Limpiadoras
“En un acto académico celebrado en la Universidad de Nueva York, al que fuimos invitados no hace mucho un grupo de escritores de distintas nacionalidades, aunque todos de habla española, intervino de repente una mujer que se encontraba entre el público. Primero nos felicitó por todo lo que hasta entonces habíamos dicho, y a continuación nos explicó que ella era portorriqueña y que se ganaba la vida en aquella ciudad limpiando oficinas por las noches.
Yo ya conocía a estas mujeres que entraban en los
grandes edificios de la burocracia neoyorquina cuando la mayoría de la
población se metía en la cama, y que se pasaban la noche deambulando por
aquellos espacios vacíos arrastrando una aspiradora o blandiendo una gamuza
para el polvo: mi hotel se encontraba frente a uno de estos edificios y, como
solía llegar tarde e insomne a la habitación, intentaba atraer el sueño
bebiendo el último vaso de agua, mientras contemplaba la fantasmal actividad
que se desarrollaba a esas horas en el edificio de enfrente.
La mujer describió con enorme habilidad el sentimiento
de indefensión y soledad que provocaba a tales horas entrar en un ascensor o
bajar por unas escaleras fantasmales.
Todos estábamos fascinados por su relato, pero también
un poco incómodos, porque no sabíamos hacia dónde se dirigía. Finalmente,
denunció que la mayoría de aquellas mujeres que limpiaban oficinas en turno de
noche padecían una situación permanente de acoso sexual por parte de sus jefes,
que por lo general eran blancos y norteamericanos.
Este final fue saludado por un largo e inquietante
silencio que el moderador rompió al fin, señalando educadamente que aquello,
aun siendo terrible, no tenía nada que ver con aquel acto académico. ¿Realmente
no tenía nada que ver?, me pregunté esa noche frente al edificio de oficinas
que había frente a mi hotel. Quizá no, pero es lo único que mi memoria ha
logrado salvar de ese viaje.”
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