“Ha picado un atún. En la superficie del agua bulle la espuma y el pez viene hacia mí saltando mientras cobro suavemente el sedal para que no escape. Todas las olas del mar fueron en otro tiempo las personas que amé. Mientras la mar batía las rocas, aprendí leyendo a Marco Aurelio que la vida consiste en ir muriendo y sólo se alcanza la sabiduría cuando uno incorpora la muerte a los placeres de cada día. ¿Dónde está ahora aquella niña que se balanceaba en la mecedora blanca? Dentro de la muerte también se crece y se alcanza la belleza, se puede ser feliz y finalmente se muere uno dentro de la muerte. En aquella casa con gruesas paredes de cal estaba un baúl que he recuperado y en la tapa de terciopelo había un círculo verde que dejó una manzana al pudrirse. Un día la mujer se atrevió a abrirlo y, después de tantos años, vi que contenía todo cuanto soy: el efímero aliento formado por lo que he amado y aquello que los muertos que me amaron han dejado en mi memoria junto con muchos cacharros inservibles, la esfera del mapamundi, el telescopio y el espejo roto.
Después de varias horas de navegación, a media tarde he vuelto a casa y he traspasado hacia dentro la puerta carcomida del jardín con dos atunes en una bolsa. Se los he presentado a la mujer como una ofrenda y ella ha comenzado a prepararlos para la cena. Cada movimiento de las manos se acomodaba a su pensamiento y a los latidos de su corazón para seguir fielmente una receta marinera con estos ingredientes: 4 rodajas de atún, 1 cucharada de alcaparras, 250 gramos de tomate en puré, 1 ramita de albahaca, 1 cebolla, 1 ramillete de perejil y un poco de harina blanca, aceite, pimienta y sal.
La mujer había dividido uno de los filetes de atún en cuatro partes, las había golpeado ligeramente, lavado y secado con un paño, había preparado el pescado para escabecharlo en una fuente honda con aceite, sal, pimienta, ajo y zumo de limón, y cuando se disponía a picar la cebolla muy fina y las alcaparras, después de lavar y limpiar el perejil y la albahaca, ha sonado de nuevo el timbre de casa. La mujer ha cruzado el jardín para abrir la puerta y desde la ventana del estudio he visto que hablaba de nuevo con la visita de esta mañana.
—¿Regresó ya? —ha preguntado la joven.
—No, lo siento, el señor sigue en el mar —ha contestado la mujer.
—¿De veras?
—Sigue navegando.
—Está bien.
Desde la ventana del estudio he visto que la joven abandonaba el jardín. He oído la arrancada de su coche. Después toda la casa se ha llenado del perfume de atún macerado que salía de la cocina y yo me he quedado de pie contemplando el membrillero lleno del último sol de la tarde.”
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