PALAYAS FRITAS
“La mujer se ha pasado la tarde cosiendo en la terraza. Ofrecía la misma estampa que yo recordaba de mi madre cuando una luz violeta que se filtraba por una cristalera daba de lleno e inflamaba el montón de ropa que tenía en un cesto a su lado. Ahora la mujer ha sacado de ese cesto una camisa a rayas que no he reconocido como mía. Mi padre usaba una camisa exactamente igual y yo la recuerdo siempre sudada. Observo en silencio a esta mujer. Unas veces me parece joven, otras me da la sensación de que me conoce por dentro desde que era niño y que ella se ha apoderado de todos los espacios de esta casa. Nunca hace el menor ruido con sus pies, pero yo la oigo cuando abre los armarios y registra furtivamente hasta el último cajón, como si fuera una sombra que sabe dónde están mis secretos. Después de su trabajo de labor, ha entrado en mi estudio y esta vez me ha sonreído con cierta dulzura compasiva.
—No llame a la melancolía, que es muy mala. Quiero oírle silbar. ¿No quiere que le prepare la cena, señor? —me ha preguntado.
—¿Qué puedo tomar?
—Podría preparar las palayas que trajo usted del mercado esta mañana.
De pronto el espacio se ha llenado de un sabor antiguo que salía de la cocina de aquella casa. He cenado dos palayas fritas. La mujer las ha limpiado, las ha pasado por huevo y harina y en una cazuela ha puesto aceite virgen; cuando ha estado bien caliente, ha frito este pescado de carne tan blanca hasta conseguir un color dorado. Lo ha acompañado con una ensalada de apio y endivias. También he tomado unas patatas y tomates al horno que sobraron de ayer. Las preparé yo mismo según una vieja receta de mi tía Pura. Pelé las patatas, las lavé enteras y las corté en rodajas de medio centímetro; después lavé los tomates, los corté también en rodajas y les quité las semillas. Unté con aceite de oliva una cazuela de barro y en ella coloqué una capa de patatas y otra de tomates, puse sal y pimienta, añadí orégano y albahaca y lo regué todo con aceite. Continué así hasta que se acabaron todos los ingredientes y puse la cazuela al horno a 165 grados durante una hora. He tomado este plato frío formando parte de la ensalada. Mientras cenaba seguía lloviendo.”
Manuel Vicent
Verás el cielo abierto
Alfaguara, 2005
páginas: 40-42
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