12 de maig 2023

verás el cielo abierto, fragmento

 

    “Muchos años después, en Madrid, yo solía asistir a una tertulia que presidía Julio Caro, intelectual melancólico, escéptico y ácido, compuesta por los restos de un naufragio, viejos liberales republicanos, médicos, artistas y algún personaje atrabiliario, todos anticlericales, que durante mucho tiempo habían acompañado a Pío Baroja los sábados en su casa de la calle Alarcón hasta que murió. Ahora esta tertulia se reunía en el sótano de la cafetería Fuentesila de la Gran Vía y cuando el edificio fue remodelado pasó al café Lyon, frente a Correos. Yo acababa de publicar mi primera novela y fui bien recibido, como joven promesa, por aquellos señores ya provectos, alguno de ellos muy disparatado, que estaban de vuelta de todo. Se hablaban todavía de usted con una tonalidad prefranquista. Eran personajes muy barojianos. Allí estaba don Vladimiro, un anciano muy jovial, cuya única hazaña en su vida había sido seducir a una monja de noche en un vagón de tercera viniendo de Galicia antes de llegar a Venta de Baños. Yo le decía:
    
    —Don Vladimiro, tiene usted el cuello muy largo. Va a vivir más de noventa años.

    —¿Usted cree?

    —Cuénteme lo de la monja.

    —Deje, deje. Aquello fue insigne. Hay que ver cómo era aquella señora. No sabe usted lo que tenía que hacer yo para que no me sacara un ojo con la punta de la toca almidonada —exclamaba don Vladimiro riendo a carcajadas.

    Don Vladimiro fue el último superviviente de la tertulia de Pío Baroja y de la que mantuvo después su sobrino Julio Caro.

    Habían muerto todos. Al quedar solo y perdido en las tardes de Madrid buscando con quién hablar, lo recibimos con gran placer en nuestra tertulia del café Gijón. Para mí don Vladimiro representaba el nexo que me unía directamente con Baroja. Lo estimaba mucho. En cualquier conferencia que yo diera en el sitio más extraño de Madrid, al subir al estrado siempre veía a don Vladimiro, rayando ya los noventa años, sentado en la primera butaca de la primera fila. Un día dejó de venir al café Gijón. La noche anterior se fue de comilona con algunos contertulios y por lo visto se atracó de pimientos de Padrón; no sé si con eso dio por terminada su vida.

    Una de aquellas tardes de tertulia le dije a Julio Caro que guardaba una vaga memoria de haberlo visto en La Vilavella cuando yo era muy niño. ¿Podía ser cierto? Julio Caro me contestó que había realizado ese viaje. Fue en invierno y hacía mucho frío, aunque no recordaba el año. Me contó que en Valencia y en La Vilavella a él y a unos amigos les obsequió Eduardo Ranch, un musicólogo y escritor.

    —Este señor conocía mejor que nadie el periodo en que mi familia había vivido en Valencia y en Burjassot. Tenía en Villavieja una casa con naranjales, recuerdo una paella que preparó una vieja al aire libre. Tuvimos que comerla con el abrigo puesto, pero nos pareció deliciosa, hambrientos como íbamos. En la casa solariega conservaban retratos de sus antepasados alemanes, de la primera mitad del siglo XIX, con un aire de pintura muy primitiva.

    —Yo andaba por allí como un perro perdido —le dije.

    —¿Ah, sí?

    —Creo verlo a usted todavía saliendo de la casa de Ranch metido en ese abrigo marrón y una bufanda.

    —Fíjese, con el tiempo que ha pasado y todavía se acuerda usted. Qué extraña es la vida. Quién iba a decir que nos encontraríamos aquí.

    —Ya ve.

    —Fue un viaje muy raro. En realidad, tenía que haberlo hecho mi tío, pero lo fue alargando, alargando y al final ya no pudo ser.

    —No sabe usted cómo lo esperaban. La habitación de su tío aún está cerrada.

    —¿De veras? Eran muy buena gente esa familia. En Valencia fuimos también a su casa y allí una pobre señorita judía, huida de Alemania, cantó varios lieders, pero con mala fortuna evidentemente. En el de La trucha se notaban más los saltos del pez que la línea melódica. Aquel viaje hoy me parece una fantasmagoría. Valencia estaba aún desgarrada, dos amigos ingleses que me acompañaban asistían impávidos a los convites. Guardo de aquello una sensación melancólica muy confusa. Ranch me mandó luego aperos de labranza, utensilios domésticos caídos en desuso y algunos hallazgos arqueológicos del asentamiento ibérico que había en la montaña de Santa Bárbara.

    —¿No volvió más por allí?

    —Estuve a punto de caer por allí en otro viaje que hice al Maestrazgo. En aquellos años la familia Ranch pasaba por dificultades económicas. Algunos años después le mandé una carta lamentando que los asuntos agrícolas le fueran mal. Era realmente un artista aquel hombre. Pese a que se consideraba poco apto para llevar adelante su economía le dije que no debía vender más fincas, al menos hasta que terminara la guerra mundial, que por lo menos conservara algo de su patrimonio.

    —No lo hizo —dije yo.

    —Un poco de tierra supone un apoyo psicológico en los malos tiempos. Debía haber conservado algo, pero Ranch tenía sueños de artista y la realidad de cada día la tomaba como una agresión. Mi tío lo sacó en sus Memorias y el hombre se llevó una alegría muy grande, porque creía que, por fin, se había convertido en un personaje barojiano. Esta vez de verdad.”


Manuel Vicent
Verás el cielo abierto
Alfaguara, 2005
páginas: 84-88

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