18 de des. 2020

¿cómo escribía hemingway?

 


por Mar Abad

Yorokobu

27/06/2019

 

Ernest Hemingway escribía en el dormitorio de su casa de La Habana. Tenía un estudio en una esquina de la planta alta pero prefería trabajar en su habitación. ‘La torre’, como él la llamaba, solía estar vacía. Sólo la visitaba cuando alguno de sus personajes lo llevaba hasta allí.

El escritor se lo contó a un periodista de The Paris Review una tarde de mayo de 1954 en un café de Madrid. George Plimpton había viajado hasta ahí para preguntarle por sus hábitos de trabajo. Hemingway le dijo que escribía de pie, sobre una mesa a la altura del pecho, donde tenía sus libretas y una máquina de escribir. Era un hábito que tuvo desde el principio.

El autor de Fiesta empezaba todos sus relatos con un lápiz y un papel blanco. Al lado, tenía siempre su máquina, que usaba para construir las partes sencillas (como los diálogos, según decía) y cuando tenía muy claro qué iba contar. Con el tiempo, su letra se fue haciendo más grande y aniñada. Apenas usaba mayúsculas y signos de puntuación, y a menudo, en vez de un punto, escribía una ‘X’.

El Premio Pulitzer (1953) y Nobel de literatura (1954) anotaba todos los días, en una hoja en la pared, las palabras que había escrito. Era su forma de visualizar cómo había ido el día de trabajo: «450, 575, 462, 1250, 512». El objetivo era alcanzar unas 500 o 600. Nunca dijo que escribir fuera ni rápido ni fácil. Esos extraños picos de sobreesfuerzo que superan las mil palabras sólo se justificaban por una causa: poder ir a pescar o cazar al día siguiente sin remordimientos.

Hemingway era un hombre de rutinas. Al amanecer se levantaba para trabajar hasta las 11 o las 12 del mediodía. A esa hora paraba e iba a nadar. Trabajaba rodeado de libros y siempre estaba leyendo alguno. Tenía cientos por todas las habitaciones de su casa. De Virginia Wolf, Ben Ames Williams, Charles A. Beard, Peggy Wood, Baldwin, T.S. Elliot…

Esa tarde en Madrid, Plimpton quería hablar con el periodista de Illionois (EEUU) sobre su habilidad para escribir. Buscaba alguna respuesta al eterno misterio de la creación artística, como ya lo persiguió Stefan Zwieg en otros artistas dieciséis años antes. Pero a Hemingway nunca le gustó hablar del tema. A menudo repetía que la escritura es un acto privado, que requiere soledad y concentración, y que no se ha de mostrar hasta que la obra esté acabada. Era incluso una superstición. «El hombre que conozco que mejor habla sobre su oficio es el matador Juan Belmonte. Tiene la lengua más agradable y a la vez más pícara del mundo».

En esa entrevista, publicada ahora de nuevo en Ernest Hemingway, The Last Interwiew, de Melville House Publishing, Plimpton le preguntó:

—¿Son placenteras esas horas del proceso de escritura?

—Mucho.

—¿Podrías contar algo de este proceso?

—Cuando estoy trabajando en un libro o una historia, empiezo a escribir cada mañana tan pronto sale el sol. Nadie te distrae a esa hora. Hace fresco o frío y te vas concentrando y entrando en calor conforme escribes. Lees lo que has escrito y paras cuando sabes qué va a ocurrir después. Escribes hasta que llegas a un lugar donde todavía estás inspirado. Ahí paras hasta el día siguiente. Empezaste a las seis de la mañana, digamos, y puedes llegar hasta las 12 del mediodía. Cuando acabas, estás tan vacío, y a la vez tan lleno, como cuando haces el amor con alguien a quien amas. Nada puede hacerte daño, nada puede pasar, nada importa hasta el día siguiente cuando vuelves a escribir.

Hemingway retocaba todos los días el texto que escribía el día anterior. Al leer la obra completa, seguía reescribiendo. Después de que alguien pasara el manuscrito a máquina, hacía más correcciones. Antes de ir a imprenta, miraba las pruebas e introducía más cambios. Todos los que hicieran falta. Adiós a las armas tuvo 39 finales. Todos los días escribía uno distinto hasta que encontró uno que le gustó de verdad.

«No te desanimes porque haya mucho trabajo mecánico en la escritura», dijo Hemingway a Arnold Samuelson, un aspirante a escritor, en 1934. «El primer borrador es una mierda. Cuando empiezas a escribir, toda la emoción es para ti y el lector no percibe nada, pero aprenderás que tu objetivo es que el lector lo recuerde, no como una historia que ha leído, sino como algo que le ha ocurrido. Esa es la verdadera prueba de la escritura. Cuando puedas hacer eso, el lector sentirá la emoción y tú no tendrás ninguna. Tú tienes que hacer el trabajo duro y cuanto mejor escribas, más duro es, porque cada historia tiene que ser mejor que la anterior».

Trabajar en pijama y en cualquier sitio no es un invento del siglo XXI. Hemingway escribía en su casa, en hoteles, en bares. «Trabajo muy bien en cualquier sitio», comentó a Plimpton. El único obstáculo era el mismo que el actual: las interrupciones. «El teléfono y las visitas son los destructores del trabajo. (…) Puedes escribir en cualquier momento que la gente te deje solo y no te interrumpa». Aunque al menos se salvó del correo electrónico y de los WhatsApp.

Hemingway vivió en Cuba porque le gustaba el país y ahí encontró privacidad para escribir. En una entrevista con The Atlantic Monthly, en diciembre de 1954, publicada también en The Last Interview, explicó: «Si quiero ver a alguien, voy a la ciudad. (…) Solía tener privacidad en Key West, pero empecé a perderla y, cuando tenía que trabajar y había mucha gente por allí, me venía al Hotel Ambos Mundos, en La Habana».

En 1938, dejó su casa de Key West, en Florida (EEUU) y compró otra en Francisco de Paulo, en las afueras de la capital cubana. En la puerta de su nuevo hogar colgó un cartel que decía: ‘No se admiten visitas sin cita previa’. Un día de primavera de 1958 un periodista freelance que trabajaba para la revista Esquire asaltó su concentración y llegó a la villa sin avisar. El escritor lo recibió.

—Has venido a mi casa sin permiso. Eso no está bien —le dijo—. Estoy trabajando en un libro y no concedo entrevistas. Quiero que quede claro. Pero, venga, pasa.

El escritor vestía pantalones marrones de pescar, una camiseta roja y unas zapatillas de deporte azules. «Ropa cómoda para trabajar», como describió Lloyd Lockhart, el autor de la entrevista de Esquire. Quizá eso, como ocurre hoy, despistara a muchos que no conciben que dentro de un dormitorio y en ropa de algodón se hayan creado obras sublimes.

—La gente no entiende que soy un escritor profesional. Escribo para ganarme la vida —le explicó—. Todo el mundo que viene a Cuba pasa a verme para charlar un rato, si les dejo.

Ernest Hemingway siempre quiso ser escritor. Decía que cuando mejor se escribe es cuando uno está enamorado. «Una vez que la escritura se ha convertido en tu mayor vicio y tu mayor placer, sólo la muerte puede pararlo. La seguridad financiera es la mejor ayuda porque evita que estés preocupado. Y eso es importante porque la intranquilidad destruye la habilidad de escribir», indicó a Plimpton.

El escritor citaba entre sus maestros a Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Tolstoy, Dostoyevsky, Chekhov, Kipling, Thoreau, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, San Juan de la Cruz, Góngora, Tintoretto, Goya, Cézanne, Van Gogh, Gauguin… Incluía a pintores porque de ellos también aprendió a escribir. En sus cuadros le enseñaron de composición, contraposición y armonía tanto como los escritores. De su tiempo y de otras épocas, porque, a su juicio, «los escritores vivos pueden aprender mucho de los muertos».

La música también debió dejar un poso. De pequeño tocaba el chelo. Su madre estaba convencida de que su hijo tenía talento y durante un año lo sacó del colegio para que sólo se dedicara a ello. En casa tocaba música de cámara, junto a su madre, al piano, y su hermana, a la viola. Pero a él no le interesaba demasiado. Si se hubiese dedicado a algo más que escribir y pescar —indicó a Robert Manning, en su entrevista para The Atlantic Monthly— hubiera sido pintor.

Plimpton le preguntó cómo decidía los títulos de sus obras. «Hago una lista de títulos después de terminar la historia del libro. A menudo incluso unos cientos. Entonces empiezo a eliminar algunos. A veces, todos».

Hemingway consideraba que «el mejor don que puede tener un escritor es un detector de mierda antichoque incorporado. Ese es el radar de un escritor y todos los buenos deben tenerlo».

Al escritor aventurero, que sufrió dos accidentes de avión seguidos en África en 1952,  no le gustaba escribir al final del día. «Nunca trabajo de noche. Hay muchas diferencias entre el pensamiento diurno y el pensamiento nocturno. Las ideas que surgen de noche no suelen llevar a nada. Lo que haces de noche acabas rehaciéndolo de algún modo de día».

Tampoco le gustaba la popularidad. Al periodista de Esquire le dijo: «No quiero ser famoso. No me gusta la publicidad. Todo lo que pido a la vida es escribir, cazar, pescar y ser un desconocido. La fama me amarga la vida». Él vivía para sus historias: «Hay muchas cosas que me gustan y que puedo hacer cosas mejor que escribir, pero cuando no escribo me siento una mierda. Tengo ese talento y siento que lo estoy desperdiciando».

El escritor se suicidó el 2 de julio de 1961. Antes lo hizo su padre y después su hermana Ursula y su hermano Leicester. «Ya sabes, mi padre se pegó un tiro», comentó a Manning, en su entrevista para The Atlantic Monthly, siete años antes. «Es un derecho que tiene todo el mundo, pero hay un cierto egoísmo y una cierta desconsideración hacia los demás».

Tres años antes de que Hemingway se dispararse con su escopeta preferida, Lloyd Lockhart le preguntó:

—¿Cuál es la fórmula para sacar el máximo provecho a la vida?

—No busques emociones. Deja que las emociones vengan a ti.”

 

 

 

 

 

 

 


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