15 de des. 2020

el pescador

 

Gregorio Fuentes Betancourt


El viejo (de Lanzarote) y el mar

por Javier Lorenzo

El Mundo

23 agosto 2018

 

 

Gregorio Fuentes Betancourt, nacido en Lanzarote el 11 de julio de 1897, es una de las paradojas más sublimes de la literatura universal. Según todos los indicios, él fue la persona que inspiró a Ernest Hemingway cuando escribió la obra cumbre de su carrera, El viejo y el mar. Y, sin embargo, Gregorio Fuentes jamás leyó una línea de la novela. Y no lo hizo porque, sencillamente, no sabía leer, aunque eso no le impidió contribuir a dar con el título definitivo pues, según contaba, una noche en la que el escritor se devanaba los sesos para encontrarlo, él le dijo: «Oye, Papa (apelativo con el que llamaba a Hemingway), es la historia sobre un viejo, ¿no?». «Sí», respondió el escritor. « ¿Y también es una historia sobre el mar?». «¡Eso es!», exclamó Hemingway, posiblemente asombrado por la brillante sencillez de tal razonamiento. Y ya nada lo cambiaría. Conocido entre sus amigos como el viejo y para muchos periodistas como el canario de los tres siglos, el destino juntó al premio Nobel y al pescador un día de 1928 durante una tormenta tropical. El barco de Hemingway -el Anita-, en el que también viajaban otras personas, no era lo suficientemente marinero para soportar los embates de las olas y además se habían quedado sin alimento. Gregorio Fuentes, que ya era capitán de un velero -el Joaquín Cristo- que transportaba pescado fresco a Estados Unidos, les cedió sus suministros, les ofreció ron y los devolvió a tierra firme: «Mientras yo esté aquí, a ustedes no les faltará de nada», prometió. Y eso no se le olvidaría jamás al que años más tarde conocerían en toda Cuba como el gigante caballero de la barba blanca, como tampoco se le olvidaría la sabiduría popular que derrochaba este hombre de piel salada que fumaba seis puros al día. «Aquel día -recordaba Fuentes- después de que comieron, Hemingway me preguntó si podía decirme una última palabra, que era pedirme el favor de que les sacara de allí, pero yo le respondí que nunca había que decir que uno decía su última palabra, que eso no se podía saber. Y él se echó a reír».

Algo más de un año de edad diferenciaba a ambos hombres, que congeniaron desde el primer instante. Por eso, una década más tarde, cuando el escritor decidió instalarse en Cuba tras haber vivido el desencanto y las atrocidades de la Guerra Civil española, le ofreció convertirse en el capitán de su nuevo barco, al que bautizó como Pilar por ser el nombre de la patrona de España. El barco lo compró en Nueva York y le costó 7.500 dólares. Era de madera de roble negro, tenía 10 metros y medio de eslora y una autonomía de 500 millas. Con él y gracias a su pericia, Gregorio Fuentes superó tres huracanes. Aún hoy se puede visitar en el museo de Finca Vigía, residencia de Hemigway durante aquellos años. «El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto. Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos».

Este es el retrato de Santiago, el protagonista de El viejo y el mar, y este era también el retrato de Gregorio, que ya desde muy pequeño había conocido las penurias que procura la mar. Nacido cerca del Charco de San Ginés, un pequeño entrante de agua que las mareas del océano han creado en Arrecife, a los seis años huyó del hambre y acompañó a su padre hasta Cuba en el vapor Joven Antonio. Pero el padre murió durante la travesía y sólo gracias a la solidaridad de algunas familias canarias que se habían establecido en la isla pudo sobrevivir. Al principio fue hacia el interior de la isla para ganarse la vida, pero en cuanto le fue posible regresó al mar y se instaló en la localidad de Cojímar, situada a unos siete kilómetros de La Habana, que ya no abandonaría hasta su muerte. Pasó el tiempo y tras años de duro trabajo ahorró lo suficiente para regresar a Lanzarote con el propósito de llevar a sus parientes consigo a Cuba. Pero lo que no previó fue que se enamoraría de Dolores, una prima lejana suya. Así que se casó con ella y ambos viajaron a Cojímar. El matrimonio tuvo tres hijas. Gregorio Fuentes se había ganado a pulso buena fama como hombre de mar, pero aun así seguía siendo un extranjero. A pesar de haber obtenido la nacionalidad cubana, no dejaba de ser «el gallego», el español que había ido a buscar fortuna. Hemingway, por su parte, también era un extranjero y percibió en su piloto, su cocinero, su amigo, un desarraigo que él también sentía, incluso en su propio país. Tal vez el mundo era demasiado estrecho para ambos y eso no hizo sino unirlos aún más. Y a ello habría que añadir algo más en lo que coincidían; una frase que aparece en el libro y que es la definición de una filosofía: «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».

No es necesario saber hasta qué punto Gregorio fue también su confidente. Según Jeffrey Meyers, uno de los biógrafos de Hemingway, el Pilar era más «una especie de casa de putas flotante y una fábrica de ron que un barco pesquero». Pero de los labios de Gregorio Fuentes nunca salió un reproche en ese sentido; nada que pudiera confirmar las poco piadosas palabras del biógrafo. Es más, lo que se sabe es que muchas veces navegó con el escritor y con Martha Gellhorn, su tercera esposa, así como con Mary Welsh, la cuarta, conduciéndolos a cayos ignotos para apartarlos de la curiosidad ajena. Por supuesto, hacía lo propio a solas con el escritor y esas ausencias a veces llegaban a los tres o cuatro días. «Esto lo necesitaba -aseguraba Gregorio-. Para despejar sus pensamientos». Durante esas jornadas, la pesca era lo único que importaba. Como prueba están esas fotos en las que ambos posan junto a enormes peces. Hemingway, incluso, pescó el marlín más grande del que se tenía noticia hasta entonces en toda Cuba. «Sé -dijo el escritor- que la pesca es para Gregorio más importante que el comer o dormir».

Seguro que lo pasaban bien. Seguro que disfrutaban como chiquillos. Como cuando Hemingway se empeñó durante la Segunda Guerra Mundial en cazar submarinos alemanes con el Pilar. Llegó a instalar dos ametralladoras en la embarcación, contrató a un pelotari -sí, han leído bien: un pelotari- cuya misión era lanzar una granada al interior del submarino cuando este saliera a la superficie y tanto ellos como otros amigos patrullaron la costa hasta Florida en varias ocasiones. Cuál sería el poder de convicción del escritor -hay que recordar que El viejo y el mar se publicó en 1952 y que el Nobel no se lo dieron hasta 1954- que hasta el Alto Mando de la Marina estadounidense tuvo constancia y le dio permiso para hacerlo. Una vez avistaron uno, pero lamentablemente, o no, nunca llegaron a combatir contra un U-boat nazi. Sólo les hubiera faltado eso. El viejo y el mar no fue la única obra en la que Gregorio apareció o tuvo influencia. En Islas en el Golfo (novela póstuma) y El gran Río Azul, él es Antonio, un pescador fácilmente reconocible que le decía con acento cubano: «pesqueee, Papa, pesqueee». Es de suponer que también le animaría en el resto de sus actividades, ya fueran sus frecuentes combates de boxeo -se instalaban rings improvisados para estas ocasiones- o sus cacerías. Además, le cuidó cuando se disparó accidentalmente en un pie con una bala que iba dirigida a un tiburón y salvó la vida de su hijo Gregory (la elección del nombre no fue casual) al matar a otro tiburón que estaba a punto de morderle. Y siempre le disculpó ante aquellos que insistían en la fama de borracho del escritor: «Claro que bebía, todos bebíamos lo mismo entonces, era lo normal». En resumen, cualquiera querría un amigo así.

En 1960 Hemingway abandonó Cuba. Tuvo tiempo para hacerse una foto con Fidel Castro, pero poco más. Quizá ya sabía que nunca habría de volver, pero se lo confirmó la invasión de Bahía de Cochinos, en abril de 1961. En julio de ese mismo año se suicidaba de un disparo y en su testamento regalaba a su amigo Gregorio el barco en el que habían compartido tantas peripecias. Posteriormente, el pescador donó el Pilar al gobierno cubano y desde entonces, aunque Fidel le entregó otra embarcación, prácticamente dejó de pescar. Tenía 64 años. A partir de ese momento, sólo vivió de sus recuerdos. Y lo hizo literalmente, pues cobraba cinco dólares por cada foto que le hacían y cincuenta por un cuarto de hora de conversación en torno al malogrado premio Nobel. Cuando tenía 99 años regresó a su tierra natal, invitado por el Cabildo de Lanzarote. Allí demostró poseer una magnífica memoria, señalando, por ejemplo, un puente de madera que había desaparecido en el Charco de san Ginés y del que nadie se acordaba ya. Al mismo tiempo, el consulado español inició los trámites para devolverle su nacionalidad española, que le fue concedida finalmente en 2001, un año antes de su fallecimiento. Por cierto, que antes se le dio por muerto en dos ocasiones, pero Gregorio Fuentes murió a los 104 años, poco antes de que se le rindiera un homenaje en la iglesia de Cojímar. Tenía un cáncer de garganta, pero nunca tomó medicamento alguno y se negó a ser atendido en un hospital. El viejo pescador se vanagloriaba de haberle enseñado a Hemingway dos cosas: los mojitos y las tortitas de camarones. Pero Hemingway también le enseñó algo. «Estábamos atracados en el Club Náutico Internacional de La Habana y de repente me dice: "Viejo, ¿tú sabes lo que es un amigo? Yo le contesté: usted y yo somos amigos. Y dijo él: "Sí, lo somos, porque dos amigos equivalen a dos historias que se unen". Jamás se me olvidarán esas palabras». “


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