Freud y la reina que
hilaba hierbas de oro
por
Justo Serna
Claves de razón práctica, núm. 135
(2003), págs. 66-70
(…)
“Todo comenzó con una venganza demorada para hacer pagar a un terapeuta lo que no hizo o hizo mal, un médico que empezó su práctica profesional inspirado por las buenas intenciones que eran propias del radicalismo de los sesenta, pero que pronto se desencantó descuidando a quienes más lo necesitaban. El abandono de la clínica pública y la creación de su consulta privada le permitirán ocuparse del análisis de ricos neuróticos neoyorquinos, esos que consultan la Standard Edition freudiana o que habitan en las películas de Woody Allen. Con el tiempo pagará esta traición al progresismo humanista, primero siendo amenazado, a un paso del precipicio, y después obligándole a rehacer su vida como médico de pobres. ¿Quién le impulsó a hacer ese cambio? Justamente un psicópata: el mayor de tres hermanos, el primogénito de una madre soltera, maltratada, abandonada, una de aquellas personas que Starks desatendió para abrir su consulta privada en la que atender a neuróticos adinerados, un primogénito que nunca perdonará. La novela es eficaz y es posible que entretenga o cultive el narcisismo culto de cierto tipo de lectores. Pero que eso sea así no quiere decir que la narración sea consistente, lograda, memorable. Y no lo es por esos mismos reproches que antes detallaba: por el simbolismo explícito, manifiesto, enfático, y por la vida y las razones enrevesadas de ciertos personajes y la intriga que los rodea.
En efecto, el marcado simbolismo que envuelve cada uno de los hechos que suceden hace inverosímil a los personajes, de nombres igualmente simbólicos. Frederick “Ricky” Starks sobrevivirá fingiendo un suicidio, cambiando de identidad y desdoblándose en Frederick Lazarus, el hombre duro de acción que resucita armado y amenazador y que resuelve eficazmente el enigma, y en Richard Lively, hombre amable y luego entregado a la vida, a una causa humanitaria. Aquellos que le acosan, la familia Thomas, esos huérfanos de aquella madre soltera, se dan a sí mismos nombres igualmente simbólicos, de resonancias cultas, un guiño quizá enfático para el psicoanalista refinado pero sobre todo una pista del autor puesta al servicio del lector que se deja llevar por estos detalles. La menor, por ejemplo, dice llamarse Virgil (“todos necesitamos un Virgilio que nos guíe hasta el infierno”) y es una actriz, con un probable trastorno narcisista de la personalidad, según el propio diagnóstico al que llega Starks. El mediano se presenta como Merlin (como el mago conocedor de todos los saberes y hacedor de prodigios), y es abogado, un picapleitos sabelotodo, la especie más odiada de los norteamericanos: de quien hablamos es de un individuo, éste en particular, que resulta ser un neurótico obsesivo-compulsivo. Y, finalmente, tenemos al mayor, al primogénito, que se hace llamar Rumplestiltskin (o Rumpelstikin, según idioma y versiones), como el célebre personaje del cuento de los hermanos Grimm, aquel hombrecillo que tenía poderes para hilar hierba seca y convertirla en oro, aquel que por ayudar a una muchacha campesina a obrar ese prodigio, enamorando así al rey, le arrancó la promesa de darle su primer hijo cuando fuera madre y soberana. Una vez que tal cosa sucedió, el hombrecillo le exigió la entrega del niño, amenaza que sólo le levantaría si lograba adivinar su nombre en el plazo de tres días. Las pesquisas del mensajero mandado por la campesina-reina fueron infructuosas y sólo al final, al tercer día, en uno de los confines del reino y por pura casualidad logró adivinar su nombre y así se lo hizo saber a la soberana amenazada:
-“No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba: Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin adivinarán”.
Gracias a ese hallazgo inesperado, la reina mendaz pudo salvar la vida de su hijo, no entregarlo a ese insidioso hombrecillo, quedando relevada de su engaño y de su compromiso. El diabólico psicópata de tendencias homicidas que idea el plan que arruina la vida apacible de Starks se hace llamar Rumplestiltskin y como el personaje de los Grimm le concede un pequeño plazo para averiguar quién es. Vale decir, el analista es la campesina que prosperó indebidamente, el joven terapeuta lleno de promesas y de buenas intenciones que pronto olvidó, que se aupó hasta el rey con artimañas y con el auxilio de otros, justamente con quienes después ya no quiso aceptar compromisos. La reina se salvó de milagro dentro del plazo, pero fue suficiente para tener su merecido y para no volver a repetir ese engaño que hizo creer al rey que era capaz hilar hierba convirtiéndola en oro. Salvar a los menesterosos neoyorquinos con una terapia breve y poco cuidadosa es como hilar hierba creyendo convertirla en oro. La reina tuvo una final feliz. ¿Lo tendrá el Doctor Starks? Al modo de los cuentos de hadas, de los romances de ciego y de la literatura popular, las cosas y las personas son lo que son y, además, significan algo más y de ellas, de su nombre y de su significado, puede extraerse una moraleja. Porque esta novela tiene moraleja literal: la amenaza lleva a la desaparición, a una ascesis, a un renacimiento, y quien descuidó a los pobres propios y a los desheredados de Nueva York, una auténtica negligencia médica, acabará atendiendo en Puerto Príncipe, en Haití, a los más desfavorecidos. Ése será su futuro: la reparación de lo que hizo mal, algo en lo que tenía razón Rumplestiltskin.
Pero hay más. Quizá la vida y los seres humanos sean enrevesados, pero el relato, la intriga y los personajes de una ficción no están obligados a serlo, no están obligados a ser copia o traslado mimético, si es que tal cosa es posible. Por eso, cosas que nos suceden y que, en efecto, parecen increíbles por numerosas e intrincadas no pueden transportarse impunemente a la novela. Exigen, desde luego, su puesta en orden, una trama que no es la vida, que no se corresponde a la historia. Pero exigen también su depuración narrativa, su transfiguración, su adelgazamiento. Pensemos, por ejemplo, en la figura de este psicópata y sus razones, en el huérfano aquejado de conducta delirante y en la venganza demorada y endemoniada que organiza con el auxilio de sus hermanos. No me refiero sólo a lo verosímil que pueda resultar que un impostor simule una identidad en el curso del tratamiento analítico; me refiero a los modos de ejecución de una venganza o de un crimen. En estos tiempos que corren, y desde que se impusieran como moda cinematográfica las películas de psicópatas, parece obligado idear ficciones con tipos oscuros, refinados, endiablados al modo de Hannibal Lecter. Tanto refinamiento verdaderamente satánico, tanta exquisita maldad –que aquí, en esta novela, también se da cansa , la verdad, y acaba siendo inverosímil y hasta un latazo.
Por eso comparto por completo lo que apostillaba Rafael Reig en el prólogo a una obra de Galdós recientemente exhumada, recuperada, la de las crónicas periodísticas sobre El crimen de la calle de Fuencarral. Leemos en ese texto, titulado “¿Por qué nos interesan tanto los asesinos?”, un juicio sensatísimo que quiero reproducir. “Hoy en día --dice Reig--, cuando la literatura criminal parece haber descrito un círculo (probablemente vicioso), resulta refrescante esta miniatura galdosiana en la que Higinia mata por catorce mil duros, con un cuchillo de cocina y ayudada por su ‘compinche’. En estos tiempos de asesinos psicópatas (...) resulta bastante saludable reencontrarse con criminales que no oyen voces interiores ni pretenden el control absoluto del planeta, que no tienen un cociente intelectual extraordinario ni habilidades circenses y tecnologías vanguardistas: vecinos de enfrente, seres humanos como la Higinia de Galdós, que había vivido ‘maritalmente con un lisiado’, mataba por codicia rudimentaria y era ‘un monstruo de astucia y marrullería’ “. Justamente lo contrario, de ese monstruo exquisita e exageradamente endiablado que Katzenbach nos presenta.
Pero es posible que lo enrevesado del personaje, el detallismo minucioso que lo envuelve, no se deba sólo a la torturada psicología que hemos de suponerle al psicópata, sino que obedezca también a necesidades narrativas. En efecto, parece como si Katzenbach se dirigiera a un público Midcult, necesitado de toda clase de informaciones, de detalles, es como si el narrador se forzara a ser explícito y evidente en algunos de sus enunciados y descripciones, en símiles mil veces empleados y en fórmulas expresivas tópicas, en recursos culturales cuyo guiño sabrán apreciar los lectores satisfechos, los connaisseurs. Tal vez por eso, la novela se nos antoja innecesariamente larga, tediosamente minuciosa, con escasas elipsis. Siendo como es un relato de evidentes influencias cinematográficas, dado que hay situaciones que están presentadas como si de un secuencia se tratara; o, mejor, estando probablemente pensado para poder ser llevado al cine (como así ha sucedido con esa otra narración de Katzenbach que mencionábamos, La guerra de Hart), aún resulta más extraña esa falta de contención, de economía verbal. O tal vez no sorprenda tanto este verbalismo abundante y esta forma de expresarse sea algo así como una extensa acotación hecha para un posible script, todo un regalo para el futuro guionista y productor interesado en comprar los derechos. A pesar de reconocer sus valores, algo de esto decía David Pitt en The Mistery Reader cuando subrayaba el detalle minucioso y la intriga enrevesada, y lo decía pensando en su posible traslado al cine. “No estoy seguro de que esta historia pueda funcionar como película, aunque es absolutamente probable que a alguien se le ocurra llevarla a la pantalla grande (en Hollywood les gusta hacer películas a partir de las novelas de Katzenbach, aunque anunciaron tan mal La guerra de Hart que nadie fue a verla). En una película, la intriga parecería demasiado sofisticada, demasiado inverosímil”). Pues de eso, de la intriga o, mejor, de la trama –según la colección española de Ediciones B— es de lo que está sobrada esta novela: demasiado refinamiento enrevesado finalmente inverosímil, el cargo más grave que cabe hacer a un relato policial, a una narración en la que el crimen y su ejecución y su revelación no precisan tanto, tantísimo artificio.
Habrá que esperar, pues, a que el psicoanalista, neoyorquino o no, tenga su gran relato, ya que éste no lo es; habrá que aguardar a que alguien escriba su novela eficaz y lograda, a que esa esfinge vacía destino de la transferencia, ese relleno sobre el que el paciente vuelca su humor, reciba su propio tratamiento. Tal vez entonces podamos averiguar el gran enigma del terapeuta, ese que se reserva, que difícilmente averigua el paciente y que los expertos llaman contratransferencia. Pero ahora que lo pienso, ahora que me doy cuenta, hemos agotado el tiempo y hemos llegado al final de nuestra sesión. Son cien dólares.”
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