9 de gen. 2022

juan gabriel vásquez, entrevista

 

Juan Gabriel Vásquez, por las grietas de la historia

por Diego Felipe González Gómez

El Tiempo
19 de diciembre 2018

"Ni el hecho de que Zico, el legendario jugador brasileño, le entregara un trofeo a los 15 años –cuando sus aspiraciones para ser futbolista eran bastante serias–, ni el hecho de haber borrado de su biografía sus dos primeras novelas fueron motivos para que Juan Gabriel Vásquez desistiera de su vocación de escritor.

La literatura es su gran obsesión, uno de los grandes motores de su vida, y hablar con Vásquez siempre será una forma de perderse entre autores, historias y letras. Tanto que uno de sus grandes amigos, el escritor Ramón González Férriz, siempre recuerda su disciplina y su obstinación en todo lo que tiene que ver con sus libros: “Juan tendría poco más de treinta años, pero tenía una profesionalidad que más tarde solo he conocido en escritores mayores y ya realmente profesionales. Mientras los demás teníamos dudas, no sabíamos por dónde ir y veíamos la vida literaria como una mera hipótesis, él se comportaba como si supiera de antemano cómo iba a ser su carrera de escritor”.

Este compromiso con la literatura lo ha llevado a tener reconocimientos como el Premio Alfaguara en el 2011, por su novela El ruido de las cosas al caer, el English Pen Award, el Premio Gregor von Rezzori-Città di Firenze, el Premio Roger Caillois, por el conjunto de su obra, y Las reputaciones estuvo entre los 100 libros más importantes según el New York Times, en el 2016. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco idiomas y es uno de los autores colombianos más reconocidos en el extranjero. Desde que publicó su primer libro oficial Los amantes de Todos los Santos (2001), su obra no ha parado de crecer.

Ha combinado en sus novelas personajes como Joseph Conrad, exiliados alemanes en Colombia, narcotraficantes hasta asesinos de grandes políticos colombianos, todo con Bogotá como telón de fondo, otra de sus obsesiones. Al mejor estilo de James Joyce en el Ulises, que creó una Dublín muy particular, de Jorge Luis Borges y su Fundación mítica de Buenos Aires, de Fernando Pessoa y su Lisboa o el New Jersey que retrató Philip Roth, Vásquez ha tratado de darle vida a esa Bogotá que lo apasiona y de sacar de los archivos y de los monumentos el pasado colombiano. En otras palabras, sus libros buscan darle vida a la Historia: “Hay zonas de nuestra experiencia humana que no se pueden contar por medio de nuestra historiografía ni del periodismo, y para contar esas zonas, está la novela. Eso es lo que la novela hace, ir allá, ir a decir lo que solo la novela puede decir”.

PREGUNTA: Hay una relación que está muy presente en sus historias y es la relación entre los padres y los hijos. Su papá fue una influencia muy fuerte en su gusto por la historia y usted ha dicho que creció en una familia muy lectora, ¿cuáles son sus recuerdos de esa infancia, de esos primeros contactos con los libros?

RESPUESTA: Sí, lo primero que se me ocurre cuando pienso en mi infancia es el hecho de haber crecido rodeado de libros. Incluso en esas épocas de la vida en que a uno le interesan otras cosas, le interesa el fútbol, por ejemplo, o le interesa lo que sea, yo entendía todo esto que me pasaba a través de la lectura. Y mi papá vio esto. Recuerdo que una vez me pagó para que tradujera una biografía para niños de Pelé cuando yo tenía ocho años, porque se dio cuenta de que lo único que me importaba en ese entonces era el Mundial del 82. Nunca la terminé, pero eso habla muy bien de las dinámicas de mi casa. Era una familia de lectores. Además, yo era un niño solitario, fui un niño solitario…

P: Eso también se lo pregunto, porque usted creció en el campo, algo que marcaría mucho esa época y su futura relación con Bogotá, que es otro tema clave en sus libros.

R: Claro, yo crecí en una casa de campo en Cajicá y desde allá venía todos los días al colegio y me devolvía inmediatamente. Durante mis primeros 17 años de vida, mi relación con Bogotá fue casi inexistente; en ese entonces tuve una vida de campo, de potrero. Luego, de adolescente, la relación con la ciudad fue complicada porque había que tomar muchas precauciones, era una época complicada en que se vivía con más miedo. Todo cambió cuando empecé la carrera de derecho en la Universidad del Rosario ahí fue la primera vez que me apropié de la ciudad y fue del centro, que es el escenario de mis ficciones, el lugar donde pasaron las cosas que me interesan.

P: ¿Usted qué recuerda de esas primeras idas al centro?

R: Cuando digo que descubrí la ciudad con la llegada a la universidad es porque me apropié en términos personales. Yo creo que uno debe explorar una ciudad, y entender una ciudad, a través de los sitios donde han pasado las cosas importantes, a través de los cafés y las librerías. Eso le da a uno un retrato de lo que pasa en una ciudad. Los lugares donde han pasado cosas importantes le dicen a uno mucho de lo que es ese país. Mi Bogotá y mi centro bogotano se construyeron a partir de unos recorridos de la violencia. Yo descubrí inmediatamente una relación muy intensa y una fascinación un poco morbosa con los sitios donde habían matado a Gaitán o a Rafael Uribe Uribe o donde José Asunción Silva se había pegado un tiro o donde Ricardo Rendón también se había pegado un tiro o donde casi matan a Bolívar en la conspiración del 25 de septiembre. Entonces, eso le dice a uno mucho, eso construye una relación especial con la ciudad, ¿no? Yo iba de café en café, de librería en librería y esa era mi relación originalmente con el centro. Por eso digo que me apropié en ese momento de la ciudad. Obviamente que de niño había ido al centro, a acompañar a mis padres a donde tenían sus oficinas de abogados, yendo a ver a Les Luthiers al Teatro Colón, pero era una relación de turista.

P: Pero otro espacio, aparte de las librerías y los cafés, eran los billares, ¿no?

R: Los billares eran otro espacio, claro, eso se me olvidó decirlo. ¡Qué ingratitud! Ahí fue un lugar donde aprendí tanto.

P: En todo este descubrimiento de Bogotá, la literatura se va volviendo algo más importante y usted se empezó a aburrir de estudiar derecho. Sin embargo, si sabía que eso no era lo suyo, ¿por qué no abandonó la universidad?

R: Por disciplina y porque soy masoquista.

P: Entonces, en qué momento usted dice: bueno, voy a dejar de ser un escritor de fin de semana.

R: En enero del 93, tomé la decisión. En realidad, yo siempre había escrito y la literatura siempre había sido una presencia muy importante, pero yo creía, honestamente, que mi destino era el que yo veía en tanta gente alrededor mío, que es una profesión liberal como el derecho, y la literatura como una cosa de ratos libres. De pasión de lectores, básicamente. Que era el caso de muchos de los abogados que me rodeaban, en mi familia, gente que me conocía. Pero comenzando el tercer año de derecho, ahí yo no sé muy bien qué pasó, pero empecé a escribir con cierta seriedad. La literatura empezó cada vez a tomar un espacio más grande, la idea de escribir comenzó a tomar un espacio más grande, y durante ese semestre, agosto del 92 y enero del 93, escribí un libro de cuentos. Y escribiendo ese libro de cuentos, percatándome de que había comenzado a leer libros de una manera distinta, que no es la manera de un lector, sino que había empezado a leer libros desbaratándolos, abriéndolos por dentro para ver cómo están hechos, estudiando la manera en que García Márquez pasa de un párrafo al otro, que es una maravilla, estudiando cómo hace Borges una frase que parece escrita en inglés pero que milagrosamente está escrita en español, estudiando los diálogos de Rayuela. Todo eso era autodidacta, todo eso era leyendo libros, descubriendo libros de escritores que hablaban sobre la escritura. Como Historia secreta de una novela de Vargas Llosa, hay un libro de José Miguel Oviedo que se llama Vargas Llosa, la invención de una realidad, que desmenuza el proceso creativo de las novelas de Vargas Llosa, y yo empecé a leer esto con una fascinación, como si fuera una novela criminal, y ahí pensé: esto es lo que me interesa. Ya cuando uno está empezando a leer así se da cuenta de que no hay vuelta atrás, y en enero del 93 decido que iba a tomar ciertas decisiones para hacer una especie de tránsito hacia la literatura, y la primera fue hacer cursos libres en La Javeriana, esto por consejo de Mario Mendoza, que era muy conocido por estos días y que fue muy generoso conmigo orientándome en los cursos que debía tomar para escoger algo que me sirviera en términos de conocimiento.

P: ¿Cómo lo conoció a él?

R: Una de las cosas que empecé a hacer en la universidad para desfogarme de los demonios de la literatura fue meterme a organizar conferencias de escritores. Escritores a los que yo quería oír. Invité a Rafael Humberto Moreno-Durán, así nos conocimos, y por esos días Juan Carlos Botero había publicado su primer libro; entonces lo invité también. Estuvo también Rafael Chaparro Madiedo. Yo era un muchachito que quería escuchar a escritores contar cómo escribían. Y entonces invité a Botero, y en las conversaciones con Botero, en esta crisis que ya me había comenzado a pasar, la crisis con el derecho y la crisis de tratar de escribir novelas, me dijo: “Habla con Mario Mendoza, que es profesor de La Javeriana”, y entonces eso hice y acabé tomando unos cursos en la tarde allí como una manera de darle concreción a la idea tan abstracta y tan difícil y tan desorientadora de ser escritor. Una cosa muy rara en mi generación, en mi familia, digamos. Entonces ahí fue eso, por eso tengo la fecha de enero de 1993 tan clara, porque fue el momento en que tomé los cursos con el ánimo de ponerle una cara concreta a la vocación, y de ahí en adelante fue simplemente una disciplina un poco suicida: terminar lo que uno ha empezado, que es algo en lo que siempre he creído, pero ya con la idea clarísima de que estaba trabajando hacia tratar de ser novelista.

P: Y ya cuando termina la carrera de Derecho viene ese viaje a Europa, a París. Un viaje que otros escritores de su generación como Pablo Montoya también hicieron. Ahí, con ese viaje, es cuando la literatura va en serio…

R: Bueno, yo era un cliché latinoamericano. Pero eso habla mucho del tipo de escritores que somos Pablo y yo, que tenemos eso en común, una relación fuerte con la tradición. Y cuando uno tiene una relación fuerte con la tradición, pero no tiene la madurez para entenderlo, entonces toma estas decisiones. Irse a París con veinte años porque a París se fueron Cortázar y Vargas Llosa y en mi caso porque en París escribieron Joyce y Hemingway, que son dos figuras de santoral para mí. Entonces París aparentemente era el sitio donde uno tenía que estar.

P: ¿Y qué se fue a hacer allá primero? ¿Una maestría o cuáles eran sus planes?

R: Yo primero decidí, en abstracto, que me iba a París porque eso era lo que hacían los escritores latinoamericanos, y ahí me puse a buscar los pretextos y las excusas que me permitían desde un punto de vista práctico hacerlo. Y conocí en una feria del libro de Bogotá a Claude Fell, un profesor de La Sorbona que dirigía doctorados allá, y le dije: “Soy un joven que quiere ser escritor y quiero hacer un doctorado en París para estudiar y para vivir allá”. Él me dijo que presentara un proyecto, y eso hice. Recuerdo que era un proyecto de tesis sobre la novela total en América Latina, una cosa así humilde y chiquita. Yo quería escribir una tesis sobre Terra nostra, Conversación en la Catedral, Cien años de soledad y Paradiso, de Lezama Lima. Entonces el proyecto pasó, hice el examen en La Sorbona y lo aprobé y comencé los estudios de doctorado en París. Yo estaba fascinado con París, pero eso me duró un año o un año y medio. Luego la cosa empezó a ir de para abajo. Después de los cursos, y es algo que me interesa aclarar porque por ahí encuentro que yo tengo un doctorado de literatura latinoamericana por La Sorbona y eso no es verdad. Yo hice estudios solamente. Una vez terminados los estudios, yo podía hacer una tesis de 400 páginas o escribir una novela. Entonces decidí escribir una novela. Nunca terminé el doctorado, nunca hice la tesis. El profesor Claude Fell me miró con decepción pensando, imagino yo, otro muchacho latinoamericano que vino a perder mi tiempo, y muchos años después, cuando Los informantes salió en traducción francesa, me lo encontré en Lyon y la sorpresa es que él iba a presentar mi libro y se pegaba con el libro en la palma de la mano y decía “ahora entiendo” [risas].

P: Aparte del cliché de ir a París, algo le tuvo que haber dejado como escritor esta experiencia.

R: El gran legado de París, aparte de la literatura que descubrí, fue la disciplina como forma de la vocación. Descubrí que no solo era capaz, sino que me gustaba pasar una semana o diez días sin ver absolutamente a nadie, leyendo y trabajando 14 o 15 horas al día en un estado de felicidad absoluta. Eso me lo dio París. También me dio amigos que son gente importante en mi vida como Daniel Mordzinski. En algún momento mi relación con Santiago Gamboa fue muy importante. Entonces, París fue importante para afianzar la vocación, pero también fue una desilusión porque es una ciudad difícil y hostil para el inmigrante, porque es una ciudad que trata muy bien al que triunfa, pero que es muy cruel con el que fracasa, y ese era mi caso. En París terminé mi primera novela y escribí la segunda, y tan pronto terminé la segunda, descubrí que estaba insatisfecho con las dos y eso fue muy duro. Eso fue hacia el final de mi estadía en París. Después de pasar tres años ahí tratando de ser escritor, descubrir que uno ha escrito y publicado dos novelas y ninguna de las dos le satisface, es un golpe duro y lo pone a uno a cuestionar la vocación.

P: ¿Y cómo fue esa decisión? No es muy común que un escritor borre de su biografía dos novelas publicadas.

R: Yo le tengo mucho cariño a la primera, a la segunda no tanto. La primera novela es un laboratorio, es un ensayo y creo que uno no les muestra los ensayos a los lectores; es como uno ir al teatro para ver los ensayos, uno va a ver la obra terminada. Y los laboratorios donde uno ha aprendido, donde ha aprendido a montar un diálogo, donde ha aprendido a hacer un monólogo interior, donde ha aprendido a mirar con atención qué es lo que hace un escritor, esos aprendizajes son aprendizajes y no cumplían con mi idea de lo que yo creo que es la literatura.

P: ¿Y qué lo llevó entonces a publicar?

R: No sé, yo terminé una novela con 21 años y creo que hice lo que hubiera hecho una persona que lleva escribiendo desde los 8 años. Si uno lleva 13 años en esas, pues quiere publicar, y lo que hice fue mandar los manuscritos a varias editoriales y una de ellas lo aceptó. Eso sí, si reniego de estas novelas no quiere decir que esté renegando de los editores que fueron muy generosos. Yo reniego es de mi proceso y de una idea muy alta que tengo de la literatura, que puede ser un problema, pero que me lleva a preguntarme si ese libro que yo he escrito puede compartir estante con los libros que yo admiro, sin ruborizarse. Y mi respuesta fue no, estos dos no pueden compartir estante. Y eso es duro, lo lleva a uno a preguntarse si sería capaz de escribir un libro que sí pudiera compartir estante con mis maestros. En medio de esa crisis conocí a una familia de belgas que vivía en una casa de campo. Era una pareja mayor, ella es de la edad de García Márquez y todavía está viva; en esa época tenía setentaipico de años. Hablando con ellos de esta crisis, les dije en algún momento: “Me quiero ir de París, pero no quiero volver a Colombia y no sé qué hacer”. Entonces me dijeron: “Ven y pasa con nosotros una semana”

P: Este momento de regreso al campo fue clave también en su proceso como escritor.

R: Fueron nueve meses, que realmente fueron como un parto porque yo salí de Bélgica con una sensación de nacer otra vez. Porque fueron nueve meses en los que viví en unas condiciones de vida muy muy raras. Vivir en una casa de campo en las montañas, aislado de todo el mundo. Las comidas, por ejemplo, eran la señora cocinando el jabalí que el señor había cazado por la mañana y que muchas veces yo lo había acompañado a cazar. Entonces, era una vida fuera del mundo, fuera de la realidad, en la que yo lo único que tenía que hacer era leer y tratar de descubrir. En esos nueve meses descubrí todo lo que enderezó mi camino. Primero me di cuenta de que necesitaba aprender a escribir sobre Colombia. De que yo tenía una cantidad de demonios, de fantasmas, de leyendas, de historias colombianas y que mi error había sido no esforzarme por encontrar la forma de contarlas. Sentía que tenía esas historias que me obsesionaban, pero sentía que no tenía derecho a escribir sobre ellas porque no las entendía, porque el país siempre me ha parecido misterioso, porque no entendía ni su historia, ni su política y que por lo tanto no tenía derecho a escribir sobre ellas. Fueron las lecturas que hice en Bélgica, el descubrimiento de autores como Joseph Conrad, el descubrimiento de V.S. Naipaul, de Javier Marías, o los cuentos de Alice Munro los que me marcaron el camino.

P: ¿En qué sentido lo cambiaron? Literariamente hablando

R: Todos estos autores, de maneras muy distintas y muy raras, tienen en común una cosa y es que para ellos la novela o el cuento es una manera de descubrir cosas que uno no conoce. Ellos no cuentan lo que dominan, sino que escribir es una manera de entrar en territorios desconocidos, de entrar en territorios donde uno tiene más preguntas que respuestas, más ignorancia que conocimientos, en particular Conrad. Es entrar a un lugar inexplorado. Y a mí descubrir esto me cambió la vida, porque entonces pensé: ahora sí puedo escribir sobre Colombia, por aquí tenemos que ir y este es el tipo de libro que yo quiero hacer. Sin embargo, en ese momento yo sentía que no tenía todavía los conocimientos sobre la novela para lanzarme a escribir una. Tenía que hacer un entrenamiento en un espacio más chiquito, que fueron los cuentos de Los amantes de Todos los Santos. Ese libro lo empecé a pensar allá en Bélgica. Muy conscientemente me puse a acumular experiencias para convertirlas después en cuentos. Entonces, me iba de cacería con esta gente, con libreta en mano como para hacer reportaje, anotaba todo. Si alguien me contaba una historia terrible la escribía. Estaban llenos de historias terribles, todas las semanas salía la historia de alguien que se había suicidado; entonces, yo me iba para mi cuarto y anotaba esas cosas, ya con la idea muy consciente de que esto era el material de un libro de cuentos que iba a escribir tan pronto llegara a Barcelona.

P: ¿Usted ya tenía planeado que el siguiente paso era Barcelona?

R: Eso surgió durante Bélgica. Por eso yo creo que Bélgica fue tan importante, yo descubrí cuáles eran mis escritores, cuál era el camino que yo quería tratar de seguir, descubrí dónde quería vivir, descubrí que me quería casar con mi novia, y entonces ahí se tomaron todas las decisiones y entonces vine a casarme en Colombia en septiembre del 99, y en octubre estábamos llegando a Barcelona a buscar cómo vivir.

P: ¿Y por qué Barcelona, que es otra ciudad cliché como París?

R: Por una razón sentimental y una razón práctica. La sentimental es que para el boom latinoamericano Barcelona era también el lugar donde habían vivido y escrito gente que para mí era importante, como Vargas Llosa y García Márquez. Pero además había una razón práctica y es que yo había tomado la decisión de que no me volvería a ganar un peso que no fuera de la máquina de escribir. Que si quería ser escritor tenía que financiarme la escritura de novelas con trabajos literarios. Entonces eso solo podía hacerse en Barcelona, donde había una industria editorial capaz de darle a uno esa posibilidad. Acabamos en Barcelona con mi esposa, una ciudad que nos gustaba a ambos, y yo empecé a buscar trabajo. Al principio hacía artículos para enciclopedias, sobre Coetzee, sobre Susan Sontag. Una vez hice un libro sobre gatos para una colección que se llama “En 10 minutos”. Ahí había, por ejemplo, uno sobre cómo comprar tu casa en 10 minutos y yo escribí –como por 700 euros– cómo cuidar tu gato en 10 minutos. Y luego buscándome la vida llegué a la revista Lateral, gracias a Mario Jursich. Le entregué un par de cuentos al editor, que era un húngaro loco, Mihály Dés. Recuerdo que me llamó en un tren y me dijo: “Estoy en un tren, no puedo hablar mucho, pero te llamo a decirte que me gustaron mucho los cuentos, hay uno que es demasiado largo, pero el otro lo publicamos en el próximo número y también ¿quieres trabajar en la revista medio tiempo?”.

P: ¿Cómo era ese ambiente en la revista Lateral? Además, porque fue un experimento rarísimo, de ahí salió una camada de escritores como Mathias Enard, Jorge Carrión, Ramón González Férriz, Robert Juan-Cantavella, todos liderados por Mihály Dés, un húngaro muy particular.

R: Mihály era un tipo que había vivido en Cuba, y hablaba español perfectamente, había sido boxeador, había sido modelo, pero era un intelectual duro. Había montado este proyecto de una revista en papel periódico, sin plata, viviendo con las uñas, que no pagaba por colaboraciones y que nos pagaba a dos redactores y un maquetista para que la montáramos. Él convocó a una generación de jóvenes que empezaban a publicar en esa época y formó un consejo de redacción y fue una especie de semillero del que salieron todos esos escritores que mencionas. Además, Mihály –por razones misteriosas– tenía un poder de aglutinar a la gente. Entonces, aparte de los que trabajaban ahí y nos movíamos en el consejo de redacción, por la revista pasó Bolaño (Mihály sostuvo hasta su último momento que él había descubierto a Bolaño y es muy posible que sí, él publicó muchas de sus primeras cosas en Lateral e hizo la primera reseña de uno de sus libros), Juan Villoro y mi amigo Justin Webster, que es un inglés que hacía periodismo y luego se dedicó a los documentales y fue el director del documental de Gabo que hicimos…

P: Hablando con su amigo Ramón González Férriz, él recuerda mucho esa anécdota con su libro Los amantes… Que muestra un poco el trayecto que empezaba a tomar su carrera.

R: [Risas] Sí, como casi nadie me conocía en Colombia, aparecí en la lista de los libros más vendidos de El Tiempo, pero en la lista de autores extranjeros. Ramón empezó a escribirme mails en inglés para joderme. Yo tengo el recorte porque, además, Héctor Abad me lo mandó también para burlarse de mí.

P: Los amantes de Todos los Santos que fue el libro que lo salvó del fracaso.

R: Fue un libro muy difícil de escribir porque estaba en juego todo. Yo pensé: si este libro no sale, me voy a Colomba a ser abogado, nada más. Si uno escribe tres libros y no le gustan, pues… algo está mal. Pero al final sí me gustó y ahí se enderezó el camino. El libro se publicó mientras estaba yo trabajando en Lateral y con ese impulso empecé a escribir Los informantes.

P: Ahí en Barcelona todo parece encarrilarse. Sin embargo, su esposa Mariana también fue determinante para que usted siguiera escribiendo ficción.

R: Hay una historia que le gusta mucho contar a Mariana y que habla, o muestra, esa sensación megalómana de misión que yo tenía. En ese entonces vivíamos muy fregados de plata, con la cuenta en rojo y ella trabajaba mientras estudiaba en la universidad y yo con ese trabajo de medio tiempo que me permitía escribir en las mañanas. En algún momento llega Mihály y me dice: “Te tengo una gran noticia, quiero que vengas a trabajar tiempo completo, te podemos pagar un salario de tiempo completo”. Yo fui y hablé con Mariana y le dije: “Me acaban de ofrecer esto, pero si lo acepto no voy a poder escribir mis novelas”, y ella me dijo: “No lo aceptes, ahí vemos cómo hacemos”. Entonces ella empezó a darles clases de inglés a unos niños tenistas y no acepté el trabajo para poder escribir Los informantes.

P: Con Los informantes, usted ya entra en algo que podríamos llamar como el escritor profesional, dedicado completamente al oficio de escribir. ¿Tiene un régimen de escritura? ¿Trabajo de tal hora a tal hora y pide que nadie me moleste?

R: Eso ha cambiado mucho con el tiempo y recuerdo con algo de nostalgia esa época en la que escribía Los informantes con una sensación de concentración y dedicación total a ello porque no había ninguna interferencia de la vida. Ahora ya no lo puedo decir, ahora ya he vivido 13 años con la interferencia de mis hijos.

P: Hay un pasaje que refleja eso muy bien en su novela La forma de las ruinas. En un momento la esposa del narrador, que es Juan Gabriel Vásquez, pero que no usted, le dice: “No me dejes sola, ya te vi en los ojos que estás enrollado con esto [la historia]; por favor, no me vayas a dejar sola con nuestras hijas”.

R: Eso nunca pasó así en la vida real, pero sí fue la exploración de algo que siempre sentí. Lo devoradora que es esta vocación y lo angustioso que es dedicarse a eso sabiendo que siempre todo puede salir mal. Que ni el talento ni la disciplina le garantizan a nadie hacer una obra digna, pero hay que meterle todo.

P: ¿Usted cómo arma una novela? ¿Empieza a hacer mapas como algunos escritores?

R: Para cuando me siento a escribir una novela, ya la novela ha estado en mi cabeza entre 5 y 10 años. El ruido de las cosas al caer nació con un documento que yo descubrí cuando vivía en Bélgica, que fue la grabación de la caja negra de ese avión que se cayó en el 98 y la novela la empecé a escribir en el 2008. Todo ese tiempo, ese documento estuvo en mi cabeza. Entonces, en algún momento surge otro documento, que son las cartas de un voluntario de los Cuerpos de Paz que descubre una edición familiar de las cartas que el tipo escribió desde Colombia, y yo me la encontré en una librería de segunda mano en Gales. Durante muchos años, mi método de trabajo es que no hay método, que entre cosas que encuentro, entre historias que voy recopilando, van surgiendo hilos hasta que se empieza a formar algo que es una novela en bruto y ahí es cuando me siento a escribirla y ahí el proceso es de abrirme paso en el territorio oscuro de ese material.

P: Usted dijo una vez que la novela era un antídoto contra la habladera de mierda. ¿Por qué cree esto?

R: Porque la novela, la dicción de la novela, el lenguaje de la novela, tiene las características totalmente opuestas al lenguaje de la política. La política y el lenguaje de la política es vago, insustancial, ambiguo, y el lenguaje de la novela es preciso, detallista, concreto. Toda la idea de construir este aparato que llamamos novela, por medio del lenguaje parte de una cierta noción de lo que es el idioma, de precisión, de utilizar el idioma para sacar la verdad del mundo, de organizar el caos de la experiencia de manera que lo podamos entender mejor. La experiencia, que es caótica, por naturaleza, en una novela cobra cierto orden y cierto sentido y la podemos entender mejor. El lenguaje de todos los días es la impresión, la carreta, hablar sin decir nada, que es tan nuestro, tan colombiano. Hablar sin decir nada, la charlatanería que uno ve en el Congreso, que uno ve en las figuras de poder, en el poder privado y el económico. La novela se opone a eso, se resiste a esa pérdida de significado. El lenguaje político, digamos, consiste muchas veces en quitarles a las palabras su sentido. Eso es lo que estamos viendo con Donald Trump y eso es lo que pasó tantas veces durante el uribismo, que las palabras para nombrar la realidad iban siendo incapaces de hacerlo. Y la novela se resiste a eso, le devuelve a las palabras su significado, les devuelve al lenguaje la capacidad de nombrar el mundo y de explorarlo y de entenderlo.

P: Entre las muchas cosas para las que sirve la literatura es para armarnos un relato de nación. Malcom Deas, uno de los historiadores más importantes que ha estudiado Colombia, hizo ese libro maravilloso Del poder y la gramática, donde muestra que somos un país de gramáticos. Muchos de los presidentes tuvieron ese delirio de escritores, poetas o trovadores, como el mismo Uribe. ¿Usted cree que hace falta que la literatura nos cuente más de nuestro país por fuera de esa historia oficial? ¿Cree que sí sirve para esto?

R: Sí, claro. Toda sociedad es un tejido de historias. Ricardo Piglia tiene en alguna entrevista un pasaje muy bueno en el que dice que si en algún momento uno descubriera la capacidad mágica de enterarse de todas las historias que la gente se está contando, ahí tendría una comprensión de lo que es un país de forma mucho más intensa y mucho más profunda que cualquier número de estadísticas o análisis político o electoral. ¿Qué pasa con esto en el caso colombiano? Yo creo que la historia que nos hemos contado ha estado llena de vacíos, llena de mentiras, llena de medias verdades, llena de distorsiones. El hecho de que hoy en día estemos debatiendo todavía cuántos muertos hubo en la masacre de las bananeras y el hecho de que una congresista diga que eso es un mito de la narrativa comunista, significa que todavía estamos dando la pelea por el relato, por el relato que es nuestra historia, y la literatura tiene mucho que hacer ahí. En gran parte lo que mis novelas han tratado de hacer siempre es iluminar partes de nuestro relato que para mí han quedado a oscuras o han sido distorsionadas. He dicho muchas veces, en estos últimos meses, que una de las cosas que se estaban negociando en La Habana era un relato, y esto es muy importante porque creo que eso forma parte de lo que llamamos reconciliación y forma parte de cualquier escenario de posconflicto que queramos imaginar, que es la idea de que el relato de nuestra guerra no es el mismo dependiendo de quién lo cuente. El retrato es uno si lo cuenta una víctima de la guerrilla, es otro si lo cuenta una víctima del paramilitarismo, si lo cuenta un habitante de las ciudades es uno, si lo cuenta un habitante de las zonas rurales más golpeadas por la violencia es otro, y creo que es una responsabilidad de la literatura, del periodismo, de la historiografía contar todo esto. Tenemos que encontrar espacios donde todas las historias quepan. La única manera de contar la gran historia de un país es abrir un espacio donde todas las historias valgan, donde las personas tengan una idea de que su historia, su narrativa, lo que ha pasado, es válida y tiene derecho a existir. Y parte de eso es la novela. Por eso, yo admiro tanto Los ejércitos, la novela de Evelio Rosero, porque es un intento por contar esas historias de nuestra guerra, que no se han contado, desde la ficción y darles un derecho a existir que no han tenido antes o que han tenido difícilmente.

P: Sin embargo, la figura del escritor ha cambiado mucho en los últimos años. ¿Cuál cree que es la figura del escritor hoy?

R: Nunca he pensado que un escritor tenga obligaciones, pero eso no quiere decir que no las sienta como ciudadano. Por eso hago una separación muy clara entre el novelista y el ciudadano que quiere participar por interés, por curiosidad y por pasión en el debate público. Siempre he respetado a los escritores que se esconden, de tiempo completo, en la creación literaria y renuncian o se niegan a ensuciarse con el barro de la vida política de todos los días, pero yo no soy capaz de ser ese escritor. Yo sigo teniendo una noción de compromiso, que la muestro es en mi faceta como periodista y cuando asumo esa máscara, lo que estoy haciendo es tratar de convencer, tratando de dar respuestas, tratando de darles voz a ciertas certidumbres y todo eso es una ética muy distinta a la ética del novelista, porque el novelista escribe justamente porque nada tiene sentido, porque no tiene certezas, porque se hace preguntas, no porque tiene las respuestas y por esta razón es que al mismo tiempo mis novelas se meten con ese barro de la política, con las oscuridades, las complejidades, la suciedad de nuestra relación con el mundo público, con el mundo político. Así es la única manera en que yo entiendo este oficio.”

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