“Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg
y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único que se podía leer en los
periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada
esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los
cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué
se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies.
Pensé que debía de ser la cosa
más terrible del mundo.
Nueva York era bastante
desagradable. A las nueve de la mañana
la falsa frescura campestre que de algún modo rezumaba durante la noche, se evaporaba como la parte final de un dulce
sueño. Color gris espejismo en el fondo
de sus desfiladeros de granito, las
calles calientes reverberaban al sol, mientras las capotas de los coches se
chamuscaban y brillaban y el polvo seco y ceniciento se me metía en los ojos y
en la garganta.
Seguí oyendo hablar de los
Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi
mente. Era como la primera vez que vi un
cadáver. Durante semanas, la cabeza del
cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi
desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en
principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar
conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo
negro sin nariz que hediera a vinagre.
Sabía que algo raro me pasaba
ese verano porque lo único en que podía pensar era en los Rosenberg y en lo
estúpida que había sido al comprar toda esa ropa cara e incómoda que colgaba floja
como pescado en mi armario, y en cómo todos los pequeños éxitos tan alegremente
acumulados en el colegio se apagaban hasta quedar reducidos a nada ante las
fachadas de mármol pulido y grandes ventanales de Madison Avenue.
Se suponía que lo estaba pasando
como nunca.”
La campana de cristal
Sylvia Plath
“La Guerra Fría comenzó tras la
II Guerra Mundial, pero probablemente la fecha que marcó un punto de no retorno
entre los antiguos aliados, Estados
Unidos y la Unión Soviética, fue 1949. (…)
La confirmación de que se había
producido una explosión atómica en la URSS supuso una conmoción para el mundo,
que parecía encaminarse hacia una "carrera endemoniada", como decía
la prensa de la época, hacia la autodestrucción.
Muchos se preguntaban cómo era
posible que los comunistas hubieran conseguido su propia bomba nuclear sólo
cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki. No cabía duda de que tenía que
haberse producido algún tipo de trasvase de información o espionaje científico.
De hecho, la búsqueda de espías
que trabajaban para el enemigo había comenzado ya en 1945, cuando se constató
la existencia de una red de espionaje soviético en los países occidentales. (…)
Sin embargo, hubo dos personas
con peor suerte a pesar de que probablemente su implicación no había sido ni
mucho menos tan grave. El estado de alarma que generó la primera prueba nuclear
de los rusos en 1949 jugó en su contra. Hablamos del matrimonio formado por los
neoyorquinos Julius y Ethel Rosenberg.”
Leer el artículo completo, Julius y Ethel: el matrimonio que pagó con su
vida la histeria anticomunista de EEUU
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