15 d’abr. 2019

los rosenberg




“Era un verano extraño,  sofocante,  el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York.  Les tengo manía a las ejecuciones.  La idea de ser electrocutada me pone mala,  y eso era lo único que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies.

Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.

Nueva York era bastante desagradable.  A las nueve de la mañana la falsa frescura campestre que de algún modo rezumaba durante la noche,  se evaporaba como la parte final de un dulce sueño.  Color gris espejismo en el fondo de sus desfiladeros de granito,  las calles calientes reverberaban al sol, mientras las capotas de los coches se chamuscaban y brillaban y el polvo seco y ceniciento se me metía en los ojos y en la garganta.

Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente.  Era como la primera vez que vi un cadáver. Durante semanas,  la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre.

Sabía que algo raro me pasaba ese verano porque lo único en que podía pensar era en los Rosenberg y en lo estúpida que había sido al comprar toda esa ropa cara e incómoda que colgaba floja como pescado en mi armario, y en cómo todos los pequeños éxitos tan alegremente acumulados en el colegio se apagaban hasta quedar reducidos a nada ante las fachadas de mármol pulido y grandes ventanales de Madison Avenue.

Se suponía que lo estaba pasando como nunca.”

La campana de cristal
Sylvia Plath



“La Guerra Fría comenzó tras la II Guerra Mundial, pero probablemente la fecha que marcó un punto de no retorno entre los antiguos aliados,  Estados Unidos y la Unión Soviética, fue 1949. (…)

La confirmación de que se había producido una explosión atómica en la URSS supuso una conmoción para el mundo, que parecía encaminarse hacia una "carrera endemoniada", como decía la prensa de la época, hacia la autodestrucción.

Muchos se preguntaban cómo era posible que los comunistas hubieran conseguido su propia bomba nuclear sólo cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki. No cabía duda de que tenía que haberse producido algún tipo de trasvase de información o espionaje científico.

De hecho, la búsqueda de espías que trabajaban para el enemigo había comenzado ya en 1945, cuando se constató la existencia de una red de espionaje soviético en los países occidentales. (…)

Sin embargo, hubo dos personas con peor suerte a pesar de que probablemente su implicación no había sido ni mucho menos tan grave. El estado de alarma que generó la primera prueba nuclear de los rusos en 1949 jugó en su contra. Hablamos del matrimonio formado por los neoyorquinos Julius y Ethel Rosenberg.”







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