“Pat Robertson, teleevangelista
de amplia audiencia, explicó claramente
este asunto del terremoto. El pastor de
almas cantó la justa: las placas tectónicas no tienen nada que ver. El
terremoto es una consecuencia del pacto que los negros haitianos habían hecho
con el diablo hace dos siglos. Satán los
liberó de Francia, pero Haití se
convirtió en un país maldito.
El bueno de Pat no está solo.
Son muchos los que creen, o al menos
sospechan, que la libertad fue el pecado
que condenó al país a perpetua desgracia. Haití no sería un país maldito si
hubiera aceptado su destino colonial.
Pero ¿maldito por quién? Los negros
haitianos habían humillado al Ejército de Napoleón Bonaparte, que en esa guerra perdió dieciocho oficiales,
y Francia cobró cara la expiación. Durante
más de un siglo, Haití pagó a Francia
una indemnización, equivalente hoy día a
casi veintidós mil millones de dólares, por
haber cometido semejante sacrilegio.
El nuevo país nació endeudado y
arruinado, arrasado por la guerra de
independencia, que a tantos mató o mutiló, y también arrasado por la explotación
despiadada de sus suelos y de sus gentes extenuadas en el trabajo esclavo. La prosperidad de Francia había sido la ruina
de Haití. Todo el país se había reducido
a una inmensa plantación de azúcar, que aniquiló los bosques y secó la tierra.
Los negros libres heredaron un reino sin sombra y sin agua.
En estos días, la prensa ha
difundido reseñas históricas. Se supone
que ayudan a entender lo que ocurre. En
casi todos los casos, nos cuentan que Haití fue el segundo país libre de las
Américas, porque había seguido el
ejemplo de la independencia de Estados Unidos. La verdad es que no fue el segundo. Fue el primero, el primer país de veras libre, libre de la
opresión colonial, sí, pero también
libre de la esclavitud. Y fue el
primero, precisamente, porque no siguió
el ejemplo de Estados Unidos: Haití fue un país sin esclavos sesenta años antes
que Estados Unidos, cuya primera
Constitución estableció que un negro equivalía a las tres quintas partes de una
persona.
Y Haití nació, por eso, condenado a la soledad. Haití difundía, con su solo ejemplo, una peste contagiosa. Ningún otro país reconoció su existencia. Todos le dieron la espalda. Ni siquiera Simón Bolívar, cuando gobernó la Gran Colombia, pudo recordar que a los haitianos debía su
gloria, porque ellos le habían dado
naves, armas y soldados, cuando él estaba vencido, con la sola condición de que
liberara a los esclavos.
Otra réplica del terremoto: son muchos los que creen, y no pocos lo afirman, que toda ayuda será
inútil, porque los haitianos son
incapaces de gobernarse a sí mismos. Llevan en la frente la marca africana. Están predestinados al caos. Es la maldición negra.
Por el mismo motivo, Estados Unidos no tuvo más remedio que invadir
Haití en1915. Robert Lansing, secretario de Estado, explicó entonces que
"la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma y tiene una tendencia
inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización".
El presidente Woodrow Wilson,
premio Nobel de la Paz, ferviente
admirador del Ku-Klux-Klan, firmó la
orden de invasión, para restablecer el
orden, evitar el caos y de paso, ya que estaba, cobrar lo que Haití debía a los bancos
norteamericanos. Las tropas fueron por
un ratito nomás, pero se quedaron
diecinueve años. No pudieron restablecer
la esclavitud, como habían hecho en
Tejas y en Nicaragua, pero al menos
impusieron un régimen de trabajo forzado que era bastante parecido, y mientras duró la ocupación militar
prohibieron que los negros entraran en los hoteles, restaurantes y clubes reservados a los
extranjeros. También prohibieron que el
presidente de Haití cobrara su salario, hasta que enmendó su conducta y regaló el
Banco de la Nación al City Bank.
Cuando las tropas se retiraron,
dejaron un país bastante peor que el que habían encontrado.
Ojalá no se repita la historia,
ahora que las tropas norteamericanas han regresado, traídas por el terremoto, y sobre las ruinas ejercen el poder absoluto.
Tierra desollada, gente desesperada: Haití ha malvivido su vida, casi siempre
sometido a las dictaduras militares. Dictadura
tras dictadura: para que callen los muchos y los pocos manden.
Uno de los dictadores, Baby Doc
Duvalier, escapó de la furia popular en
enero de 1986. Se fugó, acompañado por
millones de dólares, en el avión militar
que el presidente Ronald Reagan le envió, en agradecimiento por los servicios prestados.
Tiempo después, cuando el
terremoto estalló, Baby Doc anunció, desde el exilio, que iba a donar a Haití una parte del dineral
que había robado. Fue conmovedor. Casi tanto como el gesto del Fondo Monetario
Internacional, que ha decidido prestar a Haití cien millones de dólares.
La experiencia ha demostrado, en
América Latina y en todo el sur del mundo, que los expertos internacionales son tan
útiles como los dictadores militares, quizá
más, y resultan mucho más presentables, porque matan para ayudar a sus víctimas.
En Haití, como en muchos otros
países, han sido el Fondo Monetario y el Banco Mundial quienes pulverizaron el
poder público y eliminaron los subsidios y los aranceles que de alguna manera
protegían la producción nacional de arroz. Los campesinos que vivían de sus cultivos
fueron convertidos en mendigos o balseros, arrojados a la calle o a los tiburones, y Haití pasó a importar el arroz, ése sí subsidiado, ése sí protegido, de Estados Unidos.
Gracias a los buenos servicios
de estos filántropos internacionales, el terremoto aniquiló un país aniquilado:
sin Estado, sin instituciones, sin hospitales, sin escuelas.
¿Sin nada? ¿Sin nada de nada?
En 1996, el diputado alemán
Winfried Wolf, que llevaba unos cuantos
días en Haití, consultó las estadísticas internacionales. Había escuchado una y mil veces que Haití es
un país superpoblado. Le sorprendió
descubrir que Alemania está casi tan superpoblada como Haití. Pero admitió: "Sí, Haití está superpoblado de artistas".
Winfried recorría los mercados
sin cansarse nunca de tanto admirar las creaciones del arte popular de este
país. Las haitianas y los haitianos
tienen manos magas, que revuelven la
basura y de la basura sacan fierros viejos, cristales rotos, maderas gastadas, cosas que parecen muertas, y esas escultoras y escultores les dan vida y
alegría.
Haití es un país arrojado a la
basura, tierra despreciada, tierra
castigada, que ahora parece, después del terremoto, más muerta que nunca. ¿Le quedarán manos magas, capaces de
resucitarla?
Uno de los sobrevivientes, que
perdió a su mujer, a sus hijos, su casa, su todo, respondió a la pregunta de un
periodista: "¿Y ahora? Ahora lloro.
Todas las noches lloro. Aquí, en la plaza donde duermo, lloro. Y después me levanto y camino. No sé adónde.
Camino. Sigo. Busco la vida. No me preguntes por qué".”
Eduardo
Galeano
El
País
7 de febrero de 2010
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