“—He oído vuestras quejas por su
orden. He aquí que se acerca otro a quejarse; es justo, que también lo
escuchemos.
El fuego moribundo del gran
crisol lanzó en ese instante su último reflejo, fingiendo una vara de oro
fundido que atravesara las tinieblas. A esta luz, se dibujó en negro la silueta
de un hombre que se acercaba a grandes pasos. Parecía vestido con un hermoso
traje y calzón corto como los criados de la casa. Pero su traje no era azul,
sino completamente negro. También llevaba al cinto una espada. Cuando se acercó
al semicírculo y alzó la cara para ver a los otros. Syme, con nítida claridad de rayo, descubrió
que aquella era la cara tosca, casi simiesca, de su antiguo amigo Gregory, con
sus hirsutos cabellos rojos y su ofensiva sonrisa.
—¡Gregory! —jadeó Syme
incorporándose en el sitial—. He aquí, pues, al verdadero anarquista.
—Sí —dijo Gregory amenazador y
concentrado—. Yo soy el verdadero anarquista.
—Y llegó el día —murmuró Bull
que parecía estar ya dormido— en que los hijos de Dios vinieron ante el señor,
y también Satán compareció entre ellos.
—Es verdad —dijo Gregory mirando
en torno—, soy un destructor. Yo, si pudiera, destruiría el mundo.
Un sentimiento patético pareció
estremecer a Syme, comunicándosele desde el fondo de la tierra, y dijo así incoherente y conmovido:
—¡Oh, tú el más desdichado de
los hombres! ¡Intentas ser feliz! Tienes los cabellos rojos como tu hermana.
—Mis cabellos rojos, como rojas
llamas, han de incendiar al mundo —contestó Gregory—. Yo creía odiar todas las
cosas más de lo que cualquier hombre puede odiar una sola cosa; y ahora
descubro que nada me es más odioso que tú.
—Yo nunca te he odiado —dijo
Syme con amargura. Y entonces aquella ininteligible criatura lanzó sus últimos
clamores:
—¡Tú! ¡Tú nunca has odiado
porque tú nunca has vivido! Os conozco a todos, desde el primero hasta el
último: sois los poderosos, sois la policía; los hombres gordos y risueños
vestidos de azul con botones dorados. Sois la Ley, y nunca habéis sido
derrotados. Pero ¿hay acaso un alma viviente que no anhele quebrantaros, aunque
sólo sea porque nunca fuisteis quebrantados? Nosotros, los sublevados,
disparatamos frecuentemente sobre este y el otro crimen del gobierno. ¡Gran
disparate! El único y magno crimen del gobierno está en el hecho de que
gobierne. El pecado imperdonable del poder supremo está en que es supremo. No
maldigo vuestra crueldad. No maldigo (aunque bien pudiera) vuestra bondad.
Maldigo vuestra
seguridad. Estáis en vuestro sitial de piedra
instalados de una vez para siempre. Sois los siete ángeles del cielo que no
sufren nunca. ¡Ay! Yo podría perdonaros todo, oh gobernantes de la especie humana,
si supiera que una sola vez, una sola hora habéis padecido la agonía en que yo
me consumo…
Syme saltó aquí de su sitial,
temblando de pies a cabeza.
—Lo veo todo —gritó—. Ya
entiendo todo lo que pasa. ¿Por qué han de pelear entre sí todas las cosas de
la tierra? ¿Por qué cada cosa insignificante se ha de sublevar contra el mundo?
¿Por qué quiere combatir la mosca al universo? ¿Por qué la florcita dorada ha de
combatir al universo? Por la misma razón que me obligó a estar solo en el
temeroso Consejo de los Días. Para que todo lo que obedece a una ley merezca la
gloria y el aislamiento del anarquista. Para que todo el que lucha por el orden
sea tan bravo, sea tan honrado como el dinamitero. Para que la mentira de
Satanás caiga sobre la cara de este blasfemo, y a través de la tortura y las
lágrimas, ganemos el derecho de contestarle a este hombre: ¡mientes! Todas
las agonías son pocas para adquirir el derecho de
decirle al acusado: ¡nosotros también hemos sufrido!
"No es cierto que nunca nos
hayan quebrantado, al contrario: hasta nos han descoyuntado en la rueda del
tormento. No es cierto que nunca hayamos bajado de estos tronos: hemos
descendido a los infiernos. Cuando este insolente compareció para acusarnos por
ser felices, estábamos lamentándonos de dolores inolvidables. Rechazo la
calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los
Grandes Guardianes de la Ley a quienes éste acusa. Al menos...
Y, al llegar aquí, volvió los
ojos al Domingo en cuya ancha cara se dibujaba una extraña sonrisa.
—¿Y tú? —gritó Syme con voz
espantosa— ¿Has sufrido tú alguna vez?
Y, a sus ojos, aquella cara pareció
dilatarse de un modo increíble; agigantarse más que la máscara colosal de
Memnón que, de niño, había hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinchó
por instantes, hasta llenar todo el cielo; después, todo se oscureció. Y en medio
de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó
oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna otra vez había
oído, quién sabe dónde: "¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?"
Cuando, en las novelas, los
hombres despiertan dé un sueño, vuelven a encontrarse generalmente en el sitio
en que se habían quedado dormidos; bostezan en su sillón, o, si es en el campo,
se levantan con todo el cuerpo molido. El caso de Syme fue mucho más extraño
psicológicamente, concediendo que, en el sentido habitual de la palabra, no
hubiera nada de real en las cosas que le habían sucedido. En efecto; más tarde
pudo recordar claramente que había perdido el conocimiento ante la metamorfosis
de la cara del Domingo, pero nunca pudo recordar cómo ni cuándo volvió en sí.
Apenas logró darse cuenta, y esto poco a poco, de que andaba paseando por una calleja
de barrio con un compañero de agradable conversación. Este compañero formaba
parte de su drama reciente: era Gregory, el poeta de los cabellos rojos.
Caminaban como viejos amigos, y estaban hablando de cualquier bagatela. Pero
Syme sentía en sus miembros un vigor sobrenatural, y en su mente una nitidez
cristalina que parecían superiores a lo que en aquel instante hablaba o hacía. Sentía
como si fuera portador de alguna buena noticia casi increíble, junto a la cual
todas las demás cosas resultaban meras trivialidades, aunque encantadoras
trivialidades.
El alba comenzaba a romper en
claros y tímidos colores; la naturaleza arriesgaba un primer intento de luz
amarilla, y manteniendo a la vez su último intento de luz rosa. Soplaba una
brisa limpia y suave, que no parecía venir del cielo, sino de alguna ventana abierta
en el cielo. Y Syme se sorprendió un poco cuando, a uno y otro lado de la
calle, reconoció los edificios rojos e irregulares de Saffron Park. No se
figuraba estar tan cerca de Londres. Instintivamente, se internó por una calle
blanca donde los pájaros madrugadores trinaban y saltaban, y se encontró frente
a la reja de un jardín. Allí vio a la hermana de Gregory, la muchacha de la
cabellera roja y dorada, que se entretenía en cortar lilas, mientras llegaba la
hora del almuerzo, con esa inconsciente gravedad que suelen tener las
muchachas.”
El hombre que fue
jueves
G.K. Chesterton
Traducción: Alfonso
Reyes
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