“Panait Istrati, Brãila, 1884 - Bucarest, 1935. Hijo de un contrabandista griego y una
campesina rumana que se ganaba la vida haciendo de lavandera, tuvo una infancia agitada que posteriormente
saldría a relucir en algunos pasajes de sus obras, como también habría de aparecer el entorno
natural en que su niñez transcurrió, regado por el cauce caudaloso del Danubio.
Desde muy
joven se vio obligado a trabajar en diversos oficios, en los que tomó
conciencia humana y política en favor de las clases proletarias, a las que comenzó a defender muy pronto en las
tribunas que la prensa socialista obrera puso a su alcance. Así se granjeó una bien merecida fama de
activista político que le permitió capitanear algunas agitaciones sociales,
como la de los trabajadores del puerto de Braila.
A partir de
1916, añorando la vida errante a la que
le había acostumbrado durante su niñez la insegura actividad de su padre, decidió abandonar Rumanía y recorrer varios
países de Europa, así como el Oriente
Próximo y Argel. Las vivencias
acumuladas durante estos viajes, enriquecidas con la experiencia danubiana,
constituyeron luego el material básico con el que moldeó su producción
literaria.
Se instaló
durante un tiempo en la ciudad francesa de Niza, donde cayó en una profunda depresión que
estuvo a punto de conducirle al suicidio. Se salvó gracias a una confesión epistolar que
envió al novelista y musicólogo francés Romain
Rolland, que entonces gozaba de gran
prestigio en las esferas culturales galas. Rolland quedó impresionado por las ideas y la
prosa de Istrati, y se convirtió en una especie de protector suyo: le presentó
en los círculos literarios franceses y le allanó el camino para que pudiese
publicar su primera novela, Kyra
Kyralina (1924), a la que enseguida
siguió en las prensas francesas su obra más importante, la trilogía conocida como La vida de Adrián Zograffi (1925-1927), compuesta por las novelas Codine, Años oscuros y Mikhaïl.
En estas tres
narraciones, Panait Istrati hace un completo y minucioso repaso de la dramática
situación económico-social en que se encuentran las clases más desfavorecidas
de su país natal, siempre valiéndose de
un estilo ameno y fluido que encuadra sus argumentos y sus personajes en
grandes cuadros paisajísticos.
La culminación
de sus ideas filosófico-estéticas llegó con la novela titulada Les chardons du Baragan (Los cardos de Baragan, 1928),
considerada por críticos y lectores como la obra maestra de Panait Istrati, y una de las obras fundamentales de la
narrativa mundial del siglo XX. Posteriormente publicó Mes départs (Mis salidas,
1928), Le pêcheur d'éponges (El pescador de esponjas, 1930) y Mediterranée (Mediterráneo, 1934).
Desde esta
constante dedicación a la creación literaria, Panait Istrati no abandonó nunca su romántica
lucha revolucionaria, a pesar de que una
larga estancia en la Unión Soviética (1927-1928) le hizo regresar a Francia muy
decepcionado del régimen estalinista que acababa de conocer y sufrir en sus
propias carnes (pues había sido condenado por la férrea burocracia de Stalin, precisamente por haber censurado sus torpezas
e injusticias). De nuevo en suelo galo,
escribió una demoledora crítica de estos excesos cometidos por el Partido
Comunista Soviético (Hacia otra llama,
1927-1929), obra que, en el momento de su aparición, no fue bien recibida en
los cenáculos político-culturales de París.
Tal vez esta
decepción animó a Panait Istrati a regresar definitivamente a su Rumanía natal,
en donde tuvo una gran acogida como
escritor y, sobre todo, como defensor de causas sociales. Empleó sus
tres últimos años de vida en estos compromisos políticos, sin abandonar del
todo la creación literaria, de la que
surgió una nueva novela, La casa de
Turingia (1933).
Fragmentos
de Los
cardos del Baragán:
“Confieso que
yo no tenía sueños de grandeza. Soñaba, eso es todo. Me rebelaba contra todo
ese pescado maloliente, contra esa apatía de los pantanos cenagosos y contras
mis propios padres que, por lo que veía, parecían querer dejarme en herencia su
miserable destino. No conocía ninguno más triste, incluido el de los vendedores
ambulantes de petróleo, cuyo pan estaba impregnado con el olor de su mercancía;
pero al menos comían pan a diario, mientras que nosotros sólo lo probábamos uno
de cada cuatro domingos.”
“Al igual que
el pastor, se tambalean; el moscovita sopla con furia redoblada sobre
su masa compacta, y mientras tanto el Baragán escucha, el cielo plomizo aplasta la tierra, y los
pájaros, desorientados, levantan el
vuelo. Y así durante una semana… El viento sopla… Los cardos resisten, doblándose en todas las direcciones, con la bola unida a un corto tallo, no más grueso que el dedo meñique. […] El pequeño tallo se rompe de golpe, cortado de raíz. Las bolas espinosas se echan a rodar, son miles y miles. Es el gran éxodo de los cardos: “Sabe Dios de
dónde vienen o adónde van”, dicen los
viejos mirando por la ventana. No se van
todos a la vez. Los hay que salen corriendo al primer soplo furioso, verdadera avalancha de ovejas grises. Otros se empeñan en resistir, pero los primeros los enganchan en su
cabalgata intempestiva y los arrastran.”
“—Soy de
Bucarest -les dijo-, y trabajo con las manos como vosotros, pero he aprendido a
conocer a mis enemigos, que no son ni Dios ni sus rayos. Son los amos de los
pueblos y de las ciudades los que nos reducen a la miseria, incluso en los años
de abundancia. Para nosotros nunca los hay.”
“Porque nunca,
desde los tiempos legendarios de la barbarie turca, mi país, dulce y laborioso,
había conocido días tan atroces como los que os relato en esta historia; nunca
mi apacible nación había sufrido tan cruelmente. Pero, ¿qué sabíamos de ello,
nosotros, los niños? Excepto la ingrata existencia de todos los que nacen en
una choza, excepto las privaciones constantes que liman, que modifican al ser
humano pero que, a fuerza de ser habituales, ya no indignan a nadie, ¿qué
sabíamos del gemido universal que se escapaba de millones de pechos campesinos
de una punta a otra de Rumanía?”
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