano, por consiguiente?
—, como ejemplo de tal país, de tal fecha o de tales enfermedades. Harto incómodamente para mí, no puedo
compartir esos intereses. Pienso que
Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo
por su venturosa invención, por su
imaginación visual y por la felicidad
pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retoricas, por sus puros méritos, de destreza. Quienes hayan hojeado la obra de
Chesterton, no precisarán mi demostración; quienes la ignoren, pueden recorrer
los títulos siguientes y percibir su buena economía verbal: El asesino moderado, El oráculo del perro, La ensalada del coronel Cray, La fulminación del libro, La venganza de la estatua, El dios de los
gongs, El hombre con dos barbas. El hombre que fue jueves. El jardín de humo. En aquella famosa Degeneración que tan buenos servicios prestó como antología de los
escritores que denigraba, el doctor Max Nordau
pondera los títulos de los simbolistas franceses: Quand les violons sont partis, Les
palais nomades, Les illuminations.
De acuerdo, pero son poco o nada incitantes.
Pocas personas juzgan necesario o
agradable el conocimiento de Les palais nomades;
muchas, el del Oráculo del perro. Claro que
en el estímulo peculiar de los nombres de Chesterton obra nuestra conciencia de
que esos nombres no han sido invocados en vano. Sabemos que en los Palais nomades no hay palacios nómadas; sabemos que The Oracle of the dog no carecerá de un perro y de un oráculo, o de un perro concreto y oracular. Así también, el Espejo
de magistrados que se divulgó en Inglaterra hacia 1560, no era otra cosa que un espejo alegórico; el Espejo del magistrado de Chesterton, nombra un espejo real... Lo anterior no quiere
insinuar que algunos títulos más o menos paródicos den la medida del estilo de
Chesterton. Quiere decir que ese estilo
es omnipresente.
En algún
tiempo (y en España) hubo la distraída costumbre de equiparar los nombres y la
labor de Gómez de la Serna y de Chesterton. Esa aproximación es del todo
inútil. Los dos perciben (o registran)
con intensidad el matiz peculiar de una casa, de una luz, de una hora del día, pero Gómez de la Serna es caótico, inversamente, la limpidez y el orden son constantes en las
publicaciones de Chesterton. Yo me atrevo a sentir (según la fórmula geográfica
de M. Taine) peso y desorden de neblinas británicas en Gómez de la Serna y
claridad latina en G. K.
CHESTERTON,
POETA. Hay algo más terrible y
maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un
hombre. Esa intuición elemental, ese
arrebato duradero de asombro (y de gratitud) informa todos los poemas de Chesterton.
Su error (si es que lo tienen) es el
haber sido planeados cada uno como una suerte de justificación o parábola. Han sido ejecutados con esplendor, pero se nota demasiado en ellos el argumento. Se nota demasiado la distribución, el andamio. Alguna vez, alguna rara vez, hay un eco de Kipling:
You have weighed the stars in a balance, and grasped the skies in a span:
Take, if you must have answer, the word of a common man.
Creo, sin embargo, que Lepanto
es una de las páginas de hoy que las generaciones del futuro no dejarán morir.
Una parte de vanidad suele incomodar en las odas heroicas; esta celebración
inglesa de una victoria de los tercios de España y de la artillería de Italia no
corre ese peligro. Su música, su
felicidad, su mitología, son admirables. Es una página que conmueve físicamente, como la cercanía del mar.”
Jorge Luis Borges
Revista SUR
Buenos Aires, julio de 1936
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