por Laura Fernández
“En el primer
episodio de la muy recomendable Happy Valley, una potentísima serie de comisaría que podría
pasar por película de Mike Leigh por entregas, aparece la tumba de Sylvia
Plath. Está rodeada de bolígrafos y el apellido Hughes aparece parcialmente
borrado, como lo está en realidad. La serie transcurre en la no tan agradable y
mucho menos no tan peligrosa como imaginamos campiña inglesa. En concreto, en
el lugar del que procede su creadora, Sally Wainwright, West Yorkshire, esto
es, Halifax y sus alrededores. Un puñado de calles grises – es una ciudad
industrial, durante años se dedicó a la industria de la lana – en mitad de un
exultante verde perpetuamente mojado. Lo primero que me pregunté al ver allí la
tumba de Sylvia Plath en mitad de un cementerio minúsculo, rodeada de un montón
de otras tumbas de, con toda seguridad, ex habitantes de aquel pueblecito, el
pequeño Heptonstall, fue qué demonios hacía allí. ¿No había muerto en Londres?
¿No había nacido en Estados Unidos?
Para encontrar
la respuesta basta con bucear un poco en su historia familiar y atar cabos.
Cuando la poeta murió (1963), Ted Hughes, su ex marido, seguía vivo, no murió
hasta 1998, y, aunque por entonces ya se encontraban separados (se habían
separado tan solo un año antes, Plath estaba sumida en una profunda depresión,
todo el mundo sabe la historia de su cabeza en el horno y el desayuno de los
niños preparado), seguía siendo lo más parecido a un familiar cercano que
tenía, y el encargado de decidir dónde debían reposar sus restos. Hughes, que
había nacido en West Yorkshire, eligió Heptonstall con la intención de visitar
a menudo su tumba, puesto que era el lugar al que siempre volvía, alrededor del
que todo giraba. A los fans, descubrí, no les sentó nada bien que lo hiciera.
Después de todo, él era el malo de aquella película. La había dejado, y ella no
había podido soportar que lo hiciera, se había suicidado y había quedado
atrapada para siempre en su universo.
El poeta se
defendió asegurando que Plath nunca había querido volver a América. El caso es
que, quién sabe si sintiéndose culpable, fue en busca de un montón de conchas
marinas a la playa de Devon, donde habían vivido juntos, y las colocó sobre la
tumba. Pero no tardaron en desaparecer. Evidentemente, Hughes se molestó
muchísimo. Y no solo por el asunto de las conchas, si no por la sensación de
que, al convertirse en leyenda, su exmujer había pasado a ser de dominio
público, y sus seguidores se sentían, de alguna manera, propietarios del alma
torturada que no solo Hughes no había sabido salvar sino que, como todo
apuntaba, había empujado a la tumba. Al poeta le molestó terriblemente hasta su
muerte, y hoy en día sigue molestando, hasta el punto de convertirse en arma
poética, a su hija, la única que ha sobrevivido al hundimiento de la familia –
su hermano Nicholas se suicidó en 2009 –, Frieda.
Frieda Hughes
tenía dos años cuando su madre murió y creció a la sombra de un fantasma de
propiedad múltiple. Luego creció, se hizo ella también poeta y empezó a
escribir poemas que hablaban de cómo los fans de su madre usaban a su madre
para exorcizar sus demonios. En uno de ellos, Mother, habla incluso de la
película que protagonizó Gwyneth Paltrow, llamada simplemente Sylvia. Escribe
Frieda: “Se les ha ocurrido hacer una película / para aquellos incapaces / de
imaginar su cuerpo, su cabeza en el horno […] Luego la rebobinarán / para poder
verla morir / una y otra vez […]”. En el poema, Frieda se imagina a los
espectadores volviendo a casa con un pedazo de su madre muerta como quien lleva
encima un souvenir. Es la idea de la idealización de su muerte lo que Frieda no
soporta, porque no tuvo nada de ideal. En cualquier caso, pensémoslo, la hija
de Sylvia Plath sigue viva (tiene 58 años) y es poeta. ¿Por qué nadie se ha
interesado aún por su poesía en España? Tal vez la falta de interés le esté
dando la razón.”
El País
17/11/2018
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